Blogia
Kosh

EL TESORO DE HUSCAR PACHE

1

Se suponía que iba a ser un día soleado, espléndido para salir a navegar, pero no, las espesas nubes habían trepado desde la marcada línea del sur oeste y ya eran dueñas del cielo. El sol había sido conquistado y ahora apenas mostraba su silueta oculto tras la capa grisáceo. Mientras tanto, sobre la superficie de la tierra, estaba ella, quejándose, pues tampoco se suponía que estuviese sucediéndole eso.
- ¿Cómo pudo haberme pasado esto? – se criticaba alarmada al darse cuenta que ya era un hecho de que no tenía la menor idea de donde se encontraba. – ¿Puede ser que siempre me pasen a mí estas cosas? – se maldecía sin parar y en vos alta. Pero su voz solo era oída por los insectos y se perdía entre la espesa maleza. – ¿Cómo puedo haber logrado perderme tanto? – se preguntaba una y otra vez sin terminar de sorprenderse y comprender lo que ella misma había hecho sin mas vueltas y sin esperar un desenlace de esta manera. Ahora reconocía el grave error que había cometido, pero ya era tarde y nada solucionaría con quejarse.
Desde el principio le había parecido una mala idea detenerse en un lugar desierto y tan aislado del mundo, pero como a su chico le había parecido la mejor idea, y como siempre le hacía caso, lo había aceptado en su momento. También era cierto que después de semejante golpe sobre la hélice era necesario parar a revisar su estado.
Luego de ver que había perdido dos de sus tres aspas y, siendo realistas, reconocer que de esa manera no podían seguir ya que no tendrían manera de mantener la dirección de la embarcación, lo cuál, en esos estrechos arroyos que estaban recorriendo podía llegar a ser bastante peligroso, y todos coincidían no arriesgarse a males peores. Cambiar la hélice por la de repuesto (siempre llevaba una de repuesto en popa) no podía durar mas de un par de horas, inclusive a pesar de que él nunca lo había hecho ni lo había visto hacer.
Habían salido temprano esa mañana, a eso de las diez ya estaban navegando sobre el Paraná hacia arriba, no había mucho viento ni tampoco demasiada corriente ni oleaje. Los insignificantes desniveles no llegaba a hacer saltar demasiado la lancha por lo que la navegación resultaba ideal La marea estaba muy baja, aunque de a poco trataba de subir. Se veían las costas escarpadas descubiertas por la marea baja. Las salientes sobresalían desnudas entre las raíces de los árboles mas cercanos. Al fondo, se veía la infinita espesura verde de un ecosistema en paz y armonía, de los pocos lugares vírgenes donde todavía la naturaleza puede jactarse de ser natural, mostrando su pureza reflejada en el aire limpio y frío de las hojas, del horizonte profundo en la distancia, desierto y silencioso, escondido entre los brazos de una extensión apenas poblada.
Siguieron bastante rato río arriba, remontando por la margen izquierda la cuenca de las Palmas, allá hacia donde se vería el poniente al atardecer, derecho hacia Campana. Pero un pequeño canal surgió como de la nada del lado opuesto, y tenía que ser demasiado tentador para que el timonel insistiera en meterse adentro, a recorrerlo “a ver que hay”. Y así, con la aceptación sin insistencia ni interés usuales de Coqui fue como comenzó todo. El canal era natural y angosto, se introducía entre la maleza virgen unos seiscientos metros, siempre caprichoso, cambiando de dirección como todo afluente por el cuál sus aguas corren sin prisa y con tiempo de girar incansablemente cuantas veces sea posible. De ahí se abrían en dos direcciones, y luego de ver a simple vista y deducir sin muchos cálculos que uno de los dos remontes se cerraba mas y tenía mas sedimentos en sus aguas, decidieron tomar el lecho de la izquierda, que se adentraba en lo profundo del pantano, pero mostrando un cauce lo suficientemente ancho como para resultar navegable. Anduvieron un rato a marcha lenta, cerciorándose que del sonar marcara un calaje aceptable para no arriesgarse a tocar fondo, y luego de un largo rato de marcar mas de dos metros de profundidad, pudieron acelerar un poco el motor, levantando mas la lancha.
Habían hecho casi doscientos metros mas sin prestarle atención a la masa de espesura verde que los rodeaba, cuando, desde el fondo del casco se produjo un fuerte estruendo y el bote completo salto con bruscamente hacia delante, sintiendo los que allí estaban, subir sus hombros y sus cuellos ir hacia atrás por un momento.
La lancha continuo unos metros mas con el impulso, pero el motor se había detenido. Les costo maniobrar hasta ese pequeño claro que apareció como de la nada, entre los juncos. Amarraron contra un tronco muerto, repleto de hongos y pequeños bichos, que yacía horizontal, paralelo al lecho de agua. Bajaron a tierra y levantaron el motor, la hélice había perdido un aspa y las otras dos estaban muy dañadas y torcidas hacia fuera. La lancha ya no tendría una buena estabilidad, sería imposible maniobrar es esas condiciones. Pero por fortuna en proa había un hélice de repuesto. Coqui no tenía la idea de aprender como cambiar una hélice por lo que se quedo apoyada contra la lancha mirando sin interés.
Se preguntaron que podía haber sido lo que golpeo tan duramente el casco, incluso una rama o tronco habrían sonado de otro modo, sabían que no podía ser madera, fue un golpe demasiado seco, como una piedra o algo de metal lo que habían fondeado.
Entonces, de entre los árboles, en las ramas mas altas de la margen opuesta, un pájaro salió de la nada y voló, extendiendo sus grandes alas blancas hacia el claro. Era una especie de garza, de largas piernas y angosto cuello. Su pico era fino y negro, y al pasar cerca de los hombres, pareció echarles una mirada diabólica con sus ojos rosas oscuros, como maldiciendo que estuviesen rompiendo el frágil esquema que la naturaleza había tejido para aquel lugar.
Tardarían, según ningún cálculo coherente, al menos una hora en cambiar la hélice y reparar lo que se hubiese descompuesto. El golpe había desconectado el cable de la transmisión y separado el caño de la gasolina, era todo un trabajo, a cargo de manos inexperimentadas.
Coqui se había despertado temprano aquel día, y desde que había estado en la cocina y el agua estuvo caliente, había estado tomando uno y otro mate. Ahora el líquido le obligaba a querer ir al baño, claro que no había ninguno cerca, pero si el inmenso y desierto espacio salvaje, donde nadie la vería. Entonces se alejó, introduciéndose entre la maleza, buscando donde pisar para avanzar y encontrar el lugar adecuado. La luz se filtraba entre las ramas con pequeñas hojas alargadas y de un verde claro. El piso estaba cubierto de hojas secas y pequeños arbustos.

2

Era un día húmedo y frío de mediados de Junio, cuando un capitán de navío avistó la presencia de una flota inglesa bien entrado el amanecer. Ya desde las lomas de Quilmes habían llegado noticias semejantes, aunque aún difíciles de creer. Los informes fueron luego confirmados por el sargento Tabares, que había sido enviado, con cinco hombres y un cañón hacia las costas, para que disparasen ante la certeza. Casi a la caída del sol se hizo oír en toda la ciudad la ya esperada detonación del cañón.
Esa noche se celebraba una reunión en la casa de la comedia, un hombre penetró en la sala directamente a hablar con Sobremonte, el virrey de España en el río de la Plata, el cuál se encontraba en el momento con su esposa e hija.
Luego de que el recién llegado le hablo al oído al Virrey, este, con gesto claro de preocupación, abandono el teatro frente a una multitud que comenzó a susurrar e intuir que algo grave sucedería. Solo una hora mas tarde, se oyeron salvas del fuerte que convocaban al pueblo, el cuál acudió ya conociendo la noticia que había corrido de oído a oído como reguero de pólvora. Fueron mas de mil hombres que, sabiendo de la inminente agresión extranjera, exigieron armas u municiones para alistarse a la defensa.
Los barcos del puerto buscaron, informados por faroles desde el fuerte, refugio de inmediato, y salieron las primeras tropas, de apenas cuatrocientos milicianos mal preparados y algunos campesinos, hacia Quilmes mientras se convocaba al ejercito.
Desde ese entonces, Sobremonte se mostró ineficiente, comenzando a dudar, tomar malas decisiones y a fallar en las estrategias y métodos de defensa, además de mostrar por momentos fragilidad. Solo en un primer momento pareció algo decidido, delegando el mando de la ciudad a uno de sus hombres, el Coronel Perez Britos, y partiendo con varios soldados de su fuerza hacia el encuentro del enemigo. Se encontró en el puente Gálvez, con la caballería dispersa y algunos maltrechos hombres casi sin armas, que se las verían mal.
Mientras tanto, en las costas de Quilmes se veía la escuadra inglesa en formación de combate, y las lanchas que por el poco calaje, debían ser utilizadas para el desembarcar. Para el mediodía del día siguiente, bajo una intensa lluvia, establecían cabecera de puente para cubrir y completar, caída la noche, el desembarco, con un total en tierra de mil seiscientos treinta hombres mas cañones y otras piezas de artillería pesada.
Algunos hombres de la ciudad se acercaron al fuerte a pedir armas, eran valientes pero ignorantes de disciplina y subordinación para un buen combate.
En la madrugada del día siguiente, hicieron frente a un ejercito ingles que apenas podía moverse en el barro y cuyos cañones eran casi imposibles de mover del pantano. Hubiese sido el momento ideal para derrotarlos, pero Sobremonte se mostró mas interesado en reunirse con uno de sus tenientes y tener una conversación a solas que llevaría casi media mañana. Se encontraba en su cuartel, a solas, en lo que parecía que era una reunión para organizar la defensa, aunque a sus soldados les llamaba la atención que hubiese convocado a uno solo de sus tenientes y ni siquiera de los mas experimentados en defensa, el hombre apenas conocía la ciudad, apenas había llegado del norte un par de meses antes.
Su nombre era Martín Rojas, era un militar nacido en Castilla, aunque su aspecto no era español, de cabello y barba rubia clara y de ojos marrones, cuerpo delgado pero robusto, hombros rectos que quedaban bien con su uniforme, siempre impecable. Había seguido la carrera militar en España por su abuelo, y hacía mas de cinco años que era teniente bajo las ordenes del virrey, aunque los últimos dos años había estado participando en las expediciones al Perú por lo que no se sabía demasiado la relación con su superior. Sobremonte había sido quien gestionó su ingreso en la expedición tres años atrás, la cuál había llegado hasta las tierras incas, inmersas en la selva Peruana.
Los milicianos de Arce, el que comando la primera confrontación con el enemigo, se ubicaron sobre un barranco, la situación era inmejorable, pero apenas contaban con dos pequeños cañones de cuatro y un obús de dieciséis. A pesar de la mala situación del enemigo, cuando lograron acomodar sus cañones en el fango, silenciaron la precaria artillería de defensa, y lograron salir del pantano. Hubiese sido muy fácil derrotar al invasor en aquel momento.
Finalmente salieron los dos hombres reunidos, Sobremonte ordeno armar un batallón a la corrida poco estructurado, y se encamino con un grupo de sus mejores hombres, que, por tener experiencia y ser capaces, aún sin tiempo y con un decadente comandante, pudieron organizarse correctamente.
Mientras tanto, Martín Rojas, apenas percibido por los soldados que se preparaban apresuradamente para partir, montaba y partía en dirección contraria. Los que lo vieron pensaron que quizá sus ordenes serían buscar ayuda de los caudillos del norte, y así formar un gran ejército para la defensa. Aunque eso significaría que el Virrey contaba desde el principio que Buenos Aires sería tomada por el enemigo y que la guerra llevaría mas de lo que se esperaba.
Caída la tarde, Sobremonte intentó destruir el puente de Gálvez para cortar el paso al invasor, el pueblo, sin demasiada información de lo que acontecía, se lleno de admiración ante el actuar del virrey. Esa misma tarde, sin embargo, ordeno que evacuasen a su esposa e hija de la ciudad.
Por la noche se podía ver desde la lejanía al ejercito británico avanzando entre el fuego del puente de Gálvez. El virrey ordenó entonces a Quintana que reagrupe a los hombres dispersos y vuelva a la fortaleza. Perplejos por la orden, los oficiales Fernández, Campodevilla y Murgiondo discuten un rato indignados. Era el lugar perfecto para plantar la defensa y atacar masivamente. Quintana debió disuadirlos bajo la amenaza de que la orden era bajo pena de muerte.
A la mañana siguiente, el Coronel Pérez Britos reunía al consejo de guerra para pedir nuevas instrucciones al virrey, pero este ya no estaba. Nadie sabía donde se había ido. No podían defender la ciudad de esa manera por lo que decidieron enviar un emisario para solicitarle a los británicos que detengan el avance mientras preparaban las cláusulas de rendición.

