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Kosh

LA LEYENDA DE SIMON

Narciso venía a todo trote por el camino del pueblo, subiendo la loma, transpirando su cuello y espalda por el esfuerzo. Pasó por su propia vivienda, una pequeña cabaña dispuesta al frente de una finca que se extendía hasta el monte. Sin embargo, ante la mirada confusa de su esposa, que reposaba sobre un banco en el portal, siguió su rumbo derecho, siguiendo la pendiente hasta llegar arriba y luego desaparecer por el otro lado. Era un hombre mas bien pesado, de cabeza redondeada y poco cuello. De piel rojiza, por su estadía frente a los embates del sol diariamente, y grandes ojos marrones.
Continuó su camino hasta llegar las tierras de Simón, su vecino. Una vez allí detuvo su marcha, como disimulando el apuro, y camino por un sendero de piedras hasta la casa de su amigo.
La puerta estaba abierta, aunque Narciso bien sospechó que su vecino estaría al fondo, cerca de los nogales, por lo que no entró a la casa sino que directamente se dirigió hacia la finca. Atravesó los árboles frutales y, por el fondo, sentado debajo de un árbol, descansando del agobiante sol de la media mañana, encontro a Simón.
Había estado toda la mañana cosechando los frutos de sus tierras hasta que, cansado y acalorado por el sol, se había tomado un pequeño respiro para, luego, continuar trepando a los árboles, uno a uno, tomar cada fruto maduro y colocarlo dentro de unas canastas que, cada vez que se llenaban, eran transportadas al galpón para protegerlas del calor y las moscas.
Simón era un campesino sencillo, algo bruto y desconfiado quizá. Nacido apenas cuando comenzaba el tiempo en los campos cercanos al pueblo de Cirene. Descendiente de una familia dedicada siempre a la agricultura, él también había vivido sus años de la tierra. Conocía el terreno y había aprendido todo lo que se debe saber acerca del campo por boca de su padre.
Su padre había muerto solo unos años atrás, llegando a una edad muy avanzada para la época. Era un hombre testarudo pero trabajador, había casi construido con sus propias manos todo lo que había en aquellos campos. Simón lo había admirado siempre, y, a diferencia de sus hermanos, los cuáles tomaron diferentes rumbos al crecer y se alejaron de su hogar, él había permanecido fiel a los consejos de su padre y ahora era el único dueño de toda su herencia.
Estaba solo, le gustaba trabajar, siempre que podía, en soledad. Solo en la época mas fuerte de cosechas debía acudir a la ayuda de otros hombres que apurasen la recolección de sus frutos antes que estos se echaran a perder.
Desde muy joven, como se acostumbrada por esos años, se había casado con una, muy hermosa, mujer del pueblo, de nombre Careninna. Una alta niña de pelo oscuro, de mirada profunda, ojos negros y piel morena. Era quizás una de las mujeres mas bellas del lugar.
Interiormente sentía que la hermosa joven era mas de lo que creía merecer, y, para él, mas que una bendición era un problema, sobre todo en aquellos tiempos donde no siempre había ley. Era una persona celosa y siempre desconfiada con la gente que se acercaba a su mujer. Podía llegar a ponerse inclusive violento en ciertas ocasiones, aunque en el fondo era una buena persona.
Careninna provenía de una familia de comerciantes. Su madre había muerto cuando era todavía una niña por lo que se había criado rodeada de hombres; su padre y sus dos hermanos. Antes de conocer a Simón, cuando su hermano menor tenía nueve años, la misma enfermedad que mató a su madre acabó también con su vida. Unos años mas tarde su hermano mayor se unió a la legión y partió con el ejercito a combatir a lugares lejanos y desconocidos para ella. Prometió que volvería en tan solo unos meses, pero nunca regresó, y nunca supo mas de él. Su padre aún vivía, habitaba una pequeña casa en el pueblo. Ella solía visitarlo lo mas seguido posible, sobretodo porque los últimos años no se encontraba demasiado bien de salud y, aunque lo negaba rotundamente, requería muchas veces de ayuda. Careninna era una buena hija y siempre había hecho todo lo posible para realizar todas las tareas del hogar. Siendo la única mujer, al principio le había resultado muy duro ocuparse de tres hombre, pero con el tiempo logró adaptarse y ser una gran ama de casa. Por ello, ayudar a su padre no era demasiado sacrificio para ella.
