Blogia
Kosh

LA LEYENDA DEL MARINO

Era una tarde soleada y agradable, el joven marinero caminaba observando todo a su alrededor. La gente que vive en altamar durante meses interminables luego ven las cosas de la tierra con una admiración que quizá, en el día a día de los hombres de tierra, se va perdiendo. Por mas amor que se le tenga al agua, ver el saliente y el poniente del sol sobre el mismo mar una y otra vez llega a ser devastador. Los días se alargan como el horizonte, las semanas se hacen infinitas.
Los hombres de mar huelen el aroma a tierra húmeda luego de la tormenta y el polvo en el aire los días secos, perciben los colores de la hierba de los campos, de los árboles en los bosques, el fresco y dulce sabor de los ríos de montaña. La belleza de los caballos galopando por superficie firme y segura. Hasta el mismo cielo tiene otro aspecto, un color más amigable, el gris de las nubes no se percibe como un enemigo. Si, ese mismo cielo tormentoso, que se aferra del horizonte para elevarse y causar naufragios, destrucción y muerte, desde tierra firme es recibido como una caricia para los campos, un descanso del sol.
Luego de mucho tiempo en el mar los marineros ven a la tierra como un reflejo del paraíso.
Todo eso iba pensando el capitán mientras avanzaba por el sendero cuesta arriba. Había amarrado esa misma mañana en el muelle del puerto y estaba agotado por todos lo que implicaba el desembarco y la organización de las innumerables actividades dentro y fuera del buque.
Recién al finalizar el reparto de las tareas de reabastecimiento; comida y víveres, barriles de agua, velas, y demás artículos imprescindibles para la supervivencia sobre el océano, pudo salir de la ciudad. Solo restaba coordinar los preparativos para la partida, programada para el alba del día siguiente.
El mismo se había encargado de la comida. Compró frutas frescas, especies, sal y conservas que ya estaban siendo depositados en las bodegas del buque.
Unos metros por delante de su andar, una liebre cruzaba por el camino. Esta se detuvo, se paró en dos patas y comenzó a mover su pequeña nariz como intentando percibir algún olor familiar. Al notar que el extraño se acercaba la liebre volvió a pararse en cuatro patas y se alejó unos metros del camino. El capitán la admiró brevemente. Envidió su extraordinaria sencillez, su manera simple de vida y pensó cuan arriesgada y codiciosa era la suya.
Se había creado el tiempo justo para cumplir con su intriga. Hasta un grupo de sus propios marineros que habían oído hablar de las historias del viejo también le habían pedido e insistido que vaya, un poco por curiosidad y otro tanto con la esperanza que el viejo, si existía, logre convencerlo y hacerlo desistir de tan peligrosa travesía.
El joven capitan los había escuchado y dijo que les haría caso solo para complacerlos, aunque lo que más le importaba era la valiosa información que podría llegar a conseguir si el hombre realmente había vivido lo que contaban las leyendas.
Miró la pradera extenderse hasta los montes a lo lejos. Pensó en todo lo que había en la tierra y todo lo que dejaría de ver al alejarse del puerto una vez más. Un manto azul sería el único terreno que vería durante mucho tiempo, siempre el mismo color, siempre el mismo sabor del aire y en el viento, idénticos movimientos hacia uno y otro lado, como una mecedora. Siempre el mismo silencio, un silencio tenebroso y enloquecedor. Observar el poder de un espacio interminable desde un lugar tan reducido, donde no se puede recorrer mas allá de la cubierta, no se puede subir mas allá del mástil y no se puede bajar mas que el depósito de víveres y agua potable. Y por la noche mirar por la proa y solo ver el negro, la nada, un abismo que parece que nunca tiene fin.
Luego de mas de una hora de caminar, sobre una pequeña elevación, como le habían indicado, encontró la posada. Era una pequeña y descuidada cabaña de piedras y madera. Contaba con dos plantas y techo a dos aguas construido con viejas maderas sin demasiada prolijidad.
Los viajeros solían detenerse a pasar la noche allí para llegar al pueblo por la mañana. Había una madera para amarrar los caballos. Detrás, a unos treinta metros se veía un establo donde se le dejaba alimento a los animales y un lugar para que pasaran la noche. Contiguos al establo estaba el granero y un cobertizo repleto de fardos secos apilados que podían olerse desde el camino. Se detuvo frente a la puerta de madera y, antes de abrirla, miró hacia atrás. Observaba la tarde transformarse en noche. A sus espaldas los campos coloreados por los sembrados se apoyaban en la pradera descendiendo levemente hasta llegar a los pies del pueblo. Por muchas de las chimeneas comenzaban a salir columnas inmutables de un humo gris claro, posiblemente debido a que las mujeres estaban comenzando a preparar la cena.
El pueblo estaba formado por casi un centenar de casas. Se construían con madera de roble sin pulir, obtenida de los lejanos bosques de las colinas. La mayoría eran muy similares; con techos simples a dos aguas, dos ventanas al frente en la planta inferior y una en la planta de arriba.
El pueblo contaba con una proveeduría que abastecía a los barcos mercantes, un salón bar donde se reunían los lugareños y los forasteros a beber, pelear y gastar. No había iglesia, escuela, administración ni nada que se le parezca a un pueblo civilizado, era solo un puerto de paso con lo justo y necesario para reabastecerse y partir.
Las almas que habitaban aquel lugar eran en su mayoría marineros, algunos solo pesqueros o comerciantes pero muchos otros eran aventureros, buscadores de tesoros o de otras suertes, pioneros y exploradores. Buscaban nuevas tierras, descubrir que hay mas allá del horizonte y de los conocimientos del mar. Había también piratas que escapaban de la ley y soldados que abandonaron sus ejércitos.
Veía el movimiento callado de las naves ancladas en el muelle del puerto. Había barcazas de pescadores, un par de galeones de mercaderes y otros tantos buques de menor o mayor tamaño. Uno de ellos le pertenecía y la mañana siguiente zarparía para llevarlo hacia mares lejanos, llenos de misterios y peligros, hasta llegar a las tierras inexploradas del norte, para encontrar riquezas incalculables.
“La zona negra” decía el mapa. Según sus propios cálculos mas o menos unas ciento cincuenta leguas de aguas heladas. Una zona que parecía ser de mar tranquilo, clima helado y corrientes frías. Quizá hasta podría encontrarse con témpanos, pero no eran de temer ya que sus vigías eran marineros experimentados y sabrían verlos a tiempo. En el papel que, después de tantos años, había logrado conseguir, la franja figuraba con un círculo rojo y solo era atravesada por la línea del trayecto de vuelta. Eso era lo que más lo intrigaba y uno de los factores determinantes por los cuáles había aceptado ir a hablar con el viejo marino del norte. La línea punteada que determinaba el recorrido de ida, el llegar al sector, se desviaba en un giro semicircular bordeando el circulo rojo. Probablemente en la practica el verdadero camino también debía atravesar la zona, sin embargo, el que escribió el mapa, por algún motivo, solo la atravesó en el recorrido de vuelta.
No se sabía con certeza quien era el autor de dicho mapa, algunos decían que era el viejo marino del norte o de la posada. Así lo llamaban los del pueblo y así era como había trascendido mas allá de las playas, al igual que sus leyendas sobre las tierras del norte. Era la manera como corrían las noticias por los océanos, tan rápido como mensajes en botellas.
No existía una causa real o conocida de peligro, solo era un nombre y una leyenda, un hombre y su leyenda. Pero en aquellos tiempos donde el mar era un oscuro misterio y, donde los mitos estrechaban la realidad y la fantasía. En un tiempo como aquellos todo era temerario.
Por esos tiempos el mar ocultaba secretos y vivían horribles monstruos que surgían de las profundidades y devoraban embarcaciones enteras de un solo bocado. Era bien sabido que en los mares del sur existían criaturas llamadas “Moas” que quemaban los barcos con llamas ardientes que arrojaban de sus narices, luego, uno por uno, devoraban a los marineros que se arrojaban al mar para salvarse de las llamas. A veces los mantenía con vida por semanas, jugando con sus cuerpos mientras nadaban en busca de otras víctimas. Eran enormes, se elevaban sobre sus colas superando la altura de los mástiles más altos. Nadaban siempre en diagonal y rodeaban a los barcos entre dos o tres. La única posibilidad de huir era yendo al norte por corrientes frías ya que se decía que en aguas frías eran más lentas. También se hablaba de barcos fantasmas, guiados por espíritus de antepasados muertos en las crueles batallas del Mar Blanco o Mar de Hielo. Surgían de entre la niebla las noches más oscuras y abordaban los buques degollando a todos sus tripulantes y bebiendo su sangre. Luego colgaban los cuerpos de los mástiles y abandonaban la embarcación a la deriva. Por fortuna, por aquellas aguas no habitaban las seductoras pero mortíferas sirenas, otro peligro que atemorizaba a tantos marinos.