3

Finalmente se había encontrado después de tantos problemas, con su chico, en su país, y ahora quería disfrutar los días, y lo hacían saliendo a navegar por los infinitos y desiertos canales del delta del Paraná. Sobre todo entre los cientos de pequeños lechos que se entretejían como una desprolija telaraña entre el Paraná de las Palmas y el Paraná Guazú.
El delta había tenido su auge a mediados del siglo veinte. Se construyeron en ese entonces grandes caserones de varias habitaciones sobre las islas del tigre, sin embargo la moda nunca llego mas allá de San Fernando, por lo que, el delta alto, desde esa zona hacia arriba, nuca había sido conquistado por los hombres. Luego también la moda fue decayendo por distintas razones, y la parte de las islas mas adentradas fueron siendo abandonadas o al menos no tan concurridas como en otras épocas. De esta manera, quedaba una especie de misterio, generado por los difíciles accesos de la realidad de una geografía pantanosa, por el cuál, relativamente en una zona cercana a la gran ciudad, aquel territorio se había mantenido casi virgen de la civilización.
Pero ahora ya comenzaba a pensar que algo siniestro siempre le acontecía, que algo la manipulaba para que siempre lo malo sucediera, es que no podía entender como, luego de una vida tan tranquila, los últimos meses le ocurriesen cosas tan extrañas, eran muchas cosas malas, una tras otra, que venían convidando a su vida de aventuras no buscadas, transcribiéndose en una existencia mas atípica y estrepitosa de la que cualquiera desearía.
Por eso quizás seguía buscando el lugar ideal, donde hubiese algo de luz pero tampoco que fuese demasiado abierto. Aunque el lugar parecía desierto, nunca se sabe si alguien aparecerá justo detrás de algún árbol para verla arrodillada en esa posición indiscutiblemente embarazosa. Los hombres en ese sentido la tenían mucho más fácil, pero como no era un hombre, seguía buscando el lugar adecuado. Había arbustos de uno o un metro y medio, de hojas verdes alargadas y tallos espinosos esparcidos hasta el alcance de su mirada. Cada tanto algún árbol de media altura se intercalaba entre estas plantas, abarcando el espacio exacto para poder caminar entre ellos. Y así fue alejándose hasta encontrar un lugar casi exacto al que su mente idealizaba. Era como un semicírculo cerrado por un cerco natural de arbustos plagados de hojas espesas. No era muy cerrado pero lo suficiente para que nadie desde lejos pudiese ver que había allí, tampoco era demasiado abierto, parecía que no había demasiados insectos viviendo por allí, y la tierra estaba seca. Se sintió como un animal salvaje y pensó lo sencillo que era para ellos, pues la naturaleza era su baño privado.
Dio una ultima ojeada a su alrededor y trato de oír en el silencio algún sonido no natural, luego se acomodo.
No tardo mucho, tampoco lo deseaba, y de inmediato, aunque con cuidado, se puso de pie y se alejo rápidamente del lugar, demostrando otra vez el instinto animal que hacen lo mismo sin siquiera saber porque.
Ahí fue donde comenzó todo, había estado muy preocupada desde el primer momento, por encontrar el lugar adecuado, y poco se percato de la dirección que tomaba en su búsqueda. Como es de prever en la mente humana, estaba segura de que la dirección correcta sería una que había fijado su mente de acuerdo al lugar que suponía veía. Y así fue como avanzo por entre los árboles y arbustos durante un rato, sin percibir nada que le diera una pista concreta de que se encontraba sobre el camino correcto, además pensó en todo momento que la vuelta sería una tarea de mucho menos esfuerzo que lo difícil que había resultado la búsqueda del lugar indicado. Camino entonces mas hacia el lugar que suponía correcto, durante al menos unos diez minutos, recién entonces comenzó a preguntarse si no se había pasado, ya que intuía que no se había alejado tanto, además veía en el esquema de los árboles situados, un lugar desconocido. Decidió volver sobre sus pasos, ya algo mas preocupada. Avanzó en lo que ella creería que era una línea recta durante otros veinte minutos sin encontrar ningún rastro de donde había partido. No había canales ni nada parecido en las cercanías, tampoco se oía ningún sonido ni murmullo humano, nadie hablaba, no se escuchaban voces, solo el silencio fantasmal del pantano, ni siquiera el ruido de animales, pájaros o lo que fuese que pudiese ayudarla. Caminó un rato mas hasta encontrar esperanzada, un pequeño arrollo. Creyó que sería el mismo por el que venían con la lancha, aunque le traía muchas dudas ya que era visiblemente mas angosto hasta el extremo de, sin conocer demasiado de náutica, entender que era difícilmente navegable. De todas maneras su instinto le dicto que si continuaba siguiendo la reviera de aquel cauce, tarde o temprano llegaría a su destino. El agua estaba como estancada y reflejaba algunos pinos que se habían atrevido a crecer entre sus orillas. Al no saber hacia donde corría el agua no podía saber hacia donde bajaba, pero de todas maneras, por su posición, estaba segura de que debía recorrerlo hacia su lado izquierdo, es decir continuando sobre la dirección que traía.
Por momentos le costó mucho mantenerse al borde del cauce ya que sus costas estaban repletas de vegetación que se entretejía a su paso, dificultando el avanzar y obligándola en varias ocasiones a retirarse hasta unos diez o quince metros hasta encontrar un lugar apto para pasar y continuar su camino. Paso otra media hora y no veía ninguna mejora. Comenzó a preocuparse y, proporcionalmente, a maldecir el momento que había decidido alejarse y hasta los mates que esa mañana había aceptado casi sin entusiasmo.
Una hora y cuarto mas tarde, Coqui sé auto declaraba completamente perdida y sin la menor idea de que hacer o sobre que dirección continuar su camino. Cansada además, se sentó unos quince minutos sobre un tronco podrido tendido horizontalmente, del que emergían hongos anaranjados en sus extremos. Llevo sus manos a la cara mostrándose muy preocupada y decidió gritar por ayuda. Si es que alguien estaría en las cercanías la oiría, y aún tenía las esperanzas de encontrarse cerca del lugar donde había desembarcado. Por otra parte, estaba segura de que para ese entonces la estarían buscando, y, aunque no resultase ninguna garantía concreta, podía sumarse a su esperanza de poder dormir segura en una cama aquella noche.
Y era cierto que su búsqueda había comenzado, pero hacia los lugares lógicos sobre los que se suponía que se había alejado, es que en realidad, con los cambios de dirección que había realizado, estaba ahora del lado opuesto de la margen sobre la que se esperaría hallarla.
Luego de un largo rato de destrozarse la garganta sin éxito, se resigno a que debía continuar siguiendo aquella pequeña ría, que además cada vez era mas angosta, hasta que finalmente desapareció en unas tierras pantanosas sobre las que Coqui enterró su calzado buscando encontrar si es que continuaría mas allá de aquella tierra húmeda, o si se estaba introduciendo sin saberlo, en un enorme pantano inhabitado.
De pronto, como de la mas profunda nada, apareció en un pequeño claro y vio un pájaro que pasó volando suavemente frente a ella, su pico era fino y negro y sus ojos de un inconfundible rosa. No le resulto nada desconocido, aunque no le servía de nada a menos que este pudiese hablar y explicarle como salir de allí.
Ya cayendo la tarde, aún perdida pero ahora mostrando los primeros síntomas de desesperación, se encontró con un claro que noto que no era natural, se puso algo contenta, y más aún al notar que había señales humanas, aunque nada concreto. Halló unas antiguas cabañas muy precarias, hechas de paredes de barro y sin techo, tan perfectas como el nido de un Hornero, pero vacías. Había algunas herramientas, restos de útiles de cocina y unas vasijas de barro cocidas. Ninguna entera.
Camino entre los restos de esa abandonada aldea con desinterés, hasta que, en una especie de zanja, que aún conservaba algo del montículo de tierra puesta a su alrededor al momento de ser cavada, encontró una veintena de esqueletos, completamente sin piel y en descomposición. No le dio por gritar, inclusive se sorprendió de que no se asusto demasiado, quizás se estaba ya acostumbrando a lo extraño y tal vez simplemente no le impresionó demasiado la imagen, ya que los huesos, por su estado, daban la impresión de haber estado allí por muchos años, por lo que mas bien los miró como si fuese un museo. De todas maneras decidió no acercarse a ellos y caminar con sumo cuidado en la dirección opuesta. Se alejo por entre las chozas buscando volver a una zona que parecía ser mas abierta, donde los árboles no estaban tan unidos ni había demasiadas plantas.
Estaba ya dentro del bosque cuando, a un lado de una choza, la mas cercana a donde ella estaba, vio dos figuras de seres vivos. Eran un niño y una niña que la miraban, de pie, delante de lo que en otros tiempos habría sido un aljibe. El niño tendría no mas de diez años y era de tez morena y ojos negros, la niña era de similar aspecto aunque de pelo largo hasta la cintura, ojos un poco mas grandes y mas pequeña, quizás un par menos que el niño. La expresión del rostro de los niños era desgarradora, como si hubiesen parecido un enorme sufrimiento.
Coqui supuso que serían hermanos por su parecido y que también eran indígenas. Sus ropas que eran poco mas que trapos, descoloridas, sucias, sin marca e iban descalzos. No temió acercarse a ellos y preguntarles donde se encontraba. Paso un silencio eterno que se desvanecía en el espacio antes de oír una débil respuesta del niño.
Dijo algo inentendible, con una voz apagada mientras la hermana lo miraba como si se sorprendiese de que su hermano estuviese hablando con alguien.
- Estoy perdida – explicó Coqui sin mostrar descontento por la básica y previsible respuesta anterior, - quisiera saber si conocen donde puedo encontrar a gente que pueda llevarme a mi casa –. Dudó que ellos la comprendiesen, sin embargo, al cabo de intercambiar unas miradas, el niño tomo de la mano a la niña y comenzaron a caminar en una dirección definida. Luego de unos pasos el niño dio media vuelta y observo a Coqui con una mirada que claramente la invitaba a que los siguiese. Ella, sin mejores alternativas aunque tampoco esperando demasiado, comenzó a caminar tras ellos.
Recorrieron juntos durante un largo rato el bosque, siempre caminando al mismo ritmo de paso cortito y parejo, sin decir una palabra, como si estuviesen ambos niños algo adormecidos. Ella los seguía solo un par de pasos atrás, sin ganas de pensar demasiado en nada. Llegaron hasta un arroyuelo como los tantos que ella había visto las últimas horas, todos similares, de agua inmóvil, turbia y espesa, y repleta de vegetación a sus orillas. Lo bordearon hacia la izquierda durante un tramo en el cuál fue ampliando en su lecho hasta poder considerarse un pequeño río, cuando, de repente, como si hubiesen sentido u oído algo malo, se detuvieron, quedando como estatuas por un instante. Luego el niño miro a su hermana y acto seguido corrió adentrándose en la espesura del bosque. Su hermana lo imitó, siguiéndolo sin casi despegarse de él. Y Coqui, sin saber que hacer, quedo allí, de pie, nuevamente sola, rodeada de verde y silencio.
Miró a su alrededor, desanimada, pero encontró algo diferente al monótono paisaje. Frente a ella, de la margen contraria del pequeño río, había una cabaña. Era rústica, rectangular, de madera oscura y techo a dos aguas. Tenía un frente con puerta al medio y dos ventas, una de cada lado. El techo cubría un porsche a lo largo de toda la fachada, de piso también de madera y separado de la tierra al menos un metro por pilotes, como en un muelle, unos escalones llegaban a tierra frente a la puerta.
Ya la luz del día se iba apagando cuando busco algún paso para cruzar el arroyo. Había, a una veintena de metros, un árbol cuyas ramas atravesaban, como formando una arcada. Solo debía trepar al árbol y arrastrarse colgada de la rama, tratando de no caerse hasta llegar al otro lado y saltar a tierra de una altura considerable. Se sintió abatida solo de pensar en trepar, pero sin mas remedio, fue hacia el árbol. De cerca parecía mas difícil aún, miró el tronco elevarse sin ramas en su base. La corteza era dura pero había pequeñas entradas donde podía ingeniárselas para usar como escalones. Noto también que en aquel árbol había una marca, parecía una cruz, hecha hacia mucho tiempo y apenas visible entre las cortezas. Colocó un pie sobre las raíces que sobresalían y, pisando en un hueco en el tronco, se elevo hasta la primera rama, de la cuál se aferró con fuerza y así trepo hasta la rama que partía en dirección a la margen opuesta, pero de pronto se detuvo al ver que algo, sobre las aguas del río arriba, se movía. En el crepúsculo de la espesura, desde donde la oscuridad cae antes por las copas de los árboles que superponen una sombra tras otra, apareció una pequeña barca. Era de madera, tallada con extraños símbolos. En la parte posterior, de pie, un ser la hacía avanzar en un lento movimiento, clavando un largo palo sobre el fondo fangoso e impulsando hacia atrás.
Coqui, sin saber porque, sintió un gran temor al ver al barquero. Noto que el hombre no era un ser humano común, su mirada, seria, estaba perdida en el vacío, buscando algo en la nada de la monotonía del paisaje, era como si estuviese sumergido en un eterno letargo, como si no tuviese un alma. Vestía una túnica amarilla descolorida y sobre su cabeza llevaba una sombrero que le recordó a los que usan los cardenales. Su rostro estaba pintado con líneas rojas y negras que pasaban entre sus ojos y por sus pómulos.
Aplasto su cuerpo a la rama sobre la que estaba parada, y así permaneció, sintiendo mucho miedo de que aquel ser percibiese su presencia, apenas unos metros sobre él. La barca paso lentamente, bajo el árbol, el tiempo era interminable, no quería mover ni un músculo, no quería hacer ni el menor sonido. Por fin, paso por debajo de ella y continuó su camino, pero cuando ya estaba a unos metros, de repente, el extraño ser detuvo su repetitivo movimiento de remo y quedo un instante oyendo el silencio, como buscando encontrar algo que había sentido. Giró la cabeza apuntando al río, mientras Coqui desde la rama lo observaba temiendo ser descubierta. El ser miró un instante sin dirigir directamente sus ojos a ella, y luego volvió a girar y prosiguió su rutina, alejándose hasta desaparecer.
Cuando ya no podía verlo, suspiro aliviada y continuó hasta cruzar el río y estar en tierra firme, luego se dirigió a la cabaña. Noto que estaba en buen estado, aunque daba la impresión de estar deshabitada. Se acercó a la puerta y golpeo, paso un rato y nadie respondía, así que trató de abrirla. La puerta cedió y dejo salir un aire frío de humedad y polvoriento que ella percibió recordando a cuando era niña y había entrado a alguna obra en construcción. Entró con cautela. En el interior había apenas una mesa vieja al centro, con algunas sillas de madera a su alrededor, un armario en la pared contraria a la puerta y, en un rincón debajo de la ventana, un viejo colchón medio desgarrado y sucio. Dedujo que alguien había vivido allí, quizá no demasiado tiempo atrás. Encontró un paquete vació de cigarrillos en el piso y un par de velas a medio consumir. Sobre la mesa no había nada, pero al acercarse pudo ver un pequeño cuaderno abierto caído en el piso. Lo tomo para ojearlo, estaba escrito con lápiz y algo borroneado, pero legible.
Se disponía a leer un poco cuando oyó un lento aleteo, luego por la ventana pudo ver pasar un ave blanca. Sin saber bien porque, le llamo la atención, y salió de la cabaña para verla alejarse. Pero no la encontró, no estaba mas, aunque si pudo notar un sendero que se introducía en el bosque. Se alegró de pensar que podía llevarla a la civilización, por lo que sin pensarlo mas, caminó hacia allí. Entonces, detrás de ella oyó otra vez el lento aleteo, pero al girar no vio ningún ave, sino al extraño ser del río, de pie a tan solo unos metros detrás de ella, mirándola serio, con esas pupilas carentes de brillo.
Coqui sintió que su corazón quería salirse de su cuerpo al verlo, de inmediato sus piernas la alejaban. Corrió por el sendero mirando siempre atrás, y aunque no veía al hombre, seguía corriendo sin parar. Finalmente, al mirar atrás por enésima vez y notar que el camino estaba vacío, se topo contra algo blanco que la hizo caer al piso de espaldas. Levanto la vista para ver a tres hombres, que la miraban notablemente sorprendidos frente a ella.