En los últimos tiempos su salud estaba empeorando, por lo que sentía y debía pasar mas tiempo a su lado, cuidándolo.
Simón, a pesar del amor siempre correspondido de Carnina y de los dos hijos que había engendrado, mantenía siempre un ojo alerta a los movimientos de la muchacha, mostrándose muchas veces en extremo desconfiado y temiendo de la gente que la rodeaba.
El primer hijo había nacido apenas se casaron, su nombre era Rufo y ahora tenía cuatro años. Tenía la misma mirada que el padre, aunque sus ojos eran de distinto color. El segundo hijo lo llamaron Alejandro y apenas tenía un año. Ambos estaban durmiendo cuando llegó Narciso.
Durante los últimos tres años, el cultivo de los campos de Simón habían rendido notablemente bien. Las cosechas eran abundantes, el tiempo y las lluvias ayudaban, la tierra era buena, no había demasiadas plagas. La temporada que se avecinaba era aún mejor que las anteriores. Además, otros campos, mas allá de los montes, habían sufrido granizos que destruyeron gran parte de sus cosechas, por lo que el valor de lo que tenía sería mejor todavía. Realmente Dios lo estaba ayudando como a nadie, le había dado todo para que sea feliz.
Debido a la cantidad de frutos y granos que debían vender, y también por el estado del padre de Carnina, decidieron comprar un galpón en las cercanías del pueblo, donde almacenar la cosecha cercana al mercado. El depósito era una enorme carpa, y una pequeña vivienda a un lado donde cabía espacio para un par de habitaciones y un lugar para cocinar. El hogar era rústico, pero el fin era comerciar los productos de su campo. Por lo general, en la época de cosecha, Carnina permanecía en el pueblo, cercana a su padre y, por otro lado, ayudando en las ventas mientras Simón se ocupaba de cosechar y traer los bienes.
El día era soleado, soplaba una brisa refrescante. Las cosas realmente marchaban bien, y todo eso era lo que estaba pensando Simón cuando llegó su vecino a interrumpir su paz.
El hombre se detuvo se repente, como arrepintiéndose de que haber ido hasta aquel lugar, pero ya era tarde, Simón se despertó con sus fuertes pisadas sobre la tierra y lo miró. Notó su traspiración y dedujo con certeza de que había estado corriendo, cosa que le llamó aún mas la atención, conociéndolo.
- Buenos días - expreso Simón mientras se ponía de pie y se acercaba para estrechar la mano de su inesperado huésped.
- Buenos días - respondió entre bocanadas de aires de respiración aún agitada.
Le pregunto enseguida que era lo que lo perturbaba como para traerlo tan velozmente. Su vecino vacilo unos momentos antes de responder.
- Me cuesta traer las malas noticias - comenzó notando como el rostro de su amigo se tornaba en preocupación.
De inmediato Simón pregunto si algo malo había sucedido.
Enseguida Narciso tranquilizó a su par, diciéndole que no era algo de gravedad, pero si que necesitase saber.
Simón pidió entonces que hable y le diga lo que debiese decir sin vueltas.
Entonces Narciso comenzó: - uno tiene ojos para usarlos, pero a veces el destino nos elige para usarlos él, y nos convierte en portadores, haciéndonos ver lo que preferiríamos haber no visto - introdujo como si ya hubiese estado ensayando el comienzo del diálogo y solo repetía su papel. - Pues lo que yo vi esta mañana preferiría, por mi vida, haber sido ciego para no haberlo visto -. Volvió a tomar una bocanada de aire fresco de campo y hierbas secas mientras se cumplía el espacio de tiempo que, intencionalmente, había buscado.
- ¿Que es lo que pasó?, por favor - insistió Simón apurándolo.
Su vecino agacho un poco la cabeza como en señal de duelo. - Vi a un soldado entrar a tu casa de la mano con tu esposa - concluyó, aún mirando hacia el piso pero sin perder, de reojo, la reacción de Simón.
Simón quedó sorprendido por la noticia, frunció el ceño y su rostro se mostró horrorizado. - No es posible - respondió a su amigo y a la vez a si mismo. - Ella no pudo hacerme esto - agregó.
- Era ella, me aseguré que lo era - contestó enseguida Narciso. - Además entró a tu casa, estoy seguro de ello - afirmó.