La leyenda del viejo marino de la posada había ahuyentado a muchos buenos hombres que habría querido contratar para su aventura. Pero la ambición derrotó a muchos otros y finalmente juntó una tripulación relativamente capaz, formada en su mayoría por forasteros que no conocían demasiado las leyendas del mar.
Hacía ya varios meses que le habían contado por primera vez sobre los tesoros de las tierras de la aurora boreal pero también escucho las advertencias de maldiciones para quienes usurpen las riquezas de esas tierras. Sin embargo, las leyendas continuaban jugando en su mente y ahí estaba, buscando respuestas. “Recuerda lo que le ocurrió al viejo marino de la posada”, “recuerda la leyenda”, “la zona negra”, “las aguas del mal”, “la zona maldita”, “la franja de los muertos sin ojos” y demás nombres con los que se referían el extraño circulo rojo del mapa. Cada nueva frase que oía de boca de marineros experimentados al rechazar su oferta hacía crecer su intriga, aunque solo su intriga ya que no creía en esos cuentos, para él los mares eran tan solo agua salada, y las historias, fantasías.

Empujó la puerta de roble hacia adentro, esta cedió ruidosa a madera vieja. El piso también era de madera y, debido a la humedad que subía de la costa, este crujía a cada paso mientras se acercaba a la barra. Detrás de esta, un hombre robusto, del cuál colgaba un delantal sucio, frotaba con un trapo un jarro de metal sin darle la menor importancia a su presencia. Se apoyó sobre la barra y pidió una cerveza mientras miraba a su alrededor. El cantinero, de claros rasgos daneses, sin levantar la vista ni darse vuelta frunció su rubio bigote, tomó un vaso y de un tonel, que se encontraba detrás de la barra y sirvió el líquido espumoso. El salón estaba en penumbras, la luz se había consumido por completo con la caída de la tarde y solo unas tenues velas situadas en el centro de cada mesa lo iluminaban. Aparte del posadero había una sola persona más en el lugar. Estaba sentada en una mesa contra la pared en la oscuridad de un rincón. No dudo en que era el hombre que buscaba, tomó la copa y caminó hasta su mesa. Se detuvo un instante para recorrerlo con una mirada y luego se sentó frente a él.
Era un anciano. Cargaba aún con su vieja gorra azul de marinero. Su frente era atravesada por anchas y profundas arrugas horizontales, también partían de sus demacrados ojos en todas direcciones. Su mirada gastada reflejaba a un hombre que en algún tiempo fue sangre de ilusiones y luego lo perdió todo. Usaba un saco azul que sabría hacer, en alguna lejana época, de uniforme. Tenía un vaso de whisky casi vacío entre sus manos. Dormitaba como si estuviese cansado, cansado de la vida.
No movió ni un dedo mientras el marinero se sentaba, luego levantó su vista lentamente hasta hacer chocar intensamente su mirada con la del otro hombre. Perecía saber quién era y que se proponía, parecía conocerlo desde hacía mucho tiempo y en realidad en parte de eso se trataba. Ese hombre era el reflejo de su propia juventud, era él mismo muchos años atrás, cuando aún solía ser un bravo marinero y tenía sueños de recorrer los mares como conquistador, sueños de desafiar a Dios y a los misterios que ocultaba el mundo que había creado. Se pregunto cuantos hombres en la tierra eran como ellos dos, cuantos se internan en los secretos más ocultos arriesgando sus vidas para hacerse ricos saqueando las tierras de Dios. ¿Por que desafiar lo desconocido?, ¿para que revelar las cosas prohibidas?, ¿para hacerse parte de la historia?, ¿para permanecer en la memoria de los hombres por siempre?.- Es que cuando Dios nos da el don de descubrir algo que él ha creado para nosotros el descubridor siempre lo utiliza para negar a Dios y para obtener la mayor cantidad de frutos materiales de este. Pues así somos los hombres -, pensó, era la cunclusión a la que, a lo largo de los años, había arribado. Luego tomo aire y habló:
- Estaba esperando a un marino ambicioso e incrédulo- le dijo con una voz áspera, cargada de una triste derrota contra las fuerzas del tiempo.
- No sabría, en verdad, que es lo que hago en este lugar- respondió con un aire de indignación mirando el líquido dentro de la copa.
- Nadie mas que tus propios pies caminaron al encuentro de este inútil anciano- aclaró con sabia serenidad.
El aire del ambiente estaba inmóvil, como perdido en el tiempo, se olía la recta columna de humo que se elevaba de la luz de la vela, muy de vez en cuando perdía su estabilidad y comenzaba a ondular hasta volver al reposo en la rectitud. La cera caía silenciosamente por los lados amarillentos para luego petrificarse.
- Muchas palabras, muchas leyendas. Creo que vine para escuchar solo una más- se definió el marino antes de beber un largo sorbo de cerveza.
- ¿Solo un cuento mas?- preguntó el viejo anticipando hacia donde apuntaría la respuesta.
- Fueron muchos los navegantes que rechazan el botín que depara este mapa por un vulgar y mítico cuento. Tengo al menos derecho a escucharlo de los labios de hombre que lo divulgó- respondió con marcado gesto de molestia entre dientes.
El viejo lo miró con triste compasión, sabía que la codicia era el que lo guiaba por los mares y sabía que no es un buen guía, probablemente le esperase un final trágico pero él nada podía hacer al respecto, sus oídos no escucharían más que lo que su corazón deseaba oír.
De todas formas se merecía una oportunidad, y si había caminado hasta allí para escuchar su historia eso es lo que escucharía. - El mar oculta misterios que van más allá de la razón humana-. Dijo intentando en vano amedrentarlo, se acomodó echando su espalda atrás sobre el respaldo de la silla antes de proseguir. - Muchos años atrás, con las mismas ilusiones de gloria que todo joven marinero lleva en sus venas, un hombre juntó una centena de excelentes marineros para llevar a cabo una peligrosa travesía, la más grandiosa que el hombre haya soñado alguna vez-.
El anciano miró el abrigo del marinero como buscando algo, algo que estaba seguro que llevaría con él en uno de los bolsillos. Notó que de uno de los pliegues internos del abrigo, el derecho, sobresalía el extremo de un papel enrollado. Al verlo lo señalo mientras le decía: - Te preguntarás como y quién dibujó el mapa que esta en tu poder. Pues un día, un viejo granjero, justo antes de morir, mientras agonizaba en su lecho, tuvo la gran visión de aquellas tierras, pudo ver miles de piedras preciosas con todo su esplendor reflejándose en el sol, lo vio todo y lo describió. Se mantuvo durante mas de dos días en un estado de posesión, los ángeles y el diablo luchaban por su debilitado cuerpo, su piel se estiraba y se comprimía. Los allí presentes, todos campesinos, se atemorizaron al ver lo que le sucedía y fueron al pueblo gritando lo ocurrido. Alarmados por la noticia, muchos caminaron hasta la pequeña choza donde el hombre yacía. En su mayoría, la gente que asistió era del poblado, campesinos o curiosos.
El hombre fue poseído por esas extrañas fuerzas entre el bien y el mal, comenzó a hablar sin siquiera mover los labios, describió un lugar donde la tierra, el cielo y todo lo que existía estaba colmado de piedras brillantes, luego comenzó a arrojar cifras, latitudes y longitudes. Los presentes comenzaron a discutir, algunos aseguraban que aquel cuerpo estaba siendo utilizado por algún espíritu, pero otros decían que hablaba de hechos sucedidos en otra vida, probablemente una vida anterior, la que ese día llegaba a su fin, y sobre la cuál habría reencarnado, o estaba por hacerlo. El viejo continuaba hablando, describiendo lugares y utilizando un lenguaje muy extraño que nadie comprendía. Pero entre la pequeña multitud allí presente se encontraba un forastero que estaba casualmente de paso por la villa cuando se topo con aquél acontecimiento. A diferencia del resto, él comprendía perfectamente las últimas palabras que estaba diciendo y a decir verdad, si hubiese hablado les hubiera dado la razón a los que defendían la postura de la reencarnación ya que ese extraño vocabulario era una serie de numerosas indicaciones marítimas. Describía lugares usando un dialecto náutico. Los presentes, que eran campesinos y probablemente ninguno había siquiera visto en su vida el mar, no entendían, pero el forastero supo desde el principio lo que estaba murmurando; con la información que escuchaba pudo dibujar un preciso mapa con la ruta a una supuesta isla llena de riquezas.