4

Martín Rojas supo desde el principio porque Sobremonte lo había citado aquella mañana. Incluso había intuido que lo haría cuando se entero de que los ingleses estaban desembarcando. Lo conocía y sabia que ante todas las cosas buscaría proteger sus pertenencias y en la forma de asegurarse de no perder nada valioso, luego, su no es muy costoso, pensar en el virreinato.
El pueblo no estaba contento con esa actitud ni con la forma que había manejado la defensa. Pensaban que frente a la noticia del desembarco se deberían haber cavado zanjones y levantado barricadas por todos los accesos a la ciudad, incluso algunos por voluntad y cuenta propia, lo habían ya comenzado hacer, sin esperar las ordenes que creían que llegarían. Pensaban que del fuerte deberían haber repartido la enorme cantidad de armas almacenadas en el polvorín, y que los ciudadanos valientes reclamaban para la defensa. Se debieron haber defendido seriamente los barrancos de Quilmes. Desde las alturas era una posición ideal para detener el desembarco, que se hacía incómodamente en los pantanos de los cuales no podían escapar. Cuando los cañones enemigos estaban enterrados en el fango.
Martín Rojas no había partido en busca de ayuda. Recorrió el camino hasta su estancia lo más rápido que su caballo podía. Al llegar pidió que le preparasen un carro con dos caballos. Luego llamo a dos peones que lo acompañaron hasta la bodega. Allí, al final de un pasillo angosto bajo tierra sobre el cual había estanterías con vinos tintos recostados sobre ambas paredes, en un rincón oscuro del fondo encontraron un cofre de madera. Pidió que lo llevasen al carruaje. Tomo algunos alimentos y partió solo en dirección a la costa norte del Plata.
Para entonces eran casi las cuatro de la tarde y el general Beresford entraba con sus tropas al fuerte real sin encontrar a nadie. La orden había sido deponer armas a los pies del vencedor pero los soldados solo habían tirado algunas armas a la calle y se habían ido.
El invasor, pedía resarcimiento por la invasión, casi no le había costado, pero era tradición inglesa. Demandaron los caudales públicos y barcos de comercio del puerto. Los comerciantes y propietarios de buques incautados buscaron a Sobremonte que estaba ya por Monte Castro, pero no recibieron respuesta del Virrey. Hacía meses que sabía de una posible invasión inglesa, pero no lo había informado al pueblo, ni siquiera a sus generales. En realidad eran solo suposiciones, pero más nutridas de información que la que el pueblo conocía. Ya antes de la aplastante victoria de la imponente marina británica frente a la armada franco española en el cabo Tragalfar, se sabía que Gran Bretaña tenía un ojo puesto en las colonias del Atlántico Sur. Dos años antes, cuando aún España era neutral en la guerra entre Francia e Inglaterra, los británicos abordaron, cerca de Cádiz, cuatro barcos de bandera española, uno de ellos proveniente de Buenos Aires, y quedaron sorprendidos de la gran cantidad de nutridas mercaderías, además de los doce millones en metálico que transportaba. Luego de Trafalgar Sobremonte sabía que Carlos IV no estaba en condiciones de protegerlo y que los ingleses lo sabían. Luego se entero por pasajeros de buques procedentes de Montevideo que se habían visto naves sospechosas cerca de la costa, inclusive se lo informó el propio gobernador de Montevideo, estimando un numero de ocho fragatas inglesas de guerra avistadas sobre el horizonte. Aún entonces el Virrey seguía tolerando algo de comercio con barcos de bandera británica. También le habían confirmado los comentarios del aventurero Miranda, de que, desde El Cabo, el comodoro Heme Popham estudiaba una posible invasión. Recibía información de Buenos Aires por espías de la misma ciudad. Los estudios habían sido encargados por el mismo ministro de colonias británicas, el cuál soñaba, luego de la victoria de Trafalgar, con una expansión colonial que lograse una América completamente de cultura británica, de punta a punta.
Todas esto había llevado a Sobremonte a formar unas milicias, pero su sorpresa al ser avisado de la maniobra inglesa de desembarco en Quilmes no había sido fingida. Días antes había adelantado su opinión de que, por el calado de las naves avistadas, no atacarían Buenos Aires sino Montevideo, por lo que había enviado todas sus tropas adiestradas para la defensa a cubrir las costas de desembarco orientales.
A Rojas lo esperaba un pequeño bergantín de dos cañones, escondido lejos de los vigías de las naves inglesas, mas al sur. Lo tripulaban una reducida plantilla de apenas cuatro marinos mas el pilotín, bajo el mando del capitán Ramón Farías Castro, amigo del Virrey.
Sobremonte no se resistió a entregar los caudales públicos, después de todo, ya había entregado la ciudad. Las carretas que pretendían llevar los caudales al interior buscando ponerlas fuera de la codicia británica se habían empantanado por las lluvias en el pueblo de Lujan y hasta allí fueron los ingleses a buscarlo. Los soldados que custodiaban los carros debieron abandonarlos al avistar la columna inglesa.
Pero el pueblo estaba descontento con el invasor y su cultura, incluso a pesar de grandes esfuerzos por integración por parte británica en la población. Inclusive a pesar de las proclamas de que el único objetivo de la ocupación era liberar el comercio, hasta entonces monopolizado por España por orden de Carlos IV. Los ingleses aseguraban a la población que el libre comercio abriría las puertas del Virreinato del Río de la plata al mundo, haciendo de esas abundantes tierras el lugar mas rico y prospero sobre la tierra. Beresford tomo la ciudad en nombre de Jorge III y todas las autoridades, militares civiles y hasta eclesiásticas debían jurarle fidelidad. Mientras tanto envía las noticias de la conquista a Londres, junto con parte del botín de Lujan y pide al rey que envíe pobladores y sobre todo refuerzos, ya que percibía la hostilidad de la población.
Sobremonte ya estaba en Córdoba y había acabado la cena cuando recibió un emisario que le dejo una carta cerrada con sello.
Ese día había declarado esa ciudad como capital provisoria del virreinato y había mandado oficio tanto a los caudillos importantes de las provincias cercanas, como a los gobernadores de Mendoza, Paraguay, Santa fe y Santiago del Estero, ordenando que pusieran a disposición hombres de lucha, armamento y equipo pesado de campaña para la reconquista. Esperaba una larga guerra de expulsión, mucho mas que las que desde las afueras de Buenos Aires estaban se estaban entablando con éxito. Desde allí, varios grupos de hombres conjuraban para la reconquista. Ese mismo día, en una estancia alquilada en Pedriel, la fuerza inglesa se entablaba en combate con militantes que se entrenaban, al mando de un vecino de San Fernando de nombre Martín Pueyrredon.
Esa mañana un comandante, de apellido González, se había enterado y las denunciaba ante Beresford, el cuál de inmediato envió una columna entera para aplastarlos. En el momento había pocos hombres pero se defendieron con artillería liviana. Desde lejos Pueyrredon oye disparos y galopó a la defensa con los que estaban. Durante mas de dos horas se había combatido casi cuerpo a cuerpo, hasta que lograron reagruparse para huir de la fuerza inglesa. Sin embargo la columna inglesa contó mayores bajas y esas señales alentaban a los retirados.
Sobremonte tomó la carta y despidió del emisario obsequiándole una botella de buen vino de Mendoza. Aunque hacía mucho tiempo que no lo veía, lo conocía por ser el timonel de confianza del capitán y amigo suyo Farías Castro. Subió las escaleras de la estancia donde se alojaba y la abrió en su despacho provisorio. La nota decía, sin demasiados detalles, que las piedras del Inca estaban a salvo. La firmaba Rojas. Sonrió para sus adentros y luego quemo el papel con la vela encendida sobre su escritorio.
Esa mañana la pequeña embarcación, de bajo calado, había partido Paraná arriba, internándose en las aguas del delta, lejos del alcance de cualquier pesada nave inglesa. Subió pasando San Fernando pegado a la costa para tratar de no ser visto muy de cerca por ningún barco que bajase el río. Luego se introdujo entre canales estrechos aunque se fácil navegación, favorecida por lo alto del río, debido a una sudestada días atrás. Fondearon en un claro desolado de un codo y contra codo en medio de la selva espesa, y frente a un angosto arroyo. Echaron una barca a la que subieron 2 marinos cargando el cofre, seguidos por el propio Rojas quién permaneció de pie en popa mientras los hombres se acomodaban para remar. Se perdieron de la vista del barco por el arroyuelo y por allí siguieron un rato, hasta detenerse por indicaciones de Rojas, frente a la copa de un árbol muy alto. Los hombres descargaron el cofre y cavaron un hoyo no demasiado profundo, donde luego colocaron el cofre. Ambos marineros estaban de espaldas a Rojas terminando de tapar el agujero con la tierra extraída y aplastándola con las palas, cuando se oyeron dos fuertes descargas y enseguida pudieron ver como de entre sus costillas surgían sus tripas y se esparcían por la tierra removida. Enseguida se desplomaron sin vida. A sus espaldas, dos metros tras ellos, Rojas bajaba los trabucos, aun humeantes, que sostenía en ambas manos. Sin perder tiempo, arrojó los cuerpos al arroyo, después, de sus cinto sacó su facón y marco con una cruz el árbol. Se detuvo solo al oír otras detonaciones, deduciendo que se trataría del capitán Ramón Farías Castro junto al timonel, hombre de su confianza, eliminando al resto de los marineros. Al llegar a puerto dirían que habían sido atacados por una tribu indígena de las islas al atravesar el Paraná.
Antes de partir Rojas anotó algunas descripciones detalladas del lugar en su diario, luego subió al bote, tomo un par de remos y se prestaba a emprender la vuelta cuando, entre los árboles, noto que un par de indios pequeños lo miraban, eran un niño y una niña, quizás hermanos por el parecido. Rojas dejo los remos y fue hacia ellos quitando nuevamente de su funda el facón.

