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EL INFILTRADO

Comenzaba la segunda guerra y del lado inglés se necesitaba un espía, alguien con sangre fría para infiltrarse en medio de los campos conquistados por el enemigo e indicar posiciones. El voluntario viviría huyendo y escondiéndose como una rata durante meses, debía ser alguien especial. No había voluntarios entre los militares, los soldados eran valientes y sabían luchar, pero no sabían ocultarse, ir pasando de pared en pared sin ser vistos, no era una tarea para ellos. Pidieron voluntarios entre civiles y por fin se presentó un hombre pequeño, de origen húngaro. De inmediato lo reconocieron y aceptaron. Aquel hombre era el más escurridizo de los ladrones de Londres. Hacía años que la policía lo buscaba por una serie interminable de robos en casas, bancos y locales a los que sustraía el dinero sin utilizar la violencia sino la astucia.

Dos años estuvo entre líneas enemigas, de cuidad en ciudad, indicando las posiciones de las tropas enemigas, la ubicación de las baterías antiaéreas y los avances de los tanques. Informaba en que fábricas se hacían armas, en donde se atrincheraban los altos mandos, incluso llegó a infiltrarse en cuarteles y robar planos de estrategias.

Cuando la guerra dio el giro final y los aliados avanzaron sobre el continente, el espía volvió, siempre sin ser visto, a Inglaterra. Allí lo recibieron con honores, le entregaron la medalla de valor, que solo reciben los más valientes soldados, y luego fue condenado a diez años por robo.

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