Había oído cuentos de la isla de las piedras brillantes, pero siempre creyó que eran mentiras. Había muchas historias relacionadas con esta supuesta isla, se decía que todo hombre que pise esas tierras tendría mas que piedras valiosas, tendría vida por siempre, ya que los intensos rayos solares mezclados con el brillo de las piedras creaban raras propiedades allí. Ahora tenía en sus manos un mapa para navegar hasta aquel lugar, un mapa que los dioses, por alguna razón le habían revelado solo a él. Era un regalo para los hombres, de encontrarla, decían que el que llegue podría cambiar el mundo, y todo estaba en sus manos. Aunque, para él solo encontraría un lugar con infinitas riquezas, y nada mas que eso le interesaba de todos esos cuentos -.

Brillaron los ojos del anciano, acomodó su gorra y se acercó a la mesa, respiró profundo y continuó hablando:

…

Partió una fría mañana de abril. El temido viaje requería organización. Llevaba pluma y tinta para ir corrigiendo el mapa durante el recorrido, y así, volver cuantas veces lo deseé. Se había endeudado bastante pero esperaba pagar con las riquezas que traería de la isla.

La noche antes de zarpar se presentó en su camarote un extraño hombre. Era de gran estatura y rasgos marcados en la cara, usaba en sombrero negro desde el cuál descendía una larga cabellera ocre y una oscura capa de tela que colgaba de su cuello cubriéndole la espalda. Era claro por su aspecto que no se trataba de un marinero, mas bien parecía un miembro de la burguesía. Tenía puestas botas para cabalgar y estaban bastante embarradas, como si hubiese cabalgado mucho los últimos días. Su gesto mostraba un hombre casi enfermo, algo atormentado y cansado.
Al verlo en la pasarela, el capitán se pregunto que buscaba un hombre de alta clase en su barco pero temió hacerle directamente la pregunta. Quizá, pensó, confundía al barco con un mercante y pretendiese algún negocio, o tal vez deseaba viajar a algún lugar y venía en caridad de pasajero, pensando que, de ser así, no le costaría mucho que el primer tramo del recorrido podría llegar a hacerse bordeando el continente, para llevarlo a su destino.
Notó como el hombre miraba extrañamente sorprendido todo a su alrededor, sus ojos bien abiertos localizaban cada parte de la nave. Tal vez era la primera vez que subía a una embarcación, pensó el marinero, pero sabía que la mirada del hombre no reflejaba eso, mas bien parecía que comprobase que todo estuviera en su lugar, como si fuese si propia nave, o como si la conociera a detalle.
Caminó por la cubierta hasta ver a un marinero que estaba desatando una de las velas de proa. - Necesito hablar con el capitán- le dijo enfrentándolo.
- Es aquél- respondió desinteresadamente señalando hacia el puente.
Se sentó frente al escritorio y aceptó una copa de whisky, bebió un largo sorbo, miró fijamente lo que aún quedaba al fondo de la copa, y luego habló:
- Es muy extraño todo esto para mí, vivo a unos trescientos kilómetros al oeste, tierra adentro. Pocas veces vi el mar, simplemente, nunca me atrajo, sin embargo, hace un año al menos, una noche, tuve un sueño sobre el mar. Luego de ese día, cada vez que duermo, simplemente, sueño lo mismo. Fui recopilando información con las imágenes que me traía la mente cada mañana hasta que supe que se trataba de algún lugar real, y un barco real-.
Estas últimas palabras sonaron muy frías. Bajó la vista, bebió un poco mas, y continuó hablando:
- Por fin lo descubro, este, su barco, es el que veo en mis sueños. Estoy seguro que es el mismo, todas las cosas están en su lugar, exactamente como las vi- volvió a detenerse a mirar a su alrededor. Miró las paredes de la habitación, la ventana y el candelabro apoyado sobre el escritorio.
- Usted no tiene que hacer ese viaje- me dijo sin vueltas. - Quizá le parezca raro que un extraño venga y que se lo diga, pero debe creerme, yo sé que si hace este viaje terribles cosas le ocurrirán. Una maldición caerá sobre su barco. Creo que es un aviso de Dios, una advertencia. Yo no soy un hombre supersticioso ni creyente pero lo que me pasó este último año me obliga a decirle todas estas cosas. Usted, al fin de cuentas, puede hacer lo que quiera. Yo sé que luego de esta conversación quedaré en paz y mi vida volverá a la normalidad. Esto es como una misión para mí, una misión que me encomendaron, o mas bien, que me obligaron a hacer, no se porque a mí ni me importa, solo quiero cumplirla y terminar de una vez con esto - mientras hablaba su expresión, al igual que su tono y su estado de ánimo, fueron cambiando, paso por la preocupación, el interés, la ira, y luego la tranquilidad, como quien tiene una difícil tarea y se relaja porque pudo cumplirla.
- No esperará que crea todo esto que dijo- respondió el capitán algo desconcertado pero casi seguro de que se tratada de un vil engaño para tratar de robarle la fortuna que lo aguardaba. Inclusive ahora estaba mas seguro de que esa fortuna existía, es mas, el relato lo escuchó como una confirmación de que estaba en lo cierto. En lugar de creer esas historias ridículas de maldiciones y sueños que este hombre le proponía pensaba que se trataba de un truco quién sabe para que, quizá para retrasarlo y que otro que también tenía el mapa se le adelante, o quizá para asustarlo y que otro vaya en busca de lo suyo. - No mi amigo -, pensó, - no caeré en ese truco -.
- Gracias, tomaré en cuenta su consejo- se limitó a responder falseando casi en forma adrede el tono de voz. Luego se puso de pie como invitando al otro hombre a hacer lo mismo. Este lo hizo y sin mostrarse molesto por el grosero gesto caminó hasta la pequeña puerta y salió.
El marinero lo escoltó por el puente hasta la pasarela y lo observó bajar de su nave, antes de alejarse, como por obligación, volvió a advertirle sobre el peligro que correría si partía y le repitió brevemente la historia del sueño. Una vez mas el marino le agradeció, esta vez mostrándose menos paciente y lo invitó amablemente a partir.

Era un día cálido. El cielo se ahogaba allá por el horizonte, no había nubes, el sol joven de la mañana abrazaba el mar. Todo estaba listo para partir. Cargaron los víveres, los toneles, la mayoría con agua dulce y algunos otros de vino, y a media mañana se soltaron amarras. Lentamente, el enorme cascarón de madera comenzó a deslizarse alejándose del muelle. Salió del puerto y viró hacia mar adentro.
No soplaba buen viento, apenas para que se moviera la nave, eso le preocupaba un poco al capitan. Generalmente los días sin nubes eran malos para la navegación de ese tipo de embarcaciones. Después del mediodía tenía pensado extender la vela mayor pero sin suficiente viento de poco serviría. Podrían quedarse varados varios días si el tiempo no cambiaba. Recién al estar en ultramar podría despreocuparse y tomar la corriente nórdica que el mapa aseguraba, lo llevaría a la isla prometida.
Ese tipo de embarcaciones era especialmente sensible al viento, lo cuál era un problema y una ventaja, a diferencia de otros barcos, cuando soplaba mucho viento era estable, fácil de maniobrar y veloz pero cuando “la naturaleza le negaba su aliento”, como el capitán se refería hacia el viento, también a diferencia de otros barcos que igual se las ingenian para seguir avanzando, este prácticamente se estancaba en el lugar.
De todas maneras no era un tema de preocupación ya que en viajes largos y de ultramar “el aliento de la naturaleza” siempre acompañaba. El viaje de ida sería más sencillo aún por la ayuda de las corrientes y a la vuelta de algún modo, como tantas otras veces había hacho, se las ingeniaría para ponerse de acuerdo con el viento.
El marinero dio instrucciones a su primer hombre, Vázquez y se sumergió en su camarote a estudiar la ruta que figuraba en el mapa.
Pasado el mediodía el viento mejoró, se plegaron todas las velas y la nave comenzó a moverse con velocidad. Las olas apenas mecían, en un movimiento suave y armonioso, la embarcación. Después de varios meses, el capitán volvía a escuchar el sonido del agua golpeando contra la madera y abriéndole paso, espumante, sobre la proa. Se posó frente a la pasarela para contemplar a la embarcación rompiendo el mar, partiéndolo en dos, como una daga cortando la piel. Era el poder del ser humano venciendo a uno de sus peores enemigos naturales, el mar. Observaba la nave remontando las aguas como un jinete, domando al más fiero de los caballos salvajes. Si te caes, te pisa hasta aplastarte, si te distraes te aleja de tu camino, si lo desafías, él te desafía.