5

Se llamaba Huscar Pache y era un joven que se había unido a los guerreros incas hacía menos de un año. Provenía de la tribu de los Chachapoyas, que vivían bajo el imperio inca y se habían integrado a ellos, adoptando muchas de sus costumbres y aprendiendo sus técnicas de irrigación y cultivos.
Huscar era alto y de piel morena arrugada por el intenso sol y se escondía con un grupo de incas que habían sobrevivido a la devastación del hombre blanco, que ya había aplastado el imperio original que llegaba de Ecuador al norte de Argentina. Ya hacía mucho que Cuzco había caído, pero los indios aún eran masacrados en las pocas ciudades que aún quedaban, sobretodo si ocultaban metales preciosos. Pizarro había devastado, aprovechando un período de guerra civil ya que Huayna Capac, el gobernante de aquellos tiempos, se había muerto y había dejado su reino a uno de sus hijos, Huascar. Enfurecido, el otro hijo de Capac, Atahualpa, derrotó y asesinó a su hermano. Luego Pizarro había asesinado a Atahualpa, dejando sin líder a los incas que, desorganizados y, frente a un enemigo superior en armamento y disciplina, no pudieron ofrecer resistencia. Los mensajeros que comunicaban al imperio ya no estaban y los caminos habían sido conquistados. Ahora su grupo estaba aislado y se escondían en la impenetrable selva para subsistir con los sobrevivientes.
El grupo del ejército en el que militaba Huscar, había logrado rescatar, casi por milagro, muchos de los tesoros y sentían que Tici Viracocha les había entregado el poder divino para protegerlo. Ahora vivían escondidos entre la selva y la altura, refugiándose en templos abandonados y olvidados o desconocidos por el conquistador.
Esa noche era el centinela que vigilaba en soledad la torre de Huaman, una construcción de piedra perfecta, escondida entre las montañas en la que se ocultaba gran parte del tesoro de la cueva de Pacarictamba. La torre media casi siete metros y estaba construida de piedra tallada lisa de granito y sin ángulos rectos, lo que le daba cierta sensación de vida. La piedra era el material principal de toda construcción incaica ya que tenía un significado especial en la historia de la creación inca. El Dios Viracocha, al surgir del río Titicaca, había convertido en piedra a los hombres que lo ofendieron, incluso antes de crear el sol y la luna. Dentro de la piedra vivía el espíritu o poder que tenía capacidad de convertirse en hombre o viceversa. Los incas adoraban la piedra como tal y poseían piedras sagradas que se consideraban con la fuerza para convertirse en hombres, como Pachacutec, un poderoso gobernador que luego de rezarle a los dioses, logro convertir un ejercito de las piedras.
Por causas de altura y localización, el conquistador nunca había llegado a esa torre. Nunca hasta aquella noche.
La expedición la había organizado el mismo Sobremonte, convencido de que en las montañas y selvas del norte aún quedaban tesoros. La expedición estaba compuesta de unos treinta hombres bien armados y era dirigida por el teniente Rojas. Habían partido de la costa, mucho mas al sur, por el camino del inca, pero al quinto día decidieron separarse del camino, probando suerte mas al este, donde los valles eran mas espesos, lo cuál resultaba un mejor escondite para posibles incas exiliados.
El tesoro de Pacarictamba constaba de piedras preciosas, oro y plata, extraídas de las minas cercanas a Cuzco en el mil quinientos veinte. Todo estaba almacenado en unas alforjas de granito puestas en una cueva subterránea a la que se accedía por la torre dentro de la torre.
La noche estaba nublada y brumosa. Uno de los hombre de la columna de Rojas había avistado la torre desde muy lejos en el valle por pura casualidad, esta misma tarde, durante un descanso. De inmediato se ocultaron a los ojos del vigía, que se encontraba demasiado lejos para avistarlos aún. Ocultos esperaron hasta el anochecer para acercarse cómplices de la oscuridad.
Para cuando Huscar los pudo ver ya era muy tarde, no tuvo tiempo de pedir ayuda a los otros, mas abajo, ocultos en la selva. Lo tomaron por sorpresa, hiriéndolo de muerte y saqueando las alforzas con el tesoro.
Dos días mas tarde, llegaban a la costa donde los esperaba en la costa la embarcación del capitán Farías Castro para llevarlos de vuelta al Río de la Plata.
A la mañana siguiente Huscar fue hallado, aún con vida, aunque muy débil y desangrándose por una herida penetrante de lanza que lo atravesaba del estomago a la espalda. Sus compañeros no lograban comprender como aún seguía con vida, resistiendo a su inevitable final. Inclusive pudo pronunciar unas palabras para disculparse por su fracaso como protector del tesoro y para pedir al brujo que le diera el poder de la naturaleza para volver a la muerte y recuperar el tesoro. Luego dejo de respirar. Huscar por fin había muerto.
El brujo preparo un ritual fúnebre especial, diferente a los ritos incas, buscando obtener el permiso divino de Viracocha para concederle el deseo a su guerrero.