Luego agregó, - el hombre era un joven. Caminaban de la mano y riéndose. Ella lo abrazaba y le sonreía -. Sabía que tan duras sonaban sus palabras pero sentía que era su deber contarle la verdad.
Simón entonces se entristeció, sus ojos enrojecieron, al igual que sus pómulos. Agachó la cabeza, como queriendo esconderla entre sus hombros y tragó saliva, como queriendo desatar un gran nudo que se había formado en su garganta y lo estrangulaba. Sintió que se le partía el corazon y que un frío horrible recorría su pecho y aplasta sus costillas
- No es posible - volvió a repetirse afligido y comenzando a sentirse algo furioso.
Narciso lo observaba en silencio. Pensó en sentarse ya que estaba exhausto y su cuerpo se lo solicitaba, pero prefirió permanecer inmóvil. No se sentía nada bien por haber sido el que trajera la noticia, aunque, de todas maneras no se arrepentía en absoluto. Era au amigo y debía decirle lo que había visto, por mas que le doliese, sino no se lo perdonaría nunca.
Simón, sin pensar demasiado, dejó lo que estaba haciendo tal cuál se encontraba, y corrió, celoso y confundido, a la ciudad. Al salir atropelló a uno de sus bueyes, que se encontraba pastando en el borde del camino, y cayó al suelo, pero se repuso de inmediato y continuó su marcha enfurecida hacia el pueblo.
Avanzaba aprisa por el camino a la ciudad. Bajaba la colina y se acercaba al pueblo a paso ligero y con la mirada seria y absorto en sus pensamientos. Por su mente pasaban muchas cosas; incredulidad, ira, desconcierto.
Estaba abatido, enojado. Maldijo a dios.
Llegó al pueblo. Deprisa, encamino por una calle lateral, la cuál luego de unos metros lo derivó a la calle que lo llevaría a su casa.
Pero la senda, sorpresivamente, se encontraba repleta de gente. Era una multitud reunida en torno a una doble fila de soldados. La gente ocupaba toda la extensión de una pequeña plaza, desparramados alrededor del sendero custodiado. No llegaba a ver nada ni nadie que causara el propósito de la multitud, apenas un espacio vacío, aunque tampoco podía ver demasiado desde donde se encontraba.
En realidad poco le interesaba lo que ocurría y solo quería atravesar la calle para poder llegar hasta la puerta de su casa y enfrentar a su mujer. Había muchos mas soldados de los que habitualmente recorren las calles, pero no les presto mucha atención. Avanzó unos metros con dificultad, moviendo a las personas para poder hacerse un lugar y darse paso.
A lo lejos, del otro lado de la plaza, entre algunas cabezas, podía distinguir el marco de la puerta de su hogar. Caminaba en línea hacia recta hacia su casa entre las personas. Entonces, observó como la puerta se abrió, fue un instante, clavó sus ojos, esperando ver salir a su esposa, pero, en cambio, pudo ver como emergía la figura de un hombre. Era un soldado romano, tenía un poco menos de treinta años, vestía el uniforme completo, muy prolijo. Era alto y delgado, de tez bastante morena y por la parte posterior de su casco se veía que el su pelo era oscuro.
Detrás del hombre apareció su hermosa esposa, lo abrazó con delicadeza, y luego lo dejó ir, siguiéndolo con su mirada durante unos segundos, mientras se introducía en la multitud. Después volvió a entrar, cerrando la puerta a sus espaldas.
Al ver lo sucedido, su furia desbordó. Sintiendo que ya no necesitaba mas pruebas sobre la veracidad del relato de su amigo, desenvainó su daga y clavó sus ojos en la espalda del hombre que, a lo lejos, caminaba tranquilo entre la multitud.
No le importaba intentar formularse extrañas hipótesis, todo estaba dicho. Había decidido que primero arreglaría cuentas con soldado, después volvería por su esposa.
La daga era un regalo de su padre. Siempre la llevaba consigo y la mantenía bien afilada. Sería suficiente con una apuñalada por la espalda para acabar con la vida de una persona, y eso era lo que haría.
Se apresuró para no perderlo de vista. Corría a la gente a su paso con brutalidad para estar mas cerca. Le costaba pero de a poco lo estaba alcanzando. Mientras tanto el soldado caminaba tranquilamente, demostrando que estaba lejos de imaginarse que lo seguían.