Luego miró la embarcación. Su nombre, ¨Ulíses¨, el mítico héroe de la Odisea, estaba grabado sobre la madera en la proa, tanto del lado de estribor como del lado de babor. En popa estaba enmarcado en bronce. No era una nave veloz ni mucho menos, pero era sólida y eso bastaba para una aventura como la que había emprendido, resistiría cualquier tormenta sin deteriorarse demasiado. Era pesada y dura de llevar pero en general era una buena nave. Había sido en algún tiempo, un buque militar. En ese entonces, sus bodegas eran más grandes y almacenaban mucha pólvora. Contaba con veintitrés cañones, siete de largo alcance. Sin embargo nunca participo en una batalla, solo en movimientos militares y, solo en una ocasión, había sido parte de algunas maniobras para sitiar una bahía que, finalmente, no trascendió a mayores. Luego pasó a ser un barco mercante, allí, curiosamente sufrió su peor avería. Un incendió destruyó sus bodegas y casi lo hecha a pique en puerto. Milagrosamente, una lluvia detuvo las llamas y, luego de largas reparaciones que demandaron mas de un año en un astillero, estuvo en condiciones de volver al mar. De todas maneras, ya era viejo, tendría unos once años, y quizá este era una de sus últimas aventuras.
“Ulises” contaba con dieciséis velas, en total, distribuidas en tres bastiones, contando las cuchillas, u orejas de burro, como las llamaban los marineros, que eran pequeñas velas triangulares que le daban velocidad y algo de estabilidad en la marcha. Tenía casi sesenta de metros de eslora y unos siete de manga. La cubierta se distribuida en tres niveles, mas abajo estaban las bodegas.
Desde el puente Vázquez le hacía una señal, enseguida la comprendió y solo asintió con la cabeza. Entonces, con fuertes y parejos silbidos, le dio instrucciones a un marinero alto de tez morena, el cuál tomó una soga de un tambor, la enredó en su codo y trepó por la red del mástil principal hasta uno de los ganchos de la vela. Pasó el cabo por un aro, con uno de los extremos dibujó un complicado nudo y el resto lo arrojó a cubierta. Allí, otro hombre tomó el cabo y lo ató. Unos segundos después, el viento entró en la vela, inflándola y el barco entero comenzó a escorar, aumentando su velocidad. Un par de grumetes que conversaban sobre la pasarela se movieron a babor, que ahora era la parte mas elevada de la cubierta.
Vázquez era una persona tranquila, aunque a veces obstinado, de origen moro. Su cabello, al igual que sus ojos, eran de un negro oscuro penetrante. Su rostro era angosto y prolongado, casi sin pómulos. Era muy flaco pero no parecía frágil ni mucho menos. Su piel parecía gastada por una larga estadía al sol, pero como estaba acostumbrada a tales jornadas, apenes cambiaba su color. Usaba unos pantalones anchos y camisa blanca abierta casi hasta la mitad, dejando ver todo su pecho. Como la mayoría de los marineros, solía andar descalzo durante el día, a veces a pesar de las bajas temperaturas.
Lo había conocido un par de años atrás, en un bodegón, y habían hecho ya una docena de viajes juntos. En general fueron viajes comerciales, aunque también les tocó llevar tropas militares y algún viaje de pasajeros de jerarquía. Ahora se lo veía silbando a todo trapo y contra el viento.
Mas atrás, en la popa, sobre una alta tarima rodeada de dos angostas escaleras, estaba el timón, y detrás de este y aferrándolo con ambos brazos se encontraba Haki.
Haki era el timonel, hombre de rasgos marcadamente orientales. Su piel era amarillenta y sus ojos alargados, hablaba con un marcado acento y cambiaba las erres por eles. Habían realizado juntos algunos viajes de exploración y cartografía bien pagados por la monarquía, también hicieron viajes de reconocimiento y aproximación en algunas batallas. El hombre sabía conducir una embarcación y en esos viajes lo había sacado en varias ocasiones de apuros y hasta, cierta vez, fueron perseguidos a cañonazos por el enemigo y salvaron su pellejo gracias a sus maniobras.
Del resto de la tripulación, solo una docena había viajado ya en alguna oportunidad junto a él o tenía buenas referencias. El vigía y amigo de Vázquez era De la Cruz, hombre de oscuro pasado y duro temperamento. Si no fuese por la estrecha amistad con su primer hombre jamás lo hubiese convocado para esta tripulación. Era robusto y usaba una ancha soga al cuello de la cuál colgaba un extraño talismán que, según él, tenía mágicos poderes y lo protegía de los demonios del mar.

Navegaban día a día, siguiendo la corriente del norte. El clima, poco a poco fue tornándose mas frío. ¨Ulises¨ comenzó a despertarse con una fina capa de hielo en su cubierta. El capitán revisaba cuidadosamente el mapa todas las tardes. Entraba a su escritorio, sacaba del segundo cajón de un pequeño mueble el arrugado papel. Lo plegaba sobre la mesa y comenzaba a analizarlo como si fuese la primera vez que lo veía. Luego salía, calculaba la posición de ¨Ulises¨, y volvía a entrar. Hacia varias mediciones cuidadosamente, y marcaba un pequeño trazo nuevo en el papel. Así, el trazo que partía del puerto donde zarparon comenzaba a prolongarse cada vez más.
Todos los marineros sabían que el viaje demandaría mucho tiempo y, a pesar de que nadie se los había dicho formalmente, sabían que iban en busca de un tesoro. La tripulación, en su mayoría, había sido seleccionada y contratada en puerto por Vázquez. Se les había informado oficialmente que el objetivo de la travesía era con fines expedicionarios. Consistía en cartografiar costas de las tierras de los mares del norte y buscar objetos que puedan resultar de valor para justificar futuras travesías similares. Sin embargo, nadie conocía, si es que existían, tierras para esos rumbos. Eran caminos inexplorados, aún por el hombre. Se les había dicho, también, que la expedición se basaba en la certeza de que existía por lo menos una isla al norte, y que el objetivo principal era divisar esa pequeña isla. Pero los marineros intuían que esa no era una isla común y ya se hablaba de un tesoro en ella. Lo que nadie sabía era que la isla misma estaba repleta de tesoros. En realidad, que lo supiesen, ahora que ya estaban en alta mar no era malo, al contrario, ayudaba a que se trabaje mejor a bordo y las tareas marchaaen mejor. El ánimo era bueno y la moral estaba alta como la vela mayor. La tripulación, a pesar de tod, resultaba ser buena y respondía de manera eficiente ante los requerimientos del viejo y gastado navío.
Desde el puente, el capitán percibía ese aire satisfactorio y respiraba aliviado. Después de tantos preparativos, por fin estaba otra vez lanzado a la aventura, nada podía igualar ese momento, excepto el triunfo de la travesía y el descubrimiento del tesoro de la isla de la tierra de oro. - Todo salía a pedir de los Dioses -, penso el capitán mirando el mar y a los marineros trabajando en cubierta, luego dio media vuelta, entró a su camarote y se hecho a dormir.

…

Era una tarde templada, estaba nublado, entre las montañas, en la lejanía, se veía venir una tormenta. Allí el cielo se volvía de un color más gris, casi negro en lo más lejano. Cada tanto se podía observar el destello blanco y la figura zigzagueante de un rallo, mucho más tarde se oía un zumbido prolongado y desparejo. Miraba todo eso mientras tomaba un sorbo de la suave brisa que soplaba contorneando la copa de los árboles del bosque. De repente sintió un fuerte sonido, como algo pesado que chocaba contra la superficie de la tierra. Lo que fuese había caído en lo mas profundo del bosque. Se encaminó al lugar, caminó varios metros entre los árboles sin ver nada hasta que por fin encontró lo que buscaba. Era una poderosa y penetrante luz azul. Estaba clavada en la tierra como una espada, como un rayo perdido y que nunca terminaba. Entonces, una voz que emergía de la intensidad del brillo dijo:
- Dios dice; que quede todo como esta, no se deben mover las piedras de su lugar y por nada del mundo profanar los tesoros, frutos de mi jardín -.
Las palabras se grabaron en su mente y luego la luz se expandió hasta cubrir todo lo que lo rodeaba. Por un instante el universo desapareció con un silencioso destello y después la luz se atenuó. El mundo había cambiado, ya no había mas bosque ni árboles, ni montañas en el horizonte, solo agua, solo mar, entonces miró sus pies. Se encontraba parado, parado sobre el agua. La luz permanecía allí, ahora estaba solo con ella y con el mar rodeándolo.