6

Luego de ayudarla a levantarse, el hombre que estaba a cargo de la expedición se presento como Manuel, y se hizo cargo también de las demás presentaciones.
- El es Francisco – dijo indicando con un leve meneo de su cabeza hacia la izquierda a un hombre alto y corpulento, con cara de no ser muy inteligente.
- Hola – se limito a decir el hombre al ser presentado, con una voz profunda y grave. Coqui apostaba internamente que ese hombre apenas habría terminado la primaria, y al verlo cargando esa pesada mochila sobre su espalda pensó que su función en el grupo era prácticamente la de una mula.
- Y él es Roque – dijo Manuel echándole una breve mirada al otro portador. Este era mas pequeño, con un rostro moreno chupado hacia adentro y ojos negros saltones. Parecía pesarle mucho la bolsa arpillera que cargaba a su espalda, reacomodándola una y otra vez buscando una posición mas cómoda.
Manuel era calvo y medio gordo, llevaba una camisa leñadora a cuadros. Su aspecto era, si se le agregaba una cámara automática al cuello, de un turista extranjero. Llevaba un bolso de mano a su lado y unos pantalones de pesca gris, con muchos bolsillos, cada uno llevando algo en su interior.
La pregunta siguiente obligada de Manuel fue que hacía una chica sola en el medio de aquellos pantanos. Coqui se sintió un poco tonta al responder que se había perdido, sobretodo por la expresión en el rostro de los tres hombres al oír su respuesta. Hasta el tal Francisco la miro sorprendido. Se esmeró en justificar que había sido algo muy desafortunado y que a cualquiera en su lugar le hubiese ocurrido. El hecho es que allí estaba y esos hombres eran su único contacto con la civilización.
Aceptaron a que los acompañase, aunque ellos no volverían por un par de días al menos a la civilización. Ya la poca luz que quedaba se había ido, sola no pensaba quedarse a pasar la noche, así que, al no tener mejores opciones, decidió aceptar y seguirlos. Incluso luego de saber que la expedición se dirigía a la cabaña donde había estado y visto a aquel horrible ser. Cuando Coqui les contó de la especie de indio que había visto mas atrás, hacia donde ellos se dirigían, cerca de una cabaña, los tres hombres, casi sin prestarle mayor atención al detalle del indio, se interesaron en saber que ella había encontrado la cabaña. Resultaba ser que la habían buscado durante toda esa tarde, y ahora, cayendo la noche, ya buscaban un lugar donde acampar a la intemperie decepcionados.
Coqui no supo entonces si alegrarse o preocuparse al indicarles que unos cuatrocientos o quinientos metros, de acuerdo a lo que había corrido que nunca sabría medir con precisión, en dirección contraria por el sendero que venía, encontrarían la cabaña. Pero volvió a advertirles de aquel indio, sin éxito. Hasta le agradecieron por la información, y, por primera vez desde que la habían visto, los portadores parecieron alegres de haberla encontrado.
Caminaron en la oscuridad esos casi quinientos metros, con ella siguiéndolos de cerca detrás y mirando cada tanto a su espalda, con cierto temor de volver a ver esa tenebrosa imagen en la oscuridad del camino que dejaba atrás. Al final, en un lugar abierto que se abrió paso, apareció la silueta de la cabaña que tanto habían estado buscando aquella tarde. Se pusieron contentos, menos Coqui que recordaba la tenebrosa experiencia de tan solo unas horas atrás, y pensaron, indirectamente, que haber encontrado a la chica había resultado, hasta el momento, una ventaja.
Descargaron las mochilas en la puerta de la cabaña y se quedaron mirándola por un rato, como si no estuviesen seguros de que fuese una buena idea quedarse allí a pasar la noche, pero era lo que harían de todas maneras. Manuel fue el primero que avanzó, abrió la puerta, y paso dentro con su linterna encendida en la mano derecha y apuntándola en todas direcciones del interior. El lugar estaba vació y húmedo.
Encendieron un farol de gas, muy potente, que ilumino por completo la pequeña casa. Luego abrieron algunas mochilas y sacaron un calentador, una olla y algunas latas de conserva. En media hora estaba listo una mezcla que parecía guiso de lentejas y arroz, ella fue invitada a comer pero no tenia hambre, aunque, por cortesía, se trago algunas cucharadas. Luego extendieron bolsas de dormir y se echaron dos a descansar de espaldas a la luz que quedo encendida, mientras el tercero quedo haciendo la primer guardia. Coqui se recostó sobre una bolsa de dormir que le habían ofrecido, pero no podía pegar el ojo, por lo que se quedo apoyada de costado sobre una mochila, observando la luz del farol. El que se quedo despierto, sentado junto al farol fue Manuel. Se puso a leer atentamente hojas salteadas de un pequeño cuadernillo cuyas hojas amarillas, estaban plastificadas. Por su expresión al hojearlo, Coqui dedujo que lo había leído y estudiado muchas veces, y que lo que estaba haciendo era solo repasarlo una vez mas, buscando algo nuevo, algo que no haya visto las otras tantas veces.
- ¿No vas a dormir, no? – le dijo corriendo la vista de las páginas amarillas hacia ella, al ver que lo observaba atentamente.
- No se que tan acostumbrados a dormir en estos lugares y condiciones están, pero acá yo no duermo – se quejo.
- Te preguntaras que hacemos acá nosotros -. Ella asintió con la cabeza, aunque en realidad no se le había ocurrido hasta entonces hacerse esa pregunta, era como que se había conformado con encontrarlos y, de aquella manera, no haber tenido que pasar la noche a solas en aquel horrible lugar y con un indio suelto por el parque.
- Como veras, no somos un grupo de mochileros, ya estoy algo viejo para eso – dijo riendo un poco, - esto es una pequeña expedición – comenzó a explicar algo orgulloso de su profesión. – Soy mexicano y trabajo para una pequeña empresa que investiga a encargo. Tenemos importantes clientes, en genera entidades o gobiernos latinos o centroamericanos, pero en este caso nos contrató la misma National Geographic. Quieren un informe sobre los indígenas que habitaban estos pantanos, así que fui asignado para cubrir esto – dijo haciendo un pequeño giro con la cabeza hacia el lugar. Ella lo miraba con algo de desconcierto y desinterés, pero Manuel ni se fijo, y siguió contando – se sabe que por acá, en alguna parte de esta zona, hubo una precaria aldea de indígenas muy primitivos. Tuvieron muy poco contacto con la civilización, aunque si con otras tribus de las zonas de tierra firme. Poco se sabe de ellos, ya que casi no hay nada escrito, solo algunas notas de capitanes de goletas que subieron el Paraná y vieron seres vivos en algunos islotes -. Coqui entonces interrumpió su relato para comentarle que ella, ese día, había visto los restos de una aldea, aunque no sabía bien donde había sido. El hombre se sorprendió y se apuro a preguntar si al menos podría calcular alguna dirección definida. Ella negó con la cabeza pero, ante la expresión de decepción de Manuel, dijo que lo intentaría.
Continuó hablando un rato mas de los indios y como se supone que vivían, o sobrevivían, en aquel horrible lugar, lleno de mosquitos y bichos en verano y que se inundaba cada vez que había crecidas en el Paraná. Mientras tanto, los dos portadores dormían de espaldas, uno de ellos roncando con energía. A Coqui, entonces, se le ocurrió acotar que todavía quedaban indios en aquella zona. Manuel se sorprendió, entonces ella le dijo, como un vago comentario que apenas había recordado ahora, lo del encuentro con los dos niños indios. Manuel abrió los ojos desconcertado, como si supiese algo de aquel encuentro, pero lo creyera imposible.
Tardo en decir algo, como si no supiera de verdad que decir, luego fue como si hubiese tomado una decisión y hablo – Se dice que una vez un teniente de apellido Rojas, en la época del virreinato, estuvo en estas islas, aunque no se sabe porque, el hecho es que se encontró con dos indios pequeños. No se sabe porque, pero los degolló – declaró, haciendo el horrible gesto de pasar su mano por su cuello de lado a lado.
- Quizás eran otros – respondió Coqui negándose a creer que había visto a dos muertos.
- Quizás – repitió con aire de duda.
- ¿Y sobre ese indio raro que vi hoy? – se refirió Coqui, como si el hombre tuviese que saber algo.
- Se dice que hay un tesoro escondido por estas tierras, aunque es dudoso, y también que era un tesoro de los incas, traído quien sabe por que, a este lugar. Cuentan que el espíritu de un inca recorre estos pantanos buscando ese tesoro robado en sus tierras, incluso que puede aparecerse como un ave – confeso como si fuese algo corriente, - ¿pero, no vas a creer en esos cuentos? – se apresuró a auto convencerse, - estas tierras están repletos de mitos y leyendas de ese estilo, podría pasarme toda la noche contándolas, algunas mas tenebrosas y fantásticas de lo que se pueda uno imaginar.
- No es que quiera preocuparme, peor es que yo vi a ese hombre, hoy se los conté – se preocupo en recordar.
- Ellos – refiriéndose a los portadores que seguían profundamente dormidos, - no saben ni les interesa. Por lo que a mi respecta, ya no se que creer, pero espero que, si existe tal ser, podamos hacerle una entrevista – concluyó riéndose de su propio comentario.
Luego Manuel se puso a leer nuevamente y Coqui permaneció callada, escuchando el inmenso silencio y tratando de dormir un poco. Lo logró muy tarde y porque de verdad su cuerpo estaba agotado.

7

Allá por mediados del mes de Agosto, el Virrey se enteraba, mediante noticias de mensajeros y enviados, de cómo el pueblo estaba combatiendo al ejercito Inglés y reconquistando la ciudad sin ayuda.
Los ingleses, al enterarse de las conspiraciones del pueblo, disciplinados y entrenados como siempre, habían preparado una prolija defensa, cavando zanjas por la ciudad, colocando cañones en la recova y en las plazas.
Liniers fue quien comando la recuperación de la ciudad. Aunque era de origen Francés, por sus años viviendo en el virreinato, conocía muy bien los pasajes del Delta del Plata, por lo que cuando se enteró que desde Montevideo se tramaba la reconquista, embarcó hacia allí, arriesgándose entre los pasajes del Delta para evitar el bloqueo ingles. El mismo gobernador Huidobro y otros hombres de allí lo recibieron y le proporcionaron, armamentos y hombres.
Al regreso ya lo esperaba Pueyrredon en Pedriel, lugar desde el cuál se agrupo lo que sería el ejercito de la reconquista, donde se sumaron guerrillas de Córdoba, siete compañías de voluntarios de Paraguay al mando del Comandante Espíndola, trescientos soldados de Mendoza y San Luis, algunos pobladores de la zona y hasta varios párrocos y frailes inexpertos pero que preferían luchar antes que dejar al pueblo en manos de un futuro anglicano.
Fue el día doce que comenzó el avance, primero sin resistencia, hasta arribar a La Merced, donde fueron cargados por una columna inglesa que los aguardaba bien plantados en el camino. El ejército criollo se abrió por la calle de San Pedro para actuar como tenazas, la que luego sería estrategia principal de San Martín, y de esta manera logran llegar hasta Santa Lucía, donde los británicos, atrincherados en la iglesia de la plaza, les cortan el paso.
Se peleaba con valentía de ambos bandos, la organización enemiga solo comenzaba a ser replegada por voluntarios francotiradores que habían encontrado lugares en las azoteas vecinas, para cubrir el difícil avance. Llegaron a la plaza principal combatiendo con furia por las cuatro calles que desembocaban allí. En las cercanías de la Catedral el reagrupamiento ingles los hizo sólidos y solo con un par de indicaciones de experiencia se separaron, sabiendo que hacer cada columna. Uno de los grupos buscó infiltrarse entre pasajes y atacar la retaguardia de la columna principal de Liniers, pero salieron a cortarles el paso por los laterales, logrando repelerlos. El avance se había trabado sobre la calle principal ya que, sobre azotea de la residencia de Gerónimo Marino se había colocado un puesto ingles. De las terrazas contiguas se callaron las bocas de fuego y, finalmente, lograron abordar la azotea.
Se peleó en lucha cuerpo a cuerpo por tomar la recova. Desde la esquina del piquete los atacantes encontraron un obús ingles y lo utilizaron para bombardear la fortaleza real. En la vieja recova el ejercito ingles se defendía, al mando del mismo Beresford que cabalga al frente, de un lado al otro, dando ordenes e indicaciones como si fuese una práctica rutinaria. El británico demuestra ser muy valiente, le tiraban a matar de los cuatro flancos pero el hombre se mantenía firme, sin vacilar ni mostrar temor, hasta que reconoció que la defensa ya era insostenible y cruzó la espada sobre su hombro, ordenando retirada al fuerte. Los ingleses atravesaron entonces la plaza a la carrera bajo el fuego de fusilería y del obús. El ultimo en entrar fue el General ingles, que giró su caballo y dio una vuelta, admirada hasta por los mimos criollos que le disparaban.
La muchedumbre local ya había comenzado a dar gritos, mientras se enarbola sobre el asta de la fortaleza la bandera de Parlamento. Liniers, en formación alineada con sus generales, es informado de la bandera, tenía tres balas en su uniforme de combate. A su lado Gutiérrez se cubría con una mano una herida sangrante de su brazo.
Designan a Hilaron de la Quintana para oír la propuesta de Beresford mientras, a punta de pistola, se intentaba detener al pueblo, que quería entrar en la fortaleza sin mas.
El comandante ingles quería negociar, y propone embarcarse e irse como vino. Hilaron de la Quintana sabe que responder, le dice que no hay condiciones, desde afuera se oyen los gritos y se lo recuerda. Es rendición incondicional o el fuerte sería atacado sin piedad hasta derrotarlos por completo.
En la plaza estaba mas o menos formada la milicia, había también mucha gente del pueblo. La caballería chapoteaba bajo el barro, y entre las piezas de artillería. Aún lloviznaba, el cielo estaba cubierto por el humo y el aire olía a pólvora. El General enemigo supo entonces que no tiene opción por lo que no tardó en tomar la decisión. Junto a la bandera de parlamento, mando a izar la bandera española. La plaza se convirtió en festejos desde ese momento.
Hilaron y el General vencido salieron juntos de la fortaleza entre los gritos de euforia de los combatientes. Liniers le habló en francés al líder ingles, alabando su valor y concediendo los honores de la guerra.
Sobre la plaza mayor se forma la tropa vencedora mientras los soldados vencidos salen del fuerte en alineación y tocando banda, para deponer las armas a los pies los vencedores.
Había pasado una semana de la victoria y los ingleses, que hasta entonces aún permanecían en la ciudad, habiendo dado palabra de respetar a las autoridades, ahora embarcaban, dejando atrás quinientas bajas entre muertos y heridos, mil seiscientos fusiles y mas de sesenta piezas de artillería. Aunque lo único que les batió el orgullo fue perder la bandera del regimiento número setenta y uno de caballería, la cuál había ondeado los sesenta y cinco días en el fuerte y ahora era ofrecida a la virgen del rosario en la capilla de Santo Domingo, en Córdoba.
El Virrey volvió a la capital pero no fue bien recibido. No fue acusado de cobardía, pero si de ineficiencia en la defensa y falta de sentido común. Sus indecisiones al saber del desembarco en Quilmes, tras la decisión de enviar las mejores tropas a Montevideo, dejando desprotegida la ciudad, pensando que, por el calado, la flota inglesa atacaría primero esa ciudad, llevaron al pueblo a darse cuenta que carecían de un liderazgo sólido. Su figura genero comenzaba a ser impopular, la idea de no haber repartido armas desde el principio a la población dispuesta a defender la ciudad, perdiéndolas de esta manera en manos de los ingleses al entrar al fuerte, o la de abandonar la capital, dejando a sus habitantes en incertidumbre, sin siquiera presentar resistencia, fueron detonantes que motivaron una reconquista sin ayuda ni permiso del virrey, incluso apurando la acción para anticiparse a los planes de Sobremonte.
Aunque el nombre fue Liniers, la reconquista había sido ideada por el cabildo, con ayuda civil y eclesiástica, es decir, por el mismo pueblo, demostrando su capacidad de independencia. Eso era lo que le preocupaba al virrey, aunque nada podía hacer al respecto, en cambio, esa misma mañana que volvió a su oficina, mando a llamar a uno de sus hombres. Martín Rojas tardo unos diez minutos en llegar. Hablaron un rato, no demasiado. Luego Rojas mando a ensillar su caballo y partió sin escolta en dirección hacia el puerto.

