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LA SOMBRA (XXII PARTE)

- Sí, yo me encargué de tirarlo al lago como el Abad me indicó- respondió el joven. Un cuarto de hora antes le preguntaron al Abad dónde había arrojado el amuleto y les dijo que él no se encargó de ello sino que se lo ordenó hacer a un monje.
- Podría llevar a este señor al lugar – dijo Emilio refiriéndose a Albert Taulet.
- Por supuesto – dijo el monje enfermero, al tiempo que dejaba sobre la mesa la canasta con las espinacas que un rato antes había tomado del huerto. Estaban en la despensa, una sala amplia que olía a legumbres y a aceite de olivo.
- Yo me quedaré estudiando la invocación del rayo, seguramente la necesitaremos – le dijo luego Emilio a Albert al tiempo que lo despedía y le deseaba suerte.
Salieron por la bodega y recorrieron el camino lateral que ascendía la pendiente hasta un bosquecillo. Desde donde estaban, el monasterio de San Esteban de Banyoles parecía más que un lugar de culto, una fortaleza, con muros exteriores de gran espesor, torres y profundo foso que rodeaba todo el recinto del lado exterior de los muros. Resaltaban las casas de los priores de Santa Maria de Finestres y de Sant Marçal del Montseny. Más atrás se veían los aposentos de los monjes, ordenados por cargos; primero el camarero, que era el encargado de las finanzas; luego el sacristán mayor, que mantenía el culto y la sacristía; luego el sacristán menor, el limosnero, el capiscol, encargado del coro y el encargado de las campanas. Luego el sendero bajaba a la margen norte del lago hasta la costa.
- Por allí – dijo el monje señalando una costa pedregosa y cargada de sedimentos.
- Va a ser difícil encontrarlo – razonó Albert al ver el paisaje rupestre.
Se pasaron la tarde entera buscando entre las piedras más cercanas a la orilla. Estaba oscureciendo y ya habían perdido las esperanzas cuando por el monje gritó: - ¡aquí! – y de inmediato Albert giró para ver al hombre saltar de alegría con el pequeño objeto en la mano.
- Pensé que jamás lo encontraríamos – confesó el sacerdote mientras observaba el objeto que el monje sostenía contento.
- Debemos enterrarlo pronto, pero aquí no es seguro, el lago puede subir, mejor será en el bosque – dijo el sacerdote señalando hacia la pendiente repleta de árboles costeros de mediana altura.
Se alejaron de la playa por un sendero angosto, aún brillaba con escaso poder el sol de la tarde, más amarillo y casi sin reflejo. Las ramas se mecían con una suave brisa fresca, proyectando sobre el suelo un juego de sombras con las hojas de las ramas secas y las pocas hojas que sobrevivían al aún frío. El monje caminaba al frente, buscando el sitio idóneo para realizar el entierro y terminar con el problema del amuleto. Albert lo seguía a pocos pasos un poco más lento por la edad que le impedía ser tan ágil en las pendientes. Fue entonces cuando vio algo proyectarse entre el movimiento de sol y sombra. Tardó el tiempo exacto para percatarse de que estaban en peligro, entonces le gritó al monje, pero éste no llegó a reaccionar antes de que una de las sombras que se movían a sus pies se abalanzara sobre él, dejándolo inmóvil al tiempo que se corporizaba la figura demoníaca.
Albert sólo pudo huir, dejando a sus espaldas al desdichado monje que ya para ese entonces habría perdido la vida.

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