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Kosh

LA FLECHA

1
Pasó hace tres días. Estaba solo, recorriendo la Patagonia, viajaba de Bahía Blanca a Villa La Angostura, por la ruta del desierto. Eran las tres o cuatro de la tarde, el sol caía como una mole de fuego sobre el pavimento, el desierto mostraba su angustiante soledad en el infinito de nada que se expandía hasta el horizonte. Pequeños arbustos sin nombres ni color bañaban la superficie de la tierra como único adorno de un jardín de desolación.
Ajeno a todo este marco de inmensidad, yo escuchaba música en mi auto y promediaba los ciento veinte kilómetros hora, alternando mi tiempo entre el termo con café, los CD, los pensamientos desordenados y algo de sueño que se colaba entre mis pestañas cada tanto, sobre todo al clavar la vista fija en la línea infinita que trazaba el camino hasta convertirse en un punto en el horizonte. Pasaban las horas y tanta soledad comenzaba a hacerme confundir los pensamientos con aburrida realidad, o al menos eso fue lo primero que creí cuando observé el humo delante de mí. El auto se fue aproximando, a medida que avanzaba en la ruta, y la columna de humo se convirtió entonces en una pequeña hoguera, a un lado del camino, en el medio de la nada. Pasaron algunos kilómetros y apareció la segunda. No le presté demasiada atención. El CD había dado la vuelta y comenzaba una vez más, entonces me dediqué a buscar uno que no haya escuchado todavía. Abrí el estuche con los discos y fui recorriendo uno a uno hasta elegir. Cuando subí la vista al camino me encontré, en el medio de la nada, con un grupo de personas que parecían indios atravesadas en medio del camino, apenas unos metros delante.

2
Clavé los frenos y giré el volante para evitar atropellarlos, el auto casi vuelca, si no lo hizo fue porque las ruedas eran nuevas y porque el clima seco las pegó al asfalto. En el camino quedaron las marcas de la frenada como dos líneas azuladas esquivando al puñado de personas que seguían en medio de la ruta sin siquiera inmutarse ante tal maniobra, tampoco se movieron del camino.
Bajé enfurecido y comencé a gritarles si estaban locos, si pretendían que los atropellase, etc. Pero a la tercera frase me detuve, no porque me hubiese calmado, sino porque la mirada de desconcierto de los individuos me calló. Descubrí de inmediato que eran indios, las vestimentas y el aspecto me lo dijo, pero no sabía que aún existiesen tribus por aquellas tierras. Uno de los hombres se acercó a mí, primero me dijo unas palabras en una lengua desconocida pero al notar mi desconcierto habló un mal español para decirme:
- Ritual aquí.
- ¡Aquí!, ¡justo aquí!, ¿teniendo todo el infinito espacio de desierto? – dije enojado y exagerando con ambos brazos la extensión de tierras a mi alrededor.
- No, ritual aquí – dijo con un temple inmutado y un tono explicativo, como si quisiera darme a entender que debía ser en ese preciso lugar.
- ¿Y porque aquí? – pregunté casi burlándome de ellos.
- Aquí guerrero Horrwk revivir. Nosotros no querer, nosotros deber evitarlo.
- ¿Y quién es Horrwk? ¿o lo que sea? – dije tratando de pronunciar como él.
- Ser guerrero malo, invasor. Él atacar hace quinientos años, pero perder, nuestros guerreros defenderse bien y vencerlo, luego perseguirlo hasta aquí, pero sus guerreros no querer verlo muerto, entonces su brujo trasportarlo, hacerlo viajar a hoy. Nosotros saberlo porque ancestros contar historia, generación a generación. Él hoy aparecer para rehacer su ejercito y volver a atacar, nosotros evitarlo hacer perímetro con humo sagrado.
- ¿Qué que? – dije yo sin terminar de masticar tanta fantasía.
- Nosotros querer prevenir mal mayor, nosotros evitar que flecha envenenada de Horrwk vuelva a atacar – insistía el indio.
Todas esas historias eran muy bonitas, pero debía continuar si quería llegar a mi destino antes del anochecer.
- Ustedes fumar demasiada pipa de la paz – dije bromeando, pero el indio no me comprendió. Luego volví a mi auto y continué mi camino.
Pasó al menos una hora y me había olvidado el incidente cuando la radio de pronto y sin aviso ni razón, se apagó.