Desde la luz se oyó nuevamente esa voz: - Este es tu paraíso, la vida que elegiste. Es parte de la obra de Dios, y él la guía, de Dios es todo y lo dá para los hombres. En el jardín del Edén existían estos árboles cuyos frutos eran piedras preciosas que les fueron prohibidas a los hombres, pero el mal invocó a la desobediencia y fue mas que la voluntad de Dios. Y la codicia relució por primera vez a los ojos del hombre. Dios les da en el mar un laberinto, en este se encuentra el paraíso, ese mismo que los hombres perdieron, el que lo encuentre podrá llevar a sus semejantes a él, les podrá mostrar el camino de regreso al lugar perdido. La puerta queda al norte, mas al norte de lo que ningún hombre a llegado, porque mas allá del horizonte, mas allá de los mares hay un portal invisible, y luego esta el norte, no el norte que conocen los marineros, no el norte que marca la brújula, este es otro norte, un norte mayor, mas lejano que la tierra, es el norte que sube y que va hacia el cielo. El que siga aquel norte nunca dará la vuelta al mundo, seguirá eternamente, hasta encontrar el paraíso perdido.
En el jardín del paraíso hay muchas obras de Dios, obras que agradan a los sentidos del hombre, hay metales preciosos, agradables a la vista, hay sonidos y cantos, entonados por hermosas y verdaderas sirenas, no como las que conoce el hombre, esas malvadas que fueron expulsadas de los jardines del paraíso y cayeron en los mares del mundo para la perdición de los hombres. Estas sirenas y sus cantos son los más bellos que un oído humano ha escuchado jamás. Luego encontraran manjares deliciosos, como los que nunca antes probó un paladar. Todos estos serán solo los jardines del paraíso, y luego de pasarlos llegaran a la puerta del verdadero paraíso. Un lugar que mis palabras no pueden describir ya que las palabras son un recurso humano y este lugar no es humano, es la casa de Dios. En él sus cuerpos no tendrán sentido y sus espíritus alcanzaran la plenitud máxima. Lo sabrán todo. El espacio no existirá ya que allí todo es eterno por lo que el tiempo, la medida del cambio, no tiene razón de ser, y por consecuente, el espacio tampoco.
Todo esta al alcance del que llegue, ese será el elegido, el conquistador del lugar divino. La puerta, será descubierta y el descubridor será recordado por siempre. Es necesario que se sepa que este no es un simple viaje en busca de un tesoro, es mucho más, lo que hay en las manos de estos hombres es la salvación de toda la humanidad. El tesoro es solo un rincón del jardín, puede ser invaluable para el mundo de los hombre pero insignificante, tan solo un adorno, para el mundo de Dios.

…

Se despertó cansado y aún con la imagen de la luz. Toda esa mañana estuvo mirando el mar y pensando. Su mente no podía evadir el monólogo que había escuchado en su sueño.
Las aguas estaban más agitadas ese día. Como las últimas mañanas, soplaba viento del oeste, pero esta vez estaba más potente. Quizá esa noche tendrían fuertes vientos. El cielo comenzaba a nublarse. A la tarde comenzó a llover. La tripulación ajustó todos los nudos del barco, la vela mayor fue enrollada. La cena se sirvió temprano y solo la mitad de los tripulantes se fueron a acostar, el resto se mantuvo despierto haciendo guardia. Pero los vientos fueron cesando hasta que a media noche ya no había motivo para estar despierto por lo que Vázquez anunció que podían ir a dormir. El capitán se mantuvo despierto. Relevó a Haki y tomó el timón por unas horas. Clavó su vista en la oscuridad del mar y escuchó el absoluto silencio, solo profanado por el movimiento del barco y el mar.
Pasaron las horas y la noche comenzaba a aclararse, la luna se mostró, abriéndose paso entre las nubes. Su luz se reflejaba en el movimiento del agua, conquistando la oscuridad. Estaban todos durmiendo, solo el capitán permanecía aferrado del timón, disfrutando de ser un hombre de mar. Reinaba la calma en el mundo que lo rodeaba y su mente comenzó a navegar por otras aguas, la de su imaginación. Inmerso en pensamientos diversos, fue alejándose de la realidad hasta que algo le llamó la atención. Algo sobre el agua, a unos cincuenta metros sobre la superficie de mar. Era como un pequeño brillo, casi imperceptible al principio. Pero la nave, suave y ondulante, fue deslizándose hacia aquel lugar. Dejo el timón y camino hacia la proa. Al llegar pudo distinguir como aquel brillo se disipaba en cientos de pequeñas partículas resplandecientes flotando en el aire a tres o cuatro metros de la superficie. Calculó por la distancia que las partículas deberían tener el tamaño de un puño cerrado, quizás un poco mas pequeño, pero la luz plateada que emitían las hacía parecer mas grandes. Cuando el barco estaba solo a unos treinta metros, de improviso el viento cambió de dirección y lo obligó a modificar su rumbo, rodeando lo que ahora comenzaba a tomar forma. Eran como pequeñas bolas incandescentes unidas por extensiones corrugadas y zigzagueantes. Dichas extensiones se unían muriendo en una especie de mástil que se prolongaba hasta el agua.
Era un árbol.
Estaba solo en el puente y un raro impulso le impedía tener intenciones de llamar a alguien más. Como si su mente lo considerase natural y lo obligara a enfrentar aquel fenómeno en soledad.
Procuró retomar el rumbo, acercarse mas, lo intentó en tres ocasiones, moviendo el timón con las velas desplegadas, pero en cada maniobra, cuando parecía aproximarse, el viento modificaba su rumbo.
Finalmente se rindió y sencillamente trató de olvidar la imagen, entonces esta fue desvaneciéndose hasta desaparecer por sí misma. El marinero retomó la ruta y dejó el árbol, o lo que fuese que hubiese visto, a sus espaldas.
Un par de horas mas tarde Vázquez surgió de la escalera de estribor, subió al puente y saludo, comentó sobre la tormenta y como casi mágicamente se había despejado el cielo por completo, atribuyendo el fenómeno a lo que el llamaba la suerte del navegante, y luego tomó el timón.
La imagen del árbol permaneció durante unos días en la mente del capitán. En lugar de borrarse, sus ramificaciones, su corteza y sus frutos brillantes fueron grabándose en sus recuerdos, haciéndose más claros en lugar de ir opacándose. Cada detalle, inclusive los que no habían llegado a distinguir, se aclaraban y se incrustaban en la sobria figura que había visto aquella noche.
Pasaron varios días y el barco seguía navegando hacia el norte. El clima era bueno, días soleados, no mas lluvias ni vientos de babor. Mientras tanto, la tormenta sé avecinaba en el ánimo de la tripulación. La falta de indicio de costa bajaba la moral y generaba la desconfianza. Cada vez mas seguido de le preguntaba a De la Cruz si desde su puesto de vigía observaba algún indicio de tierra por el norte o por cualquier dirección. El capitán estudiaba los trazos del recorrido cada tarde, luego se dirigía a la torre de mando e indicaba alguna corrección al contra maestre, el cual, de ser necesario la repartía mediante silbidos a los marineros del puente.
Las aguas se tornaban cada vez más frías y se aparecían pequeños trozos de hielos sobre las olas, cada tarde la aurora boreal emergía, como para dar una suerte de esperanza.
Esa noche volvió pedirle a Haki el timón, sentía que podía ver algo, y así fue. Todavía no era media noche cuando, de nuevo, pudo percibir unas pequeñas luces en la oscuridad, se acerco hasta que se dividieron y tomaron forma. Esta vez no era un solo árbol, eran cientos. Estaban separados, como esos bosques de coníferas en zonas áridas, pero de cada una resplandecían esos frutos brillantes, como perlas. Al principio prefirió no prestar atención, sabia que la nave y el viento solo irían sorteándolos, pero las imágenes y la soledad terminaron por asustarlo. Comenzó a sentir esa horrible sensación de temor en el estomago, sintió que su pecho se hundía, aplastando sus costillas.
Bajó del puente, cruzó aprisa la borda, descendió la escalerilla y recorrió el pasillo para despertar a Vázquez. Subió a cubierta por orden del capitán, en el camino, y alertados por los pasos, otros cuatro marineros que estaban jugando a los naipes asistieron. Desde la cubierta miraron la noche. La luna se reflejaba plena en el movimiento de las pequeñas y alineadas olas del mar. No había figuras de árboles ni de bosques, no había perlas que brillen ni nada mas que la arrugada superficie.
Luego de sentirse ridículo y ver la expresión de los marinos molestos, se disculpó con tono de desilusión, y les pidió a sus hombres que no comenten lo sucedido. Explicó, a modo de excusa, que había creído ver unas tierras al oeste, pero nadie de los presentes le creyó. Un marinero con mediana experiencia nunca podría confundir la visión de tierras, ni siquiera en las más oscuras condiciones, o se la ve o no se la ve, simplemente, no se la confunde ni se duda al respecto mas de un par de segundos.