8

El movimiento del puerto era mucho mas de lo había sido los últimos meses. Desde la caída de los ingleses comenzaron a arribar barcos que se habían detenido en las costas uruguayas, ya que el bloqueo británico no les permitía el paso a naves con bandera española. La ciudad había quedado, durante el tiempo de ocupación, desabastecida de los productos europeos y ahora volvía a recibirlos. Por otro lado muchas naves estaban siendo cargadas ya que también el comercio de productos locales con España se había restablecido.
Los muelles y los depósitos estaban completos, incluso algunas naves fondeaban en las cercanías aguardando su turno para descargar y otras lo hacían en muelles transitorios. La aduana se había reestablecido pero no podía con tanto por lo que algunos mercaderes lograban pasar sin pagar los impuestos.
Rojas debió buscar un rato largo hasta visualizar el barco del capitán Ramón Farías Castro. Había fondeado entre los barcos pequeños que esperaban un lugar para entrar al puerto. A su lado había un buque de bandera británica, el barco sería registrado para que, antes de partir hacia su patria, dejase todo lo que tuviese de valor en manos de los vencedores.
Por algunas monedas, un niño de unos quince años, sentado descansando en una pequeña barca de remos estacionada al pie de una escalera que terminaba en el agua, acepto llevarlo hasta la nave indicada. Remando con pocas ganas y esquivando todo tipo de embarcación, llego hasta la nave, donde al abordar le presto ayuda el piloto, único en cubierta.
Apenas pasado el mediodía, bajo un cielo de nubes grises y algo de sudestada leve, la nave, con tres marineros contratados por jornal, partieron hacia el delta. Subieron difícilmente el Paraná, el cuál debido a las lluvias de los días anteriores, traída un gran caudal de agua, lo cuál generaba una fuerte correntada. Había muchos sedimentos, ramas, juncos y algunos troncos sueltos, bajando con la corriente y que debían ir vigilando para no golpear.
Llegaron a la desembocadura del canal donde habían entrado a esconder el tesoro y debieron amarrar sobre la costa, tirando cabos entre dos árboles y fondeando para que, desde los tres puntos, el barco no se moviera con los remolinos que se generan entre la gran masa de agua que circulaba velozmente a mitad de río y las orillas. Bajaron a una pesada canoa de señales que arrastraban, con dos remos y un pequeño cañón, que siempre apuntaba al cielo, instalado en popa. Farías comento que era la que originalmente tenía aquel barco, pero que a veces la dejaba en puerto por ser demasiado pesada, pero que cuando había crecidas era mas fácil de llevar en el agua.
El bosque estaba en silencio como una tumba, solo se oía el ruido de los remos, hundiéndose en el agua y moviéndola hacia atrás. Pero había algo raro, algo extraño en aquel lugar. A los dos marineros que remaban no les importo percibirlo, pero Rojas, de pie sobre la popa, y mirando fijo la vegetación, comenzó a sentirse incómodo, como si estuviese siendo siempre observado. Sin embargo, trataba de concentrar su mente en fijar el punto donde había enterrado el cofre. La marea estaba alta y las costas que él había memorizado, solo un par de meses atrás, ahora habían cambiado, por eso se fijaba en los árboles, los cuáles seguían siendo una buena guía. Se pregunto si el lugar que había elegido no estaría bajo el agua, el se había preocupado de que fuese un lugar alto, y el árbol donde había hecho la cruz no tenía ninguna marca de crecidas, pero nunca se podía estar seguro con los caprichos del Paraná.
Había dejado el diario con las indicaciones de cómo llegar al lugar, en la mesita de luz, al lado de su cama, pero no le era necesario, las había estudiado muchas veces, para estar completamente seguro de saber como encontrar el lugar, en caso de perder o que le robasen su diario. Rojas tenía mala reputación y se había hecho de muchos enemigos que quisieran hacerle la vida imposible, sobretodo por algunos golpes bajos que había jugado entre los estancieros de las provincias del norte. Algunos caudillos se la habían jurado pero el siempre salía bien parado.
Se oyó apenas el canto lejano de un ave, pero un rato mas tarde el ave apareció volando sobre el cauce y siguió, pasando por encima de ellos. Era una especie de garza, que movía sus alas con mucha lentitud y planeando. Sin prestarle atención, continuaron remando hacia arriba, hasta que Rojas ordeno a los hombres detenerse. Allí estaba el árbol, sobresaliendo entre sus colegas, la mayoría del lado opuesto del canal, e inconfundible para sus finos recuerdos.
Acercaron la barca a la orilla y la mantuvieron estable clavando los remos en el fondo para poder pasar a tierra sin que se moviese. Bajaron un par de palas y un pico también. Luego Rojas los guió hasta el lugar indicado, pero cuando se aproximaban al árbol, detrás de ellos surgió una figura. Era como una sombra que se había materializado, llenando de espanto los ojos del primero de los marineros que la vio. Era un indio, aunque sus vestimentas eran muy extraño para ser un nativo de la zona. Extendía su arco apuntando hacia ellos. Aquel marinero no tuvo tiempo de reaccionar, apenas llego a ver entre los ojos de un rostro pintado con símbolos rojos y negros, como la flecha envenenada volaba cortando el espacio recto, abriendo el aire a su paso y lo atravesaba limpiamente. La segunda flecha, ya colocada, fue al otro marinero, el cuál si tuvo tiempo de, al menos, darse cuenta que era su fin, he incluso llego a girar, en un pobre intento de huir. La flecha se calvo en su espalda y salió por entre sus costillas, viendo brotar sangre antes de caer de frente y quedar sin vida, recostado sobre la hierba húmeda, solo a unos pasos de su compañero.
El indio, se tomo mas tiempo para Rojas que, agitado al ver a alguien que el mismo recordaba haber matado, muchos años atrás, intentaba volver a la canoa y huir. Sabia quien era y que había sido el responsable de todas sus desgracias, por lo que merecería algo peor. Rojas, desde la canoa, pudo ver como el ser, vestido de amarillo, se acercaba. Buscó un trabuco que guardaba en una caja de madera, al encontrarlo dio media vuelta apuntando al blanco, pero no había nadie, solo el espacio vació y la vegetación. Miró hacia todos lados, temeroso, buscando aquella especie de indio, idéntico a aquel que el mismo había matado, aunque no se atrevía a considerar que era el mismo. En tal caso sería un demonio, pero nada de eso podía existir para una mente racional. Sin embargo no había nadie, lo que fuese que había matado a los dos marineros, cuyos cuerpos reposaban en sobre la hierba, solo unos metros delante de él, lo acechaba, y sabía que le resultaría muy difícil salir con vida de allí.
Sin soltar el arma y, sin sentarse y mirando siempre a su alrededor, tomó uno de los remos y comenzó a remar. La canoa se movía con lentitud pero se alejaba de la orilla, con el pesado cañón de señales y un remo no moverse demasiado deprisa. Avanzaba por el centro del arroyo, sin dejar de concentrarse en el silencio de la inmóvil vegetación, buscando algo amarillo para dispararle sin vacilar.
Sobre el canal principal, la nave esperaba anclada y el capitán Farías se impacientaba, no porque temiera por la suerte de su compañero, sino porque quería ver lo antes posible el tesoro. Desde el principio no le había parecido una buena idea enterrar el cofre en un lugar inhóspito y sin nadie que lo cuidase, creía que había sido una tonta idea de Sobremonte, extraída de un libro de piratas que habría leído por ahí, peor la vida real era diferente, debía serlo. Un tesoro se encontraría mucho mas seguro escondida en alguna de las propiedades de alguno de ellos, a nadie cuerdo podía ocurrírsele enterrarlo en un pantano. Aunque en realidad la razón del Virrey no había sido una novela de piratas, no era una persona sentimental, y mucho menos con sus pertenecías sino una cuestión de desconfianza. Sabía que un lugar tan remoto solo era inaccesible vía fluvial, por lo que Rojas debía contar con la ayuda de Farías, ya que no sabía de navegación y no conocía otra embarcación con la que pudiera llegar hasta allí. A su vez sabia que solo Rojas conocería el lugar exacto donde se encontraba el tesoro, ya que no confiaba en el capitán por lo que no se lo diría. Conocía a ambos y sabía que no les importaría en absoluto traicionarlo por ambición, pero también que nunca lograrían ponerse de acuerdo para hacerlo.
La marea estaba bajando, por lo que Farías había ordenado a su piloto dar un par mas de brazos a los cabos que amarraban la nave a la costa. El piloto debió colgarse del cabo para llegar a tierra y fijar la orden desde los troncos a los que había amarrado.
Ya había desatado y vuelto a atar el segundo de los cabos, cuando sintió, a sus espaldas, unos pasos sobre las hojas húmedas. No pensó que podía ser una persona, en el medio aquel lugar tan inhóspito. Pero volvió a oír ruidos, y llegó a girar para ver como un indio se abalanzaba sobre él, clavando una lanza hecha de caña tallada, que atravesó su cuerpo. La lanza se clavo en el árbol, sosteniéndolo contra este. Era un grupo de indios, vestidos apenas con cuero de vaca curtido. Iban descalzos, pues así solían vivir los indígenas de la zona. Trepándose de las sogas, abordaron el navío, donde los esperaba el capitán y un marinero, que se esforzaron para repelerlos con revólveres, pero luego de derribar a dos indígenas, no tuvieron mas tiempo de cargar las armas, y no pudieron evitar el abordaje. Los dos hombres fueron degollados y arrojados a las aguas. Luego la sogas fueron cortadas y los indios huyeron dejando la embarcación a la deriva, sin tomar nada, salvo la venganza. La nave giro con la corriente hasta golpear la costa, donde se ladeo hasta que el agua entró a la bañera central. Así quedo, encallado de costado, para que el tiempo y los caprichos del Paraná se ocupase de desmenuzarlo hasta no dejar nada.
Rojas remaba sin dejar de sostener el arma y mirando siempre hacia atrás. No había nadie, solo el silencio y el eterno verde vegetal. Pero entonces algo se movió, Rojas apuntó aunque esperó antes de disparar, tenía una sola oportunidad con su revolver y ni quería desperdiciarla. Esperaría hasta estar seguro de no fallar el tiro. Apuntó firme hacia los arbustos que se movían, pero levantó el arma, al ver que solo era un ave blanca de pico negro. Volaba inofensivamente por el lecho del río. Sin prestarle atención, siguió mirando fijo hacia los matorrales. Sabía que el indio se estaba escondiendo por donde miraba, y que aparecería en algún momento, por lo que no quitaba el ojo de allí, hasta que giró intuitivamente hacia delante y lo vio de pie sobre la banca de proa de la canoa. No intento siquiera pensar como había llegado hasta allí, solo levanto firme el revolver de mango de madera y caño ancho, apunto y disparó. La descarga fue hacia el indio, pero ni siquiera lo movió. Su vestiduras amarillas no mostraban ningún agujero, no había sangre, los perdigones habían pasado a través de él sin tocarlo.
- no es posible matar dos veces a un hombre – dijo el indio mientras apuntaba su arco hacia Rojas. La flecha se clavo en su frente, atravesando su cráneo. Su cuerpo sin vida cayó hacia atrás, quedando recostado sobre la barca. El indio piso fuerte, rompiendo el casco de la canoa, luego un ave se fue volando de allí, mientras la pequeña embarcación se hundía.