3
Intenté por todos los medios hacerla funcionar pero fue imposible. Aburrido y sin radio continué.
El paisaje continuaba siendo monótono. La tierra era árida, inútil para sembrar, y el duro y cambiante clima hacía casi imposible para sobrevivir, apenas se veían perdidos entre la nada algunos rebajos aislados. – Que mal que le había salido a la naturaleza ese lugar. Tal vez Dios se quedo sin imaginación o no completo su obra, colocó montañas por aquí, bosques por allá, campos verdes por el otro lado, y luego el resto que se quedó sin rellenar, lo dejó en blanco, como quién hace un dibujo en una hoja, éste debía ser un espacio que le quedó así, a medio terminar y lo dejó para irse a descansar el Domingo – todas estos razonamientos extraños, de esos se disparan cuando nos distraemos y damos rienda suelta a nuestra imaginación, fueron más o menos los que estaba esbozando cuando lancé una mirada fugaz al espejo retrovisor, como para saber que hacia atrás la ruta seguía tan vacía como siempre. Entonces vi un indio sentado en el asiento trasero, fue un instante, mi mirada no llegó a procesar lo que había visto y, al girar al tiempo que mis músculos se contraían de un repentino sobresalto, comprobé que el asiento de atrás estaba vacío. Sin embargo juraba que había visto aquel indio, su mirada era la de un guerrero del infierno, tenía el rostro embadurnado con colores ocres, el pelo largo enlazado por una bincha de cuero sin curar. Estaba seguro que lo había visto.
Los kilómetros siguieron pasando y mi seguridad se fue desvaneciendo, razoné que el encuentro con esos extraños indios me había potenciado la imaginación, y el cansancio, y el aburrimiento, todo había confluido en esa imagen que me había inventado.
- Ahora soy yo el que se fumó la pipa de la paz – me dije bromeando.
Por fin salí de aquel horrible desierto y me detuve en una gasolinera que descontinuaba el paisaje, detrás se ella había un pueblito por el que atravesaba un pequeño arroyo apenas con agua. Me bajé, cargue el tanque de gasolina y estiré un poco las piernas, entonces, al pasar junto al auto y mirar de reojo el asiento trasero vi la flecha. Abrí la puerta asombrado, ahí estaba, era una flecha de caña, con punta de piedra afilada. No debí haberla tocado, pero lo hice, tal vez para comprobar que era real. Entonces, al fondo de un granero que se encontraba detrás de la estación de servicio, entre los fardos, lo volví a ver, era el indio y estaba allí mirándome fijo. Otra vez su imagen duró apenas lo que tarde en pestañar, pero para mí fue suficiente, me subí al auto y salí a toda prisa de aquel lugar.
Ahora sé que me persigue, ya lo vi dos veces más. No logro dormir, no se lo puedo contar a nadie porque reaccionarán como lo hice yo cuando esos indios me contaron la historia, pero cada vez está más cerca, esperando que baje la guardia para atacar.
Sé que vendrá por la flecha y por mí, no puedo vivir más en este estado. No me queda otra opción que volver al desierto y entregarle a esos indios la flecha, así, con sus extraños rituales puede que lo alejen de mí. Debo enfrentar nuevamente ese cruel camino y no se si podré lograrlo, por eso escribo esto, si me pasa algo o no retorno jamás quiero que sepan, al menos, por si no vuelven a saber de mi, para que conozcan cuál fue mi destino.

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