Los días siguientes, como era inevitablemente previsible, lo sucedido se fue transmitiendo por la tripulación hasta que todos en el barco lo supieron. Además, como es común, el relato fue distorsionándose y exagerando su contenido, hasta contener espejismos y espíritus que el capitán, se supone, había visto. Sin embargo, y conociendo estas exageraciones, al capitán no le importó. Estaba muy seguro de lo que había visto y reconocía el mensaje. En el fondo mas profundo de su alma, como todos los hombres de agua, era supersticioso y creía en lo sobrenatural y en los misterios del mar.
Desde entonces la situación era más tensa y la tripulación cada vez tenía mas dudas acerca del destino de la travesía y sobre la salud mental del capitán.
Tener a los marineros en ese estado era malo y altamente peligroso, pero al hombre parecía no importarle. En realidad, cada vez daba la impresión de estar mas sumergido en sus pensamientos, como si su mente estuviese en otro lado, mas allá de su rol como capitán, en otra vida, buscando algo nuevo, absorto en visiones. Se veía en su mirada, en el brillo de sus ojos, y eso era lo que más les preocupaba a sus subordinados.
Su silencio infundia misterio y temor. A veces pasaba horas sin emitir ni una palabra, ni un gesto. Esta actitud, con el tiempo fue empeorando hasta convertirse en días enteros sin hablar, solo, mirando el llano del océano, como una pizarra azul desplegada hasta el horizonte. Hasta que, finalmente, una mañana habló, estaba cerca del molinete de proa cuando, a De la Cruz, que estaba tensando la vaina antes de subir a su puesto de vijía, le dijo que prestase atención ya que esa tarde llegarían a tierra. El marinero, confuso le preguntó como era que lo sabía, y el capitán le respondió que lo había visto en sus sueños la noche anterior.
Esa tarde, desde la cofa del palo mayor se oyó de la boca de De la Cruz el grito de tierra. Toda la tripulación festejó, se destaparon botellas y se bebió hasta tarde. Salvo el capitán, ahora estaba mas alejado del mundo, parecía no escuchar los gritos de alegría de sus compañeros. Daba la sensación de estar asustado, presagiando el mal.
Desde lejos, las costas insinuaban un misterio, algo singular, diferente a todo lo visto por el ojo del hombre, justo como lo decía el mapa.
La mayor parte de la tripulación estaba en proa, mirando como la tierra se acercaba desde la lejanía. El capitán se apoyó sobre el pasamanos de toldilla, se le acercó Haki, quién le habló de que finalmente habían llegado a la isla del tesoro. El capitán lo miró, - este no es el tesoro que debemos buscar- le confesó, - el verdadero tesoro esta allá- culminó señalando una mancha negra claramente visible en el horizonte sobre la anura de babor. Para llegar haste ese punto habría que navegar varias leguas mas alla de la isla que estaba tan cercana. El capitan prosiguió: - aquella es la verdadera cumbre del mundo mortal, la puerta al mas allá -. El marinero no le prestó demasiada atención y continuó su camino hacia el timón. Los que estaban cerca y pudieron escucharlo tampoco le prestaron ninguna atención. El desgaste, el peso de ser el que llevó adelante toda la travesía sería la causa, a la hora de juzgar su extraña actitud, de tales palabras. Ser el que comanda un barco frente a tantos peligros que esconden las aguas abiertas de los grandes mares no era una tarea nada fácil.
El rumbo estaba dirigido a la tierra y nadie tenía pensado seguir ni unas brazadas más. Los marineros se movían mucho más veloces que durante los últimos días. En pocos minutos la roda apuntaba al manchón lejano que parecía flotar en el agua. El brillo de aquella isla era inusual, un resplandor dorado, mas fuerte que el mismo sol, tal cuál lo decía la leyenda.
El capitán ya no daba ordenes ni indicaciones como en otros tiempos, se sentó sobre la baranda de la cámara y observaba con un toque de melancolía en sus pupilas a los hombres festejando, gritando al aire y abriendo mas botellas de ron.
La tarde cayó mucho más veloz para el tiempo ficticio de los tripulantes, y de repente la oscuridad se estremeció frente a un mar que había perdido su contramirada siniestra.
Haki llevó la nave lo más cercano posible y fondearon cerca del último de los meridianos del mapa, donde se indicaba la posición del inicio de las tierras del oro. Y así realmente era, estaban frente a esas tierras.
El capitán se acostó tarde aquella noche, casi ninguno de los otros marineros estaba durmiendo pero lo de él fue distinto. Observaba una y otra vez la noche despejada, desde su ventana podía ver en dirección a la puerta, como si le hubiese tocado tener que verla intencionalmente. Sus años y experiencia en el mar le mostraban un paisaje diferente, un cielo desconocido, extraño, nada igual al habitual. Se volvió al escritorio y extendió el papel enrollado. Desde donde se encontraba en la posición actual, según las viejas indicaciónes, alguna vez marcadas con pequeñas líneas de puntos, había dos caminos, podía seguir hasta la puerta, mas allá, tan cerca de donde ahora estaban, o giraba y volvía hasta la zona negra. Entendía que la decisión de ir hacia uno u otro lado ya no era suya, pero que suyo había sido el emprendimiento de viajar hasta allí. Los caminos representaban diferentes destinos, pero para los marineros, solo había uno que importaba.
Abandonó su mapa e intentó dormir, al final lo logró y, extrañamente, esta vez no soñó nada.
Esa mañana, antes de despertar, el navío ya se había puesto en marcha. Antes, jamás ningún marinero se hubiese atrevido a tocar una vela sin su consentimiento, pero esta vez ni siquiera le prestaron atención cuando salió a la cubierta. Haki estaba solo detrás del timón, sin recibir ordenes, simplemente la de los marineros que le habían dicho que se dirija a una de las bahías reparadas de la isla, desde donde se podría tirar una canoa y remar a tierra.
El capitán había notado que estaban en marcha por el movimiento de escora, se puso de pie y al salir pudo ver como una hilera de sus hombres, de pie sobre el callejón de combate, miraban hacia la isla. Tendría unos dos o tres kilómetros de ancho y por experiencia, quizá no mucho mas de largo. Sus árboles, sus tierras y sus playas brillaban al sol de un día sin nubes. Pero era un brillo diferente, especial, atrayente.
Intentó quejarse por la desobediencia de mover la nave sin su permiso pero sintió que sus palabras morirían en el aire. Entonces cruzó el puente y se sentó en silencio a esperar.
Para el mediodía habían llegado a la costa, echaron las canoas y un grupo de hombres encabezados por Vázquez remaron a tierra firme. El capitán insistió en no ir y en que nadie debía pisar esa isla, pero no fue escuchado. Por la tarde las canoas volvieron. Casi se hundían por el peso de las bolsas que traían, cargadas por completo. Contenían piedras brillantes de colores. Piedras preciosas. Todas esas riquezas para tan pocos hombes. Era incalculable el valor, pero de seguro tendrían el resto de sus vidas y hasta el futuro de sus hijos asegurados, serían nobles para siempre, cada uno de los marineros, todos podrían comprarse palacios y cumplir sus sueños. Es el poder de la riqueza lo que ahora los impulsaba, y en este caso no había disputas por el botín, ya que era mucho mas de lo alguna vez podrían haber imaginado.
Relataron que las piedras y el oro estaban esparcidos por las playas, las tierras y hasta en los árboles. La isla entera era un gran tesoro. No había rastros de vida y dudaban que alguna vez haya estado habitada por hombres, - jamás hubiesen dejado un lugar así -, pensaban.
Durante días colmaron la embarcación con sacos de esas piedras. Recorrieron a fondo la isla y era toda semejante, solo árboles bajos y piedras brillantes por todos los rincones. Llenaron la nave hasta el punto en que la línea de flotación llegó a su tope. Había mas islas a los lejos, recién al segundo día lo notaron. De la Cruz, el que tenía el mejor ojo para la distancia, anunció la noticia. Según su experiencia debían ser similares. Pero ya no era necesario recorrerlas, solo con las piedras de la isla en la que estaban podrían llenar una flota entera. Ni mucho menos pensaban ir hasta donde se encontraba esa extraña mancha que el capitán aseguraba llamaba "la puerta". Aunque todos estaban agradecidos con él, el "Ulises" apenas resistía tanto peso y nadie quería exigirlo mas de lo debido, después de todo, el viejo buque debía llevarlos de vuelta al continente.
