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Kosh

EL HOMBRE DE ENFRENTE

Yo era un hombre feliz, tenía un buen trabajo, una espléndida novia, un auto deportivo y ropa de marca. Me pasaba el día moviéndome de un lugar a otro, distribuyendo mi tiempo entre reuniones, deportes, eventos, salidas, cenas y fiestas. La vida me sonreía, bueno, si no fuera por esos dolores de cabeza que una vez cada tanto me atacaban, pero ese detalle no podía alejarme de mi perfecto bienestar y mi armónico existir. No le podía pedir nada mas a nadie.
Vivía en una calle sencilla, de edificios muy parecidos. En la vereda de enfrente se podían ver las ventanas de mis vecinos y cada tanto, mientras tomaba una cerveza y me distraía, observaba hacia allí.
Todo comenzó un día que vi a un hombre en la ventana de enfrente mirando televisión. Estaba de costado, sentado en el sillón y era un partido de fútbol lo que miraba. Me dio lástima verlo así, tirado, sin nada que hacer mas que estar allí, frente a la televisión. Parecía triste, desgraciado y no se porque, pero se me ocurrió visitarlo.
Me recibió contento de hablar con alguien, era como si fuese el primero en mucho tiempo que entablara una charla con él. Me invitó a tomar una cerveza, que era la marca que a mí me gustaba por lo que accedí. Su piso, visto desde adentro no parecía mal arreglado, pero tampoco era, digamos, lindo. El desorden se inspiraba en los objetos revueltos por el salón y en una cocina repleta de vasos y platos sucios.
Hablamos toda la tarde y note que era bastante parecido a mí, aunque no tenía un gran trabajo ni una vida exitosa como yo. Al día siguiente lo invité a cenar, pero no vino.
Pasó una semana y no volví a verlo, creí que lo había ofendido o incomodado con los comentarios sobre mi vida mientras que él parecía infeliz y triste con su existencia. Pero una tarde volví a verlo por la ventana, estaba una vez más, sentado allí, tomando una cerveza y mirando la televisión.
Volví a cruzar la calle y a visitarlo, no se si esta vez era porque me daba tristeza o por la curiosidad de que, siendo yo quién era, no hubiera aceptado mi invitación a cenar aquella noche.
Me recibió como si fuese un extraño, aunque me invitó cortésmente a tomar una cerveza y comenzamos a hablar de muchas cosas. Pasadas las diez y media me fui a mi casa. Antes de irme a dormir pude verlo una vez mas, sentado mirando televisión. Me volvió a dar lástima.
Al día siguiente volví a visitarlo y le lleve una caja de cervezas, de esas que nos gustaban a los dos. Nos tomamos un par juntos y antes de irme, como sintiéndose obligado a retribuirme el regalo, me entregó una camisa a rayas, no muy linda, pero que acepté con agrado, me dijo que se la habían regalado pero que no la utilizaba porque no sentía que fuese para él. El día siguiente se me ocurrió ponérmela para ir a trabajar, no era de marca pero me sentaba bien. Esa tarde volvía visitarlo y le pregunté si quería ir a mi casa a cenar esa noche. Me respondió, con un tono de misterio, que no podía hacer eso. Le pregunté porque y me respondió que debía saberlo, pero que de no ser así, algún día lo sabría. Antes de irme me preguntó si me había probado la camisa y le respondí que sí, y que me había gustado mucho, que era para mí.
A la mañana siguiente me desperté temprano y al vestirme se me ocurrió ponerme nuevamente esa camisa, pero estaba algo sucia por lo que la llevé a lavar. Antes de meterla en la máquina, como por instinto, coloqué la mano en el único bolsillo que tenía, a la altura del corazón. No estaba vacío, mis dedos tocaron algo que parecía papel. Era una tarjeta: -Dr. Escudero - decía en el centro y debajo había una dirección. La guardé pensando en devolvérsela en el próximo encuentro.
Esa tarde volví a sentir un fuerte dolor de cabeza. Hacía varias semanas que no me sucedía, pero esta vez fue un poco más fuerte que las veces anteriores. Me preocupe, lo confieso, y por eso quizás decidí ir a visitar a un médico. El primero en venir a mi mente fue el Dr. Escudero. Llamé por teléfono y concerté una cita para ese mismo día, un par de horas más tarde.
Era un poco lejos pero llegue puntual, me recibió una secretaria y sin mucha espera me hizo pasar.
- Buenas tardes – me saludo un hombre mayor lleno de títulos que colgaban de las paredes. – Soy el Dr. Escudero, psiquiatra – se presentó.
- ¿Psiquiatra? – pensé. Me había equivocado por completo. - Perdón, yo en realidad lo he confundido, mi problema es un fuerte dolor de cabeza, requiero un médico clínico – me disculpé disponiéndome a retirarme.
- No, usted no está aquí por su dolor de cabeza, eso es lo que cree, pero en realidad usted me visita por sus problemas – me dijo como si me conociera a la perfección.
- Usted me confunde – le dije, - es que me dieron esta tarjeta y pensé... – pero me interrumpió.
- Se la dio una persona de la cuál usted siente, digamos, ¿lástima? – preguntó.
- Yo no diría eso, pero de todas maneras usted debe confundirme con él – deduje al tiempo que le decía – ese hombre deberá ser paciente suyo y por error yo terminé con su tarjeta y vine aquí, pero es tan solo un malentendido – volví a explicarle.
- No hay malentendido, usted esta aquí porque por fin decidió venir, hacía mucho tiempo que esperaba verlo y me alegro de que finalmente se haya decidido a aparecer, es más, esto es algo que debemos festejar – dijo buscando una botella de Coñac y sirviendo dos vasos con hielos.
- No, usted no comprende... – le dije notando un claro estado de emoción en sus ojos, como si hubiese resuelto algo, pero volvió a interrumpirme.
- Hace meses que estamos esperando este momento con su vecino, el momento en que me visitara – dijo sin prestarme atención y terminando de servir la bebida. – Tómese esto – me dijo entregándome uno de los vasos.
- Pero es que no tengo ningún problema, mi vecino, en todo caso, es el que lo visitaba, pero yo nunca...fue un error venir – traté de decirle pero volvió a insistir.
- Usted sufre una enfermedad, y por fin lo tengo frente mío para decírselo en persona, escúcheme con atención, usted padece un problema de doble personalidad, es algo común y se puede tratar hasta que la otra personalidad, la falsa, desaparezca - explico
- Entonces, ¿Ese hombre, mi vecino de enfrente, en realidad no existe? – le pregunté.
- No – respondió, - ese hombre es verdadero y el que en realidad no existes es usted – me dijo, esperando ver mi reacción.
Confieso que me sorprendió, pero no me lo tomé tan mal como debería, es que no supe bien porque, pero a aquel hombre, de alguna extraña manera, lo envidiaba. Envidiaba su forma sencilla de ser, su simpleza frente a la vida.
Esa tarde volví caminando a mi barrio, no puedo negar que estaba algo triste por tener que dejar mi buen trabajo y a mi hermosa novia, la cuál en realidad nunca veía, pero poco a poco fui resignándome y cuando llegue a mi calle, sin dudarlo, aunque algo confuso aún, en lugar de ir a mi piso fui al de enfrente, y con la misma llave que entraba todos los días a mi departamento abrí la puerta de mi vecino. El hombre de enfrente ya no estaba y nunca mas lo volví a ver. Recuerdo que tomé una cerveza fría y prendí la televisión, estaban pasando un partido y me senté en el sillón a verlo y a olvidarme del otro hombre de enfrente, ese que nunca fui.

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