Se había acercado lo suficiente y se colocó detrás de él con silenciosa violencia. Ya estaba tan solo a metros de su víctima y dispuesto a clavarle el puñal por la espalda.
Pero, de pronto, unos soldados que surgieron de una calle lateral, abrieron una nueva vía entre la exaltada multitud. Su víctima había pasado al otro lado justo antes de la maniobra de estos soldados, por lo que la zanja abierta entre la gente se interponía entre Simón y su objetivo. Si permanecía de aquel lado el hombre se alejaría. Por ello, dispuesto a alcanzar a aquel soldado como sea, intentó cruzar el espacio abierto por los legionarios.
Se escabulló entre la fila de uniformados hasta estar en una especie de pasillo abierto intencionalmente, como un río entre la muchedumbre. Lo atravesó hasta el sector opuesto y se dispuso a pedir paso para salir entre los hombres que se habían colocado de espaldas a la gente, esforzándose por mantener el espacio.
Pero cuando creyó lograrlo, uno de los centuriones lo tomó del hombro, deteniéndolo de inmediato. Guardó enseguida la daga, que todavía con su puño apretaba con odio.
Dio media vuelta para ver el rostro alargado y serio del corpulento centurión que lo había parado.
A su lado había un hombre caído. Estaba dolorido y lastimado. Se veía pálido y la sangre y el sudor le caían como pequeños ríos por la frente desviándose entre las cejas y la sien. Tenía heridas en la cabeza y eran profundas, aunque su expresión insinuaba que su verdadero dolor no partía de su estado físico sino de su alma.
Era un individuo delgado, de pelo largo, lacio. Su rostro era angosto y tenía bastante barba. Su cuerpo estaba golpeado, se encontraba casi sin fuerzas. Sus piernas temblaban débiles al tiempo que intentaba recuperarse y ponerse de pie. Casi había logrado pararse con dificultad, pero enseguida volvió a derrumbarse.
El centurión lo había tomado a Simón del hombro mientras de reojo observaba al hombre tendido en la calle. Simón lo miró solo por un segundo, aunque pareció un momento eterno, el tiempo se detuvo por ese instante.
Fue suficiente.
Entonces, su mente percibió una voz. Era una voz pura, distinta, extraordinariamente tranquila y llena de paz. El hombre, desde el piso, ensangrentado, aún mirándolo a los ojos y sin mover los labios, le estaba hablando. El gentío ni siquiera lo notaba, como tampoco nadie habían notado la furia de Simón. Solo él oía esa extraña voz. Eran esos ojos, que se clavaban en su mente, en su alma, y la atravesaba como una flecha.
- La ira es parte del mal de los hombres. El pecado no esta en ella sino en sus consecuencias - esos ojos le decían. Quedó inmóvil, sin llegar a comprender que era lo que ocurría - no dejes que te conduzcan, es necesario apartarla de tu sendero, quien no se aleje de su camino conocerá la desgracia - continuaba oyendo. Las palabras sonaban clara y profundamente en su interior. Eran suaves y repletas de pureza.
Simón quedó perplejo. El hombre, había logrado ponerse de pie, luego escucho que, al mirarlo a los ojos, la voz que hablaba dentro de su mente le proponía - Ven, acompáñame en mi camino -. Todo había ocurrido demasiado rápido, apenas en unos segundos, los cuáles parecieron una eternidad. Apenas terminadas las palabras y antes de que Simón pudiese decir o pensar algo el centurión que lo había detenido, el cuál aún lo mantenía agarrado del hombre, le ordenó con desprecio que tomara la madera, la cargase y los siguiera con ella. Simón debió resignarse y obedecer.
Se trataba de un largo y pesado poste, medía varios metros y era ancho. Era de madera vieja y bastante húmeda. Tomó el madero, debió rodearlo con ambos brazos para levantarlo y colocarlo sobre uno de sus hombros. Luego comenzó a arrastrarlo con dificultad, frente a la mirada de un público cruel que se burlaba, riendo y gesticulando, de su castigo.