Al capitán no le prestaban atención ni oían sus consejos, consideraban que, de alguna manera, los días que dirigió el viaje y la presión a la que hasta ellos mismos lo habían sometido, eran los responsables de su enfermiza posición. Sus ojos seguían mostrando esa luz, algo como quién recibe mas de lo que puede soportar, que cayó en trance porque descubrió algo nuevo, mas allá de lo conocido durante su vida en el mar. Sin decirlo, consideraban que había enrarecido, su mente ya no estaba sana. Hablaba muy poco y las veces que lo hacía era para condenar la actitud de sus hombres o para pedirles una y otra vez mas que sigan hasta el horizonte en busca de "la puerta".
Por las tardes, reconocieron que se veía con mayor claridad esa "puerta". Se encendía una especie de luz blanca que brillaba hasta la caída de la noche, como un faro diurno.
El último de los viajes a la isla fue para llenar los barriles de reserva de agua dulce, aunque varios de estos fueron rellenes con mas piedras preciosas en lugar de agua.
Esa misma mañana emprendieron el regreso. Levaron anclas e izaron las velas del palo mayor, no había apuro y si viento, al menos lo suficiente para mover la, ahora, pesada embarcación.
El capitán fue, uno a uno, a lo largo de la soleada mañana, hablando con cada hombre de la tripulación. Era, según él, la última oportunidad y ya no le importaba lo que pudieran pensar, al fin y al cabo no eran mas sus hombres, aunque ya no actuaban de tal modo. Les dijo que nada debían llevarse de esas tierras, y que el verdadero tesoro, aquel del que hablaban los mapas y sus escritos, estaba detrás, en el horizonte, era aquel resplandor que dejaban a sus espaldas. Fue el último intento por llevarlos a través de "la puerta".
Los marineros lo dejaron hablar, quizá por respeto o lástima, aunque la realidad fue que no lo escucharon. Algunos simularon hacerlo, otros evadieron sus culpas justificándose en la voluntad del resto, pero en realidad no deseaban seguir sus consejos, ya tenían el tesoro, la razón inicial del viaje, ahora solo debían volver sin complicaciones.
Terminó vagando solo, como un ermitaño, por su porpia nave. Nadie le negaba el paso, aunque se ponía en evidencia que preferían evitarlo, en cierta forma le rendían respeto y admiración por haberlos conducido hasta esas tierras, por haber confiado en el mapa y, a pesar de todas las críticas, cuando no creían ni sus propios hombres en su aventura, haber emprendido el viaje. Había tenido que soportar desconfianza e incredulidad durante todo el trayecto, hasta la hora que se oyó el grito de tierra. Inclusive nadie le impidió seguir utilizando su camarote, el más amplio y mejor ubicado de la nave. El del capitán. Sin embargo, estaba claro que ahora el verdadero poder lo tenían ellos: los marineros, y se lo habían delegado a su segundo hombre: Vázquez, quién siendo amigo y compañero del capitán, se sentía incómodo y hasta por momentos pensaba que deberían confiar en el capitán y cumplir su deseo de seguir. Por supuesto, el tampoco tenía el verdadero poder, la tripulación, en una especie de motín pacifico, era la que estaba a cargo del barco.
Vázquez, también fue el único que se atrevió a realmente escucharlo al oírlo. Fue una de las primeras noches antes de la tormenta, le dijo que esas tierras de piedras preciosas eran un simple jardín, como un parque infinito, un terreno circundante al verdadero lugar.
- ¿Y cual es ese lugar?- le pregunto.
- Es sencillo de comprender. Es el paraíso, aquel que el hombre perdió. Ese resplandor con forma de arco iris en el horizonte es la puerta, este es solo el jardín, como el parque de un castillo. Debemos seguir adelante y no conformarnos con simples riquezas terrenales, allá adentro hay mucho mas que tesoros, allá vive Dios, allá reside la salvación de los hombres. Es la oportunidad que tiene la humanidad para volver a aquel paraíso perdido. Es una puerta que aún queda abierta, Dios la dejo así, y nosotros somos los elegidos, somos los que debemos guiar al resto de los hombres. Dudo que la humanidad vuelva a tener una oportunidad tan clara como esta otra vez -.
Vázquez terminó de oírlo, y le dio la botella casi llena diciéndole, - la vas a necesitar, y también dormir un poco mas -.El capitán nunca supo si en realidad no le creyó o si lo hizo porque sabía que, de todas formas, el destino ya estaba echado.
La tormenta comenzó al día siguiente. Eran nubes del sur, grises y espesas, el viento soplaba tan fuere que debieron quitar las velas principales y navegar a cuarenta y cinco grados de las olas. Por momentos esto hacía que se alejen de su rumbo hacia el sudoeste.
El barco se estremecía con cada salto. Algunos marineros, realmente sintieron pánico al ver las grandes olas romper contra la proa, sobre todo porque ya habían visto o habían escuchado hablar del recorrido de vuelta del mapa y sabían de la "zona negra". Al regreso la ruta se introducía en lo que en "la zona negra", al menos así lo decía el mapa, y hasta ahora, con el recorrido de ida, había sido preciso y verídico todo lo que en ese papel decía.
La nave, cargada hasta la línea de flotación, sufría con cada embestida de las olas el peso de los sacos y barriles de piedras preciosas. La madera de las bodegas crujía y tambaleaba, aunque parecía resistir, después de todo, el "Ulises" había sido fabricado para la guerra y debía estar preparado para soportar mas de un golpe de cañón en batallas de mar abierto.
Algunos marineros, los mas viejos, desearon pedirle consejos al capitán, él había dominado con tranquilidad la nave en tormentas similares, y sin su mando se sentían desamparados. Pero nadie se atrevió al fin.
Mientras tanto, el capitán, en su camarote, ahora totalmente desarreglado y sucio, yacía la mayor parte del tiempo durmiendo o mirando por la ventana a las oscuras nubes con una mirada profunda que desbordaba temor y tristeza entrelazadas.
Pero al cuarto día, y para la misma sorpresa de los que creían que era el final, la tormenta, casi mágicamente, desapareció. En poco tiempo se volvió a ver el sol y el cielo azul sin nubes hasta la línea lejana del horizonte.
Los hombres salieron a cubierta y festejaron, se destaparon mas botellas y brindaron por el intenso labor durante la tempestad y por haber vencido a la mano de Dios. Esa tarde el capitán abrió la puerta de su camarote y salió a caminar. Lo hacía lento y piadosamente, mirando cada rincón del barco con melancolía. Parecía haber envejecido diez años en esos cuatro días. Su mirada caía desecha sobre sus cejas, su piel estaba reseca y arrugada, una de sus manos temblaba compulsivamente al caminar. La vieja gorra le cubría la frente y su traje lucía desarreglado y polvoriento. No era la misma persona que unos meses antes, cargado de entusiasmo y vitalidad, había partido del puerto comandando a ese grupo de hombres en busca de un tesoro. No era el mismo hombre que tiempo atrás había piloteado con pasión aquella misma nave.
Pero De la Cruz, que era uno de los hombres con mas carácter no pudo contenerse, apoyado sobre el mástil de proa y con una botella de ron por la mitad, lo detuvo con el brazo extendido y le dijo con voz cargosa, - ¿donde esta tu "zona negra"?. ¿Eso fue todo?, ¿una pobre brisa de trópico? - luego exclamó una carcajada burlona, mirando a sus compañeros más cercanos, quiénes se sumaron a él.
El capitán no se mostró ofendido, inclusive no le prestó demasiada atención, se limitó a responder en tono franco e informativo, - está en el mapa, como también pasamos por el jardín y pasamos por la puerta del paraíso y no quisieron entrar, este es solo el jardín de la "zona negra", pero lo pasamos. Si quisieron entrar aquí, y ahora que cruzamos la puerta estamos adentro, adentro de la "zona negra" del mapa. Si les interesa, leyendo el mapa descifré la descripción de la "zona negra", se llama el desierto del mar -. Mientras hablaba seguía caminando, como si no le importase si su respuesta fuese escuchada.
Los marineros ciertamente volvieron a sentirse aliviados con el buen tiempo y no daban crédito a los intensos comentarios del capitán. Las olas pequeñas crecían sobre amura de babor rompiendo contra el casco del "Ulises" que navegaba con todas las velas extendidas. El sol invadía los días y tranquilizaba a los pocos que creían que la tormenta podría volver desde el sur.
Todavía la mayor parte de los hombres guardaban, y no podían ocultar, un profundo respeto por el viejo marinero. Mas de uno, respetuosamente y con sincera curiosidad volvían a preguntarle sobre las maldiciones que predecía. Una noche, con un grupo de tres marineros que lo conocían desde hacía muchos años, según ellos pasado de copas, anunció que, según sus lecturas del mapa, estaba ingresando a lo que consideraba el final de todos. Algunos dudaron pero la mayoría desacredito sus predicciones y hasta olvidaron el comentario.