9

La luz del amanecer entrando por las ventanas fue la causa de que abriera los ojos, para recordar, con mucho pesar, donde se encontraba. A su alrededor estaban los tres hombres. Manuel y Francisco dormían sobre las bolsas, mientras Roque, que se suponía hacia guardia, también dormía, pero sentado, con la cabeza apoyada sobre la pared de madera y los pies estirados hacia delante.
Quedó tan solo un rato mirando las manchas de humedad en la madera del techo, hasta que Manuel se despertó y enseguida se puso de pie. Encendió una pequeña hornalla de gas y colocó encima agua que había puesto de un bidón. Mientras Preparaba el mate Coqui se levantó. Al verla, Manuel le pregunto si lo prefería dulce o amargo. Salieron y se sentaron en los tablones de madera que formaban la escalera que bajaba de la galería a tomarlo. Fue difícil romper el hielo ya que Manuel aún se preguntaba que hacía esa chica sola en aquel lugar, pero no quería preguntar, mientras que ella no tenía demasiadas ganas de explicar ni de enterarse de nada.
- ¿Y en cuanto tiempo vamos a volver? – arrancó preguntando ella, demostrando el poco interés que tenía en la expedición.
- Eso depende de cuanto tardemos en encontrar el pueblo – respondió echando una mirada al verde infinito a su alrededor.
- Creo que podría recordar donde fue que lo vi – respondió alentando las esperanzas de Manuel.
- Cuento con tu ayuda – respondió.
- ¿Quién vivía aquí? – quiso saber solo por curiosidad.
- El dueño de todas estas tierras. Era un hombre como yo – agregó mirándose a sí mismo, - había obtenido los papeles de estas tierras simplemente marcando un sector en el mapa y dirigiéndose a un diputado amigo para que realizara los trámites. Firmó aquí y allí, y las tierras fueron suyas. Luego vino a ver que podía hacer con ellas. Construyó esta cabaña y se quedo un tiempo estudiando que tal era el suelo para forestación. Había buenos troncos y con los arroyos era fácil el transporte. En este lugar pensaba poner el aserradero. Era una buena idea, ¿no? – dijo levantando levemente las cejas al mirar a Coqui, la cuál respondió solo encogiéndose de hombros, demostrando su poco interés.
- ¿Y que pasó? – dijo solo para darle pie a que pudiese seguir su relato.
- Esta todo escrito en esta pequeña libreta – comentó extrayendo un cuadernillo del bolsillo interior de la cazadora y agitándolo orgulloso de poseerlo. Lo encontré aquí mismo, ayer cuando llegamos -. Coqui ni lo había visto cuando estuvo allí, aunque tampoco se había puesto a buscar libretas.
- El hombre desapareció – dijo de forma seca, arrimándose un poco, como confesándole un secreto.
Prosiguió con el mismo entusiasmo, a pesar de no recibir ninguna respuesta frente a lo que le había dicho. Comenzaba a conocer la personalidad de la chica que estaba sentada a su lado, tomando el segundo mate.
- Estuve leyéndola mientras hacía mi guardia – le contó, aunque ella recordaba, al menos hasta que se durmió, haberlo visto leyendo otra cosa. – los apuntes comienzan describiendo las tierras, dando indicaciones de donde se construiría el aserradero, como se transportaría la madera, etc. También habla del suelo y de los resultados de muestras que había tomado. Según sus cálculos los árboles crecerían muy rápido del otro lado de aquel arroyuelo – relataba mientras señalaba el lugar indicado, - pero luego, de a poco, deja de hablar de su proyecto, y empieza a hablar de que oyó ruidos por las noches, que primero pensaba que era gente que podía pasar cerca, pero que no podía ser por la hora y los tipos de ruidos. Ya por ese entonces comienza a escribir que esta asustado y que no sabe lo que escucha, pero que parecen como ritos y cantos de indios. Cuenta que encontró un pueblo indígena pero que estaba abandonado, y que había muestras de que hacía tiempo nadie vivía allí. Entonces, en estas páginas, - abriendo el pequeño libro casi al final le mostró – dice que esa noche vio a un indio, que era muy extraño y que había corrido mucho pero que parecía que lo seguía pues volvió a verlo parado en el sendero por donde escapaba. Escribió incluso el miedo que sentía y que pensaba irse a la mañana siguiente, ya sin importarle el proyecto que lo había llevado allí. Pero luego la libreta termina con una oración cortada, mientras describía ruidos que oía muy cerca, como un tambor sonando. Dice que cree que hay alguien cerca. Y ahí termina – le mostró señalando la frase inconclusa: “hay alguien cerca, creo q...”.
- ¿Y de quien es ahora esta tierra? –.
- De nadie. Como nunca se supo si el hombre estaba vivo, muerto o que, y con toda la burocracia que hay para que pase algo, seguirán siendo de un hombre que nadie sabe que fue de él, es decir, quedaran así como ahora, abandonadas -.
Oyeron ruidos dentro de la cabaña y un rato mas tarde la puerta se abría, apareciendo la figura de Roque cubriéndose los ojos de la luz, demostrando que acababa de despertarse y que prefería volver a dormir. Manuel le ordenó que despierte a Francisco y preparasen las cosas para partir. Roque fue para adentro refunfuñando un sonido de confirmación.
Media hora mas tarde estaban saliendo hacia el norte, arroyo arriba. Solo llevaban lo esencial para pasar el día. Algo de comida en latas y pan, agua, y algo de abrigo para mas al atardecer.
Coqui era muy importante para los planes de Manuel, ya que ella había visto la aldea que buscaban, y aunque decía no recordar como llegar, quizás al andar por las cercanías la encontrase.
Caminaron casi sin parar hasta el mediodía. Se detuvieron un par de horas bajo la sombra de unos sauces para comer pan con paté y una manzana, luego descansaron un rato y volvieron a partir. Manuel llevaba consigo un mapa de la zona, aunque de poco le servía ya que no figuraba la aldea y tampoco figuraban muchos cauces incontinuos, que cambian su recorrido o desaparecen cada temporada.
Casi eran las cuatro de la tarde cuando la chica le comentó a Manuel que el claro donde se encontraban le resultaba algo familiar, aunque bien podría ser uno mas de los tantos que habían recorrido aquel día, solo le dijo el camino que ella elegiría, señalando un par de árboles casi paralelos, y como no había mejores planes, por allí siguieron. Un rato mas tarde se encontraban con la aldea. Los hombres festejaron y le reconocieron la vital ayuda a la chica, la cuál solo reconoció que ni ella creía que fuese el camino correcto hasta ver las chozas.
Sin embargo, no se quedaron mas de un par de horas en la aldea. Manuel buscaba un arroyo cercano, y no paro de recorrer las inmediaciones de la aldea hasta que lo encontró, después se quedó mirando los troncos de los árboles cercanos, como buscando algo. Tomó algunas muestras de trozos de vasijas, aunque casi por obligación, y recorrió un poco la zona explorando las chozas, tratando de deducir la forma de vida de aquella tribu. Evaluó la posición donde se encontraban en el mapa, y luego decidió que era tiempo de volver a la cabaña.
Lo hicieron siguiendo el cauce del río, bien por la orilla. Manuel se detenía para ir a ver cada árbol, miraba las cortezas todo alrededor de ellos, como buscando algo.
Llegaron casi con la caída del atardecer a la cabaña, prepararon algo rápido de comer, arroz con pollo y salsa de tomate. Luego Roque y Francisco fumaron un cigarro y se acostaron a dormir. Todos habían caminado mucho ese día, pero Coqui no estaba casada, mas bien deprimida por tener que pasar otra noche en ese horrible lugar, perdida lejos de la civilización y entre desconocidos. Se quedo un rato mas sentada cerca del farol. La luz amarillenta proyectaba de su figura una enorme sombra que bailaba sobre la pared. Manuel se sentó al otro extremo de la mesa y permaneció leyendo, a pesar de la poca luz, los apuntes de su librillo preciado, el que Coqui lo había visto leer la primera noche. Parecía molesto con lo que había. Notaba que lo conocía de memoria ya que iba echando páginas hacia delante y atrás, como buscando algo que sabía de antemano que no decía.
- ¿Que hay en ese libro? –.
La pregunta lo sorprendió de tal manera que se hecho la cabeza hacia arriba y, como por instinto, bajó el libro. No solo por la pregunta en si sino por lo inesperado de recibir una pregunta de alguien que había permanecido casi siempre en silencio, sin demostrar interés, ni ninguna otro sentimiento humano. Incluso se había mantenido impasible frente a los cuentos y bromas de los dos cargadores, que durante todo el día no habían parado de hablar.
- Es información que he logrado recopilar – respondió sin mucha convicción, - varias cosas mezcladas para la expedición, datos, lugares y demás – concluyó para cerrar una respuesta que demostraba no estar dispuesto a ofrecer.
La chica se encogió de hombros, demostrándole que la pregunta no había sido por interés profundo sino por decir algo.
- Hoy parecía buscar algo – comentó revelando algo que había resultado obvio durante toda la tarde.
Manuel bajo el libro definitivamente y se mostró algo tenso e incluso irritado por la deducción, aunque luego de meditarlo en silencio y haciendo una pequeña trompa y con la mirada puesta en la esquina superior, suspiro y bajo los hombros. Algo iría de confesar.
- Es cierto – comenzó, - no se exactamente donde, - pero se que en estas tierras, y muy cerca de esa aldea en la que hoy estuvimos, hay algunas cosas enterradas.
Dejó pasar un lapso específico de tiempo mientras se limpiaba la comisura de los labios, luego prosiguió, - al parecer los indios, al saber que serían atacados por los españoles que los habían descubierto, enterraron objetos de valor en algún lugar. Según lo que dicen, cerca de un árbol en cuyo tronco marcaron una cruz -.
Coqui de inmediato recordó lo que había visto. Se tentó de comentar algo como – ¡así que era eso! – como para demostrar su poder deductivo, pero prefirió no interferir con algo así, mejor solo decir lo que sabía e irse lo antes posible. Pero su expresión había sido demasiado impulsiva, y ya Manuel había percibido ese “yo se algo”, que le obligó a elevar sus cejas, abriendo grandes sus ojos y echando un poco hacia delante su cabeza.
- ¿Qué? – dijo Manuel, aunque no como pregunta sino mas bien como una orden.
- Vi la cruz -. El hombre estiró de inmediato su cuerpo hacia atrás y la interrumpió, - ¿dónde? -.
- Acá cerca, enfrente a la cabaña, de la otra margen del río – explicó alejando su brazo trazando un arco oblicuo, en gesto que simulaba un salto.
- ¿No? – dijo Manuel creyéndole pero emocionado, - ¿podrás recordar el sitio exacto? -.
- Por supuesto – aseguró.
La expresión del hombre mostraba a un ser dispuesto a partir en ese instante en busca del lugar, aunque sabía que no sería posible, ya estaba muy oscuro.
En ese momento oyeron un ruido, como un grito de un ave. Por la ventana pudieron apenas ver algo que la atravesaba volando, aunque solo fue un instante. Luego todo volvió a estar en silencio. Y así quedo el resto de la noche. Finalmente Coqui logró dormir algo, pero Manuel no, se quedó sentado mirando por la ventana, deseando que el sol se apurase en volver a aquella cara de la tierra para iluminarla pronto.