Al seguirlos descubrió que esa multitud se reunía allí por ese extraño hombre que le estaba hablado sin mover los labios. Era un prisionero condenado a muerte, ellos estaban allí para verlo padecer, sufrir y morir. Se preguntó que pudo haber hecho una persona tan tranquila, que daba la impresión de ser tan pacífica, tan llena de pureza. No tenía aspecto de asesino, ni ladrón, ni nada que se le parezca, no había agresión en sus gestos ni en sus movimientos. Su andar era suave, moderado. Y su mirada, su mirada era algo increíble. Simón sitió que la gente estaba cometiendo un gran error. No sabía quién era pero sabía que ese ser, maltratado, de piel quebrada por el sol y los golpes, era especial, tenía algo distinto, era diferente al resto de los hombres, no era un reo común.
- No intervengas - aconsejaron los ojos del prisionero - no digas nada. Ellos van a hacer lo que deban - explicó clavándole la mirada, - de todas formas nadie va a creerte, de hecho, no me creen a mí. Además, no es necesario que te arriesgues por mí, todavía queda mucha vida en tu alma, queda en tus manos una esposa que proteger y dos hijos que educar. Hay muchos años delante de tu camino, en cambio mi camino se acaba alla en la cima - dijo mirando hacia arriba, donde se veía, a lo lejos, un monte bajo, sin árboles. Probablemente el destino de ese hombre. Simón, abismado, lo escuchaba en silencio mientras avanzaba a su lado.
Subieron juntos la colina. Recorrieron la calle principal hasta su fin, allí comenzaba un camino polvoriento que subía la pendiente entre curvas y desviaciones hasta llegar a la cima. En todo momento la muchedumbre reunida les gritaba a su paso. Algunos intentaban agredir al prisionero, golpeándolo con bastones o arrojándole piedras. La gente, en su mayoría, ni siquiera sabía de quién se trataba, pero era una manera de descargar su ira, o simplemente de sentirse bien haciéndole daño a alguien que, de todas formas, iba a morir.
Durante todo el camino ellos, o mejor dicho, él y los ojos del prisionero, continuaron la conversación. - ¿Porque te van a matar, que fue lo que hiciste? - preguntó Simón.
- Voy a morir porque es mi destino, pues fui condenado por los hombres para salvarlos en el nombre de mi padre- respondió penetrándolo con la mirada. De inmediato cayó al piso una vez más. Era la segunda vez que Simón lo veía en el piso, contando la primera vez que lo había visto. En total fueron tres las caídas. Tenía la garganta seca y la lengua y los labios hinchados por la sed, sin embargo, resistía, como esperando una mano salvadora, una señal.
Simón admiraba como ese ser, que estaba caminando hacia una muerte horrible, podía darse el tiempo y la tranquilidad para hablar con él, para brindarle paz, olvidando por completo a la gente que lo rodeaba, gritándole y golpeándolo. En realidad sabía que también pensaba en la gente, mientras hablaba con él los observaba, uno a uno, a los ojos. Se preguntó si estaría comunicándose con algunas personas mas al mismo tiempo. Cada vez que clavaba la mirada en alguien parecía decirle muchas cosas juntas. Entonces percibió como un hombre alto, de aspecto humilde, que acababa de arrojarle una piedra, recibía sus palabras a través de esos ojos tan sencillamente puros, luego vio que el hombre bajaba los brazos, daba media vuelta y se retiraba caminando lento, como meditando sobre su vida, entre la gente. Lo mismo se repitió en otra ocasión, cuando un anciano de barba, vestido con largas ropas blancas, se acercó para golpearlo con una rama seca de un arbusto, pero, luego de pegarle con fuerza en las costillas, quedó inmóvil, recibiendo una mirada profunda del prisionero, mientras la gente seguía al reo, que continuaba su camino. Simón pudo ver como el anciano quedaba atrás y se echaba a llorar. Su llanto, sin embargo, no era de tristeza, sino de emoción, como si algo, dentro de él, habría cambiado. Y, a pesar de todo ello, el hombre hablaba con Simón como si este fuera la única persona de la tierra, como si estuviesen solos, tranquilos, conversando a la sombra de un árbol.
El grueso de la multitud no percibía nada, solo gritaban eufóricos, burlándose de aquella víctima, festejando cada vez que se derrumbaba, disfrutando la diversión de la sangre que se derramaría.
- ¿Por que ibas a matar a ese hombre? - le preguntó sorpresivamente el condenado.
