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LA CASA DE LOS ESPEJOS (3º parte)

- No puedo creerlo, es mi culpa – confesó la mujer y luego le explicó su deseo.
- Amor, los espejos no cumplen deseos.
- Entonces dame otra explicación – le reclamó.
Se pasaron el resto del día tratando de huir, de buscar alguna salida, pero no lo lograron.
Cayó la noche y estaban agotados, comieron algo y fueron a recostarse. Entonces comenzaron los gritos del espejo del altillo. Eran como si alguien se estuviese quejando.
Por la mañana a la mujer se le ocurrió una idea: - yo se donde podemos encontrar una puerta de salida. – dijo y lo llevó a su esposo al comedor. Se pararon frente al espejo de las puertas y miraron juntos el espejo. A sus espaldas había otra puerta, distinta a todas las que antes habían visto. Giraron y aún estaba allí, era real. La abrieron y pasaron a lo que parecía un garaje.
- Este es el garaje con el que siempre he soñado – dijo admirado el esposo.
- Y en tu hermoso garaje, ¿cómo sales a la calle? – preguntó la mujer.
- Con un interruptor, que estaría – dijo buscando señalar: - allí.
Sobre una pared mal revocada había un botón negro rodeado de metal.
Se apresuraron a presionarlo. Entonces un mecanismo se encendió y una gran puerta comenzó a elevarse, dejando entrar la luz del día. La puerta estaba abierta a la mitad, y ellos se disponían a salir, cuando del otro lado vieron un auto, era un gran Cadillac del 72. No llegaron a ver quién lo conducía, aunque el hombre reconoció el auto, ya que resultaba ser el auto de sus sueños. Apenas la altura fue suficiente, el auto entró acelerando, como si el garaje estuviese vació.
- Cuidado – gritó el hombre y, tomando a la esposa del brazo, la arrastró hacia el fondo mientras el Cadillac casi les pisaba los talones. No tuvieron otra opción que salir por la puerta que habían entrado, y ésta se cerró a sus espaldas. Cuando volvieron la vista atrás ya no había ninguna puerta.
- Pero, ... ¿donde estamos? – dijo entre lágrimas la mujer.
Entonces vio los ojos de su marido, se habían puesto rojos, sabía que era uno de sus ataques de furia, cuando la realidad rebalsaba su paciencia y perdía el control.
- Cálmate – le pidió la mujer al verlo así. Pero él ya no la oía. Entonces corrió hacia la cocina y buscó una caja de herramientas que había visto entre los armarios. La abrió y sacó un martillo. – ¡Ya verán! – dijo para sí mismo apretando el mango de la herramienta con sus manos. Luego corrió al altillo y encaró el espejo con un estado que transitaba desde la rabia a la desesperación. El primer golpe apenas logró astillarlo, creando una telaraña de líneas que partían del sitio donde encajó el golpe. El segundo quebró un trozo, el tercero hizo lo mismo con un rincón. El cuarto fue determinante para que el cristal completo se derrumbara. Sin detenerse bajó las escaleras hasta la habitación donde estaba el segundo espejo y también lo destruyó a martillazos. Lo propio hizo al bajar a la sala. Terminando exhausto y se tiró al sillón, soltando por fin la herramienta, con el brazo diestro manchado en sangre por las astillas que lo habían cortado.
La mujer lo observó sin decir palabra y se sentó algo relajada en el sillón de enfrente. Entonces, entre ellos, vieron los rayos de sol que formaban un cuadro. Siguieron el recorrido en sentido inverso para encontrar la puerta de entrada entreabierta y un mundo esperando afuera. Se pusieron de pie y corrieron, saliendo de la casa.
En ese mismo instante los espejos volvían a unir sus cristales, quedando perfectamente reconstruidos para su próxima víctima.
- La compro – dijo el otro marido, unos meses más tarde, convencido de que esa era la casa de sus sueños para formar una hermosa familia con su reluciente esposa.

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