10

Poco a poco, la oscuridad fue cediendo frente a la claridad de un nuevo amanecer. El día estaba nublado aunque no lo suficiente como para amenazar con lluvias. La calma de la mañana solo era interrumpida por el concierto de cantos diversos de pájaros pequeños.
Cuando Coqui abrió los ojos, tuvo que confirmar que el tiempo había pasado por la luz del día, sobretodo al ver a Manuel petrificado, mirando por la ventana en la posición exacta con la que lo había visto al dormirse. Parecía impaciente y no tardó en demostrarlo al despertar a Roque y Francisco, los cuáles dormían roncando con fuerza.
- De pie – ordenó. Tuvo que repetirlo varias veces y en voz mas alta para que los hombres lo hicieran. Luego, aún medio dormidos, comenzaron a preparar las cosas para partir. Pero Manuel los interrumpió para decirles que no era necesario que hicieran eso, solo que tomaran las palas que habían dejado apoyadas en una esquina de la cabaña y que los siguieran. Los hombres no demostraron demasiada sorpresa, se encogieron de hombros y obedecieron. Tomaron las herramientas y salieron de la cabaña. Afuera Coqui y Manuel hablaban. La chica apuntaba hacia una dirección mientras el hombre parecía concentrarse en mirar hacia ese punto. Caminaron hasta la orilla del arroyo, luego lo bordearon un poco siguiendo su curso.
- Es por allá – indicó Coqui señalando un grupo de árboles cuyas ramas casi atravesaban el arroyo por encima, como un puente. – Debe ser ese - acotó.
- Pues vamos – complementó Manuel comenzando a caminar hacia ellos.
- ¿Como vamos a cruzar el arroyó? – quiso saber.
- Con la balsa que vamos a armar – explicó mientras les daba indicaciones a los hombres.
No tardaron mas de media hora en preparar una suerte de precaria barca. Los hombres habían vivido todas sus vidas en el Delta y sabían como construir una improvisada balsa. Lo habrían hecho muchas veces desde chicos. La madera, por supuesto, sobraba. Utilizando pequeñas hachas cortaron con mucha habilidad ramas de un ancho considerable, las juntaron en la orilla y las ataron con sogas. Eligieron un palo largo y recto como remo, y ya todo estaba listo. Subieron de a dos, primero Roque con Manuel, luego Roque volvió y Francisco llevó a Coqui, por fin, ellos cruzaron con las palas y amarraron la balsa.
Cuando alcanzaron a Manuel, allí estaba por fin, de pie, mirando una apenas perceptible cruz, marcada en la corteza de un tronco notablemente recto y alto.
- Por aquí – les indicó al verlos por fin llegar. – A cavar – ordenó marcando una circunferencia en la tierra.
Les costó quitar toda la maleza de la superficie, pero después el resto fue rápido, la tierra era blanda y húmeda, por lo que se desprendía fácil. El hoyo ya tenía un metro cuadrado por medio de profundo e iban turnándose en la tarea de ampliarlo, hasta que Roque golpeo algo duro. Manuel miró a la chica, orgulloso.
- Hay algo, y es grande – aclaró mientras seguía cavando buscando encontrar el contorno del objeto enterrado. Era baúl, bastante grande, de madera de roble, lleno de tierra impregnada en sus poros y juntas. Les costo mucho levantarlo, no solo por el peso sino por miedo a que se rompiese. Por fin estaba en la superficie. Utilizaron el extremo de un hacha como palanca para abrirlo, la tapa cedió.
Los cuatro quedaron maravillados al ver el interior. Eran objetos hermosos, la tierra y el tiempo les habían quitado el brillo por el momento, pero volverían a brillar al ser limpiados y lustrados. Había medallas con perlas, cadenas de plata, pulseras, coronas, imágenes talladas en oro puro y otras piezas de valor incalculable. Lo mas sorprendente era un enorme talismán, con la imagen de un indio con los brazos cruzados al frente, y sobre su cabeza una corona con piedras preciosas. Aunque lo primero que Manuel tomo y permaneció mirando, sosteniéndola entre sus manos una daga. Su hoja era curvada y su mango era de oro, con piedras verdes incrustadas. Estaba desafilada.
- Bueno – finalmente interrumpió Manuel. Había sido el primero en decir algo en los últimos cinco minutos. – Vamos, carguemos todo esto en la balsa y crucemos el río. Ya podemos preparar las cosas para volver a casa – culminó sonriendo y mirando a todos a la vez, como un presidente cerrando un discurso.
La chica fue la primera en cruzar con la balsa, junto a Roque, luego la balsa volvió para que cargasen el baúl y, con mucho cuidado, lo llevasen hacia el lado opuesto. La operación requería de algún tiempo. Prefirieron reforzar la balsa, por lo que debieron cortar nuevos troncos y atarlos a los costados, para que quedase mas estable.
Mientras tanto, Coqui, aburrida pero feliz por saber que pronto volverían a la civilización, se dirigió a la cabaña a esperarlos. Cuando estuvo por entrar oyó unos ruidos detrás de la cabaña, como de hojas secas aplastándose, aunque no les presto demasiada atención. Lanzó un breve vistazo al interior de modesta casa, las cosas estaba bastante desordenadas, las mochilas abiertas mostraban ropa arrugada en su interior y las ollas sin lavar apiladas sobre la mesa. A un lado, en el suelo y cerca de la mochila de Manuel, vio un librillo. Era el que Manuel siempre estaba leyendo y siempre llevaba consigo, por eso a la chica le extraño mucho verlo allí tirado, y por eso quizás fue que se acercó a levantarlo. Pensó que posiblemente tanto entusiasmo de saber donde estaba el famoso árbol de la cruz y la salida tan temprana a buscarlo le habían hecho olvidarlo por completo. Lo levantó del suelo. Al verlo de cerca noto que era mas viejo de lo que parecía, sus hojas eran amarillas y rugosas. Estaba abierto, e iba a cerrarlo y disponerse a acomodarlo sobre la mochila, cuando una foto suelta, entre las páginas, se deslizó y cayó al suelo. Se agacho para recogerla y guardarla entre las páginas, pensando que si era lo que usaba de marcador, ya le había perdido la página que marcaba. Al guardarla, casi instintivamente, la miró. Sintió un escalofrío. Era una foto vieja, tomada a un retrato en óleo. La persona del retrato era idéntico a Manuel, vestía un uniforme militar español y estaba de pie, firme, aferrando su sable enfundado con su mano derecha. Pero la sorpresa fue al leer al pie de la misma, donde decía que se trataba de un militar español, su apellido era Rojas y, según las fechas colocadas entre paréntesis sobre el margen derecho, había existido desde 1781 hasta 1806, y había muerto presa de los indios del Delta del Paraná.
El libro se resbalo de sus manos y cayó al suelo. Aterrizando abierto, así como quedo, lo recogió para atreverse a leer algunas líneas al azar.
“Me va a llamar para hacer algo con el baúl, no va a arriesgarse a perderlo en manos de los ingleses...... el día esta horrible para navegar, hay mucha corriente por las lluvias, pero es importante ir lo antes posible a buscarlo......”.
Cada párrafo llevaba anotado en su margen izquierda una fecha, y estas eran todas de principios del siglo XIX. Volvió una vez mas a mirar la foto, el hombre era Manuel.
Entonces oyó un ruido y enseguida la sensación de estar siendo observada. Giró su mirada para ver a un pájaro blanco, parado sobre el marco de la ventana del lado de afuera que la miraba fijo a sus ojos. Su mirada no parecía la de un animal, era seria y penetrante.
- Vayan a buscar a la chica – les dijo a Roque y Francisco, los cuáles acababan de depositar con mucho cuidado el baúl en el suelo, luego de haberlo bajado de la balsa.
Coqui permaneció inmóvil. Recordaba que ya había visto a esa ave antes, hubiese pensado que podía ser otra similar, pero algo le decía que se trataba de la misma. El pájaro aleteo un par de veces, y luego voló hacia afuera, desapareciendo de su vista en el mismo instante que Roque y Francisco entraban a la cabaña.
- Manuel nos mando a buscarte – informó Roque sin notar que la chica tenía el libro entre sus manos.
- ¿Para que? – pronunció asustada.
La súbdita pregunta descolocó a los dos hombres, que no se les había ocurrido pensar en ello, y giraron para verse uno al otro, intentando encontrar con la mirada la respuesta.
- Vean – les mostró Coqui extrayendo la foto de Rojas de entre las páginas del libro y acercándose para entregársela en mano a Roque.
Francisco se arrimó a su compañero para verla, aunque nunca lograría llegar a hacerlo por completo. Sus ojos se abrieron de repente, y su vista se diluyo en el vacío mientras de entre sus costillas surgía, en medio de una afluente roja y espesa, una daga. Se desplomó hacia un lado, formando un charco de sangre que crecía y se alejaba hasta desaparecer es una hendidura entre las maderas del piso.
Tanto Coqui como Francisco lo miraron sin entender y sin llegar a reaccionar. Aún Francisco sostenía la foto en su mano derecha cuando también repitió una escena parecida a la de su compañero, su cuerpo se arqueó y cayó hacia el lado opuesto, luego de retorcerse un instante, quedar tendido de costado, sin vida.
Entonces la chica pudo ver la imagen completa de Manuel, de pie en la puerta, apretando todavía los dientes con gesto serio, aferrando con fuerza una daga desafilada y manchada con sangre.
- Eso les pasa por tardar – bromeó sin esperar risas.
- ¿Usted es el de la foto? – preguntó Coqui señalando la misma, que aún permanecía en la mano derecha de Roque, casi sin notar lo intrascendente que resultaría su pregunta frente a un hombre que acababa de asesinar a otros dos.
El hombre rió entrecerrando los ojos y con un acento español que antes había ocultado, - No soy investigador ni trabajo para la National Geograpihc, pero de ahí a ser un espíritu, si es lo que piensas, hay un largo camino – replicó aún sonriendo.
- Los espíritus no existen, soy de carne y hueso, bien humano, y como tal, ambicioso y dispuesto a hacer lo que sea. Todas esas historias de espíritus e indios, son mentiras, un invento para que la gente no se acercase nunca al lugar – le contó.
Coqui en realidad no sabía si sentir alivio o no ante dicha confesión, el hombre no era un espíritu pero de todas maneras estaba loco y para el caso y para su destino le daba igual.
- Solo vine a buscar el tesoro de mi antepasado, el teniente Rojas. Por cierto – aclaró – mi nombre no es Manuel, es Facundo, Facundo Rojas. En ese diario – dijo refiriéndose al libro que Coqui aún sostenía - dejó instrucciones muy claras de cómo encontrar el baúl, antes de que lo matasen. Luego, alguien tomó el libro de su despacho y lo envió junto a sus cosas a España y allí quedaron, en la casa de un pariente suyo, hasta que, por casualidad, lo encontré. Luego de emprender investigaciones y recopilar datos de la vida de mi antepasado, concluí en que lo que contaba podía ser cierto – relató pacientemente, como si a pesar de que no tenía ninguna razón para hacerlo, quisiera explicar todo lo que había tenido que hacer para lograr su objetivo.
- Pero, al igual que a mi antepasado, siempre hay entrometidos de los cuáles uno debe ocuparse – dijo refiriéndose claramente a ella.
Al terminar de decir eso, levantó el cuchillo y avanzó hacia ella lentamente, como si disfrutase el momento.
- En realidad – agregó – sin tu ayuda nunca lo hubiese logrado, pero no soy un hombre de agradecer – completó.
Entonces, el ave blanca que antes había visto, apareció atravesando la ventana, haciendo saltar los cristales hacia adentro. Pasó frente al hombre, el cuál se esforzó por espantarla con los brazos, pero el animal se dirigió hacia un rincón y, mientras aterrizaba, su cuerpo fue deformándose, creciendo y cambiando su estructura y color. Se había convertido en el cuerpo de un ser humano, era el inca.
Miró fijo durante unos segundos al hombre, el cuál todavía levantaba el brazo con el arma hacia la chica, pero dejó de hacerlo para retroceder hasta chocar contra la pared, luego arrojó la daga hacia el indio, pero esta lo atravesó sin hacerle daño y se clavó en una de las maderas de la pared. El indio giro y se apoderó del arma. La miró con detenimiento, era la daga que estaba en el baúl, tenía el mango de oro y piedras verdes incrustadas. Parecía conocerla, como si fuese algo que hacía mucho no veía.
Dejó de admirarla para dirigirse al hombre, - es mía – dijo mientras atravesaba la cabaña hacia el otro extremo donde se encontraba su agresor. Se paró frente a él y repitió - no se puede matar dos veces a un hombre -.
Enseguida clavó el arma en la frente del hombre, el cuál murió al instante, sin tiempo incluso de cerrar los ojos.
Luego miró a la niña, la cuál había visto todo sin mover un músculo. Al ver que se encontraban las miradas, no supo que sentir. El indio le dijo algo extraño, en un idioma incomprensible para ella.
- No entiendo – se atrevió a contestar Coqui, pero el inca ya se estaba marchando hacia la salida.
Al alejarse giró solo una última vez, para decirle algo mas a la chica, algo que sí pudo entender, - puedo arreglar tu vida y volverla a donde estaba, pero entre la niebla -.
Luego Cargó el baúl en una pequeña barca que había sobre la orilla, subió a esta, y comenzó a remar con un largo palo, río arriba.
Coqui salió de la cabaña y se acercó a la orilla para verlo alejarse, la barca desplació en una especie de nube de niebla que se formó de la nada. Apenas un rato mas tarde, oyó el inconfundible ruido de un motor, y por el mismo lugar donde se había quedado mirando desaparecer la barca, apareció la lancha.
Estaban demasiado tranquilos cuando le dijeron que subiese. Ella se había preparado a relatar la larga historia, de manera de justificar esos dos días en los que su rastro había sido perdido, cuando escucho que su chico le preguntado donde había estado, pues hacía casi una hora que la estaban esperando.
- ¿Una hora? – repitió Coqui.
- Mas o menos – apuntó, - ¿no crees que es demasiado tiempo para ir al baño? -.
- No, en verdad, no lo creo -.

0 comentarios