Simón se sobresaltó por la pregunta y tardó en reaccionar. Luego le respondió, - ese hombre estuvo en mi casa, con mi esposa. Yo lo vi salir de mi puerta. Antes de irse abrazó a mi esposa - le confesó ante la mirada confusa de los pocos que notaron que estaba hablando. Agregó a continuación, - si no hubiera sido por la culpa de ese centurión, es decir, por tu culpa, lo hubiese alcanzado y ya lo hubiese liquidado. Ahora no se como voy a volver a encontrarlo - se quejó - pero juro que lo voy a buscar y encontrar, donde sea, y me voy a vengar - enunció mientras reacomodaba el pesado madero en su hombro.
- Fui enviado y viaje a estas tierras para enseñar un camino diferente, un camino de amor, la venganza, junto a la maldad, son la perdición del hombre, por eso debí detenerte - explicó.
- Yo solo quiero hacer lo que siento - se defendió Simón. En realidad se preguntaba interiormente como fue que aquel hombre supo lo que iba a hacer cuando lo detuvo, también se volvió a preguntar quién era ese extraño sujeto y porque lo matarían. Pero guardo las preguntas en su interior, sabiendo que probablemente su interlocutor ya había leído su mente y ya las conocía.
- No creo que sea lo que realmente solucione tus problemas - respondió el prisionero. Luego, sin mas fuerzas, cayó por tercera vez. Simón admiró como lucho hasta lograr ponerse nuevamente de pie y continuar su martirio.
El hombre, a continuación le dijo, - deja que mi paz entre a tu hogar, déjala entrar a tu corazón y llévala a todos los hogares. Esto es todo lo que puedo darte, lo que puedes saber de mí -.
Elevó la mirada al cielo, como buscando refugio y amparo en el infinito, y luego sentenció: - puedes ir en paz -. Enseguida, un soldado, que notó que Simón ya estaba exhausto, se acercó a él y con voz áspera le dijo que ya podía irse.
Simón recostó la madera, y lo miró por última vez a los ojos. Sintió pena y volvió a oír las palabras que le decían que vaya en paz. Dio media vuelta y bajó la colina, alejándose de la muchedumbre. No tenía intenciones de ver la muerte de aquel hombre.
Se sentía mareado por la conversación. Caminó pensativo volviendo a su hogar, casi había olvidado su furia y la escena del hombre que salía de su puerta. Pensaba en que sería de aquel individuo y en lo extraño y sorprendente del hecho que había vivido.
Criticó a la humanidad, se preguntó como los hombres podían cometer errores tan graves. Se preguntó si existiría algún ser superior, algún dios para corregir esos errores, para enseñarles a los hombres, para guiarlos y que hagan las cosas bien, que no desperdicien la oportunidad de vivir.
Llegó a su casa. Abrió la puerta y, al ver a su mujer acercarse, recordó todo, el hombre que había salido de hogar, la humillación y la tristeza que había sentido al verlos abrazados, la traición de la mujer que amaba, llegó a pensar por un instante en su daga, guardada en su funda, agarrada de su cinto, pero ella no le dio tiempo a decir ni a hacer nada ya que lo interrumpió con sus palabras apenas lo vio entrar.
- ¿Recuerdas a mi hermano? - le gritó alegremente, - ese del que he hablado tanto, el que se había enrolado en la legión romana y lo creía muerto en batalla, pues esta vivo y hoy a regresado al pueblo como escolta de un condenado a muerte. ¡Que feliz me siento!- exclamó exaltada abrazándolo con fuerza.
Mientras tanto, Simón, algo mareado, como perdiendo el equilibrio, se sentaba abatido y aterrado de él mismo, aterrado de su persona, de lo que podía haber hecho, de lo que hubiese sido capaz de hacer, y recordando en todo momento esos tranquilizadores ojos que se lo impidieron, que le dieron la oportunidad de darse cuenta, de darse cuenta y cambiar.

San Marcos, 14- 15. La Crucifixión.

“...y requisaron a un transeúnte, un cierto Simón de Cirene, que venía del campo, el padre de Alejandro y de Rufo, para que tomara la cruz... ”.

San Mateo, 27- 32. La Crucifixión.

“...Al salir encontraron a un hombre de Cirene, de nombre Simón, al cual requirieron para que llevase la cruz...”.

San Lucas, 23- 26. Camino del Gólgota.

“...Cuando lo llevaban, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que venía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevara en pos de Jesús...”.

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