El día siguiente amaneció soleado como era de esperar, no había nubes hasta el horizonte, solo una pequeña brisa que apenas impulsaba al “Ulises” desde barlovento de estribor. Pasado el mediodía la brisa fue decayendo hasta que ceso por completo. El apenas perceptible oleaje disminuyó también hasta morir y el mar se transformó en lo que parecía ser un enorme estanque. El barco permaneció a flote, inmóvil. Incluso las corrientes marines tampoco lograban impulsar la zona viva de la embarcación. El sol, permanecía intacto en un cielo azul despejado, comenzó a palidecer sensiblemente. Sus rayos perdieron algo de brillo, aunque seguía iluminando y calentando, como siempre, aquel mar calmo.
Durante esos días la atmósfera fue lentamente cambiando. Era un cambió apenas perceptible, algo que sin poder definirse, era diferente. El aire perdió su color, su gusto, era difícil de explicar, estaba como enrarecido, sin aromas. Los sonidos, las palabras, los ruidos carecían de resonancia, simplemente recorrían el espacio insípido. Los colores del cielo y el mar se habían opacado. Los rayos solares eran más oscuros. Era imposible no notar la diferencia, no darse cuenta de que algo era distinto, sin embargo los hombres hicieron lo posible para evitar reconocerlas. Cada uno continuaba con sus actividades, esperando que vuelva el viento.
Pero los días pasaron y el viento no llegaba.
El capitán se había encerrado en su camarote. Se lamentaba por lo que sabía que sucedería, de alguna manera era su culpa. Se hecho a dormir y tardó mucho en despertar.
Las lluvias no llegaban, no había ninguna nube hasta el horizonte y las pocas reservas de agua, pertenecientes a los toneles que no habían llenado con piedras preciosas, empezaron a escasear. A pesar de que comenzaron a racionalizarla lo mejor posible, en poco tiempo se terminaría por completo el agua dulce del barco.
Esa noche hubo quiénes tuvieron extrañas alucinaciones, fueron los marineros mas jóvenes, pasada la medianoche, lanzaron gritos mientras dormían, dijeron que habían tenido pesadillas, en las cuáles, horribles figuras salían de las profundidades y los rodeaban y perseguían.
A la noche siguiente, se oyeron los mismos gritos y los doce marineros mas jóvenes, corrieron a cubierta, gritando e intentando alejar algo invisible, que parecía perseguirlos. Se arrojaron al mar y, ante la mirada impotente de los demás hombres, nadaron hasta desaparecer bajo las sombras de la noche sobre el mar.
Al día siguiente, algunos de los cuerpos sin vida volvieron flotando hasta el “Ulises”. Se mostraban pálidos y resecos. Tenían la piel extrañamente arrugada. A la mayor parte les faltaban los ojos, o los tenían severamente heridos. Los marineros que se acercaron para verlos se preguntaban porque podría ser, hasta que notaron que dos de los cuerpos tenían partes de sus propios ojos en sus manos.
Pasaron mas días y todo seguía igual, no soplaba ni la menor brisa de viento, no había mareas ni corrientes, el mar seguía siendo una gran pileta, y el sol un horrible castigo.
El capitán no salía de su camarote. Algunos marineros murmuraban que lo escuchaban hablar solo por las noches, otros creían que había muerto.
Al oscurecer al sol daba paso a las frías noches, brumosas pero secas. Los hombres se refugiaban donde podían intentando soportar las bajas temperaturas, hasta que el sol volvía y nuevamente atormentaba los cuerpos y gargantas de la tripulación.
Pasaron otros días y ya se había terminado el agua por completo, no quedaba nada de liquido, ni una gota de agua bebible.
Deseaban que volviesen las nubes, las tormentas. Un marinero siempre le teme a los truenos, a las grandes olas que golpean y hacen temblar las embarcaciones, pero son conscientes de los riesgos de un naufragio, un final desdichado en el fondo de las aguas de un rival inmensamente superior, como lo es el océano. Pero a su vez lo asumen, quizá como un tradicional destino. Como morir frente a un coloso invencible, un enigma infinito, sin sentido, esa es parte de la vida de un marinero. Al igual que un soldado que va a la guerra es consiente de que su cuerpo puede quedar despedazado, sin vida, tirado en el campo de batalla, un marinero sabe que una tormenta puede acabar con él como si fuera un pequeño insecto. Pero en cambio, padecer bajo el sol, presa de la sed, en una agonía lenta y cruel y sin poder al menos dar pelea, ese no era un destino para el que estaban preparados, no era parte del temor que sentían cada vez que miraban alejarse un puerto.
La incertidumbre destruía las pocas esperanzas de salir con vida, y no había nubes, y no soplaba el viento. Fueron cediendo, uno a uno, sin gritos, sin movimientos ni quejas, cayendo sobre cubierta en silencio. Cada vez eran menos, cada vez se oía mas y más el horrible silencio de la muerte. Quedaron los cuerpos sin vida de Haki y De la Cruz, tendidos sobre el puente, apoyados contra la pasarela de babor. Sus ojos miraban al cielo, sus labios quedaron pálidos y secos, sus lenguas tan hinchadas que spbresaían de sus bocas.
Esa noche volvieron los fantasmas de aquellos jóvenes marineros muertos. Eran sombras que se movían entre las sogas y los mástiles, que se ocultaban tras las veles despejadas. Y emergían mas y mas desde las aguas, sin moverlas, como si fuesen parte de la superficie. Y rodeaban el barco, como niebla, pero no era eso, eran rostros, desgarrados, deformes, siempre en movimiento. Danzando entre la noche, atravesando las paredes por debajo y por arriba de la nave, envolviéndola.
El capitán salió de su camarote, había estado muchos días, pero oyó una voz que lo llamaba con gritos apagados, exclamando su nombre, aquél que nadie sabía. Sobre el puente pudo ver como yacían los cuerpos inmóviles, vacíos, consumidos por el sol, pudriéndose en silencio. La expresión de desesperación aún vivía en los ojos de los muertos, era lo único que vivía de ellos, lo único reconocible.
- Este fue nuestro destino, la maldición del que no escucha, del que no entiende las escrituras o no cree en ellas - penso.
Volvió a oír esa voz, lo llamaba nuevamente, por su verdadero nombre, no decía, como de costumbre, “capitán”.
Recostado, apoyando su espalda contra el mástil principal, era Vázquez. Sus ojos, desorbitados parecían ya formar parte de otro mundo, su voz simulaba hablar del mas allá. Apenas movía sus secos y resquebrajados labios y la voz emergía profunda y lejana desde su garganta. El capitán se arrodillo a su lado.
- Era el jardín - le dijo Vázquez al reconocerlo - nosotros lo vimos y lo dejamos pasar -.
Terminó de decir esas palabras y su cabeza, como un peso muerto, cayó recostandose sobre su hombro derecho. Sus ojos permanecieron abiertos, mirando las estrellas de un cielo de aire espeso, sin color.
El capitán se puso de pie. No sentía sed y seguía vivo, pero era el único a bordo. Ya todos habían muerto. Miró a los fantasmas que giraban a su alrededor, estos, entonces, lo abandonaron, sumergiéndose en las aguas hasta las profundidades.
Quedó solo, con los cuerpos ya sin almas de sus hombres. Cada uno mirándolo desde los rincones donde yacían. Cayó al suelo, se tapo la cara y permaneció allí, llorando.

A la mañana siguiente el sol no apareció, el cielo estaba poblado de nubes en diferentes tonos grises y, aunque no muy fuerte, comenzó a caer una leve llovizna al tiempo que bajaba la temperatura. Ya era un día diferente, el aire había vuelto a tener color y olor. El espacio empezó a expandirse y soplaba un viento constante desde el sur. El agua tenía unos pequeños trozos de hielo, hacía bastante frío.
Desde temprano el capitán estaba detrás del timón, al mando del “Ulises”. Su postura firme, sus ojos fijos en el horizonte, castigados por el viento en un murmullo profundo. Y soplaba y soplaba cada vez mas fuerte. Se había deshecho de todos los cuerpos, arrojándolos uno a uno al mar, para que descansen para siempre en esa gran tumba.
El barco había amanecido en un profundo silencio. Las nubes se movían rápido y cambiaban sus formas con el viento, armando y desarmando expresiones, eran como los rostros de personas, sus marineros, desgarrándose la piel y mostrando sus huesos.
Cansado, bajo la vista para no ver mas esas tétricas imágenes. Las olas golpeaban con dureza la proa y elevaban espuma y miles de gotas que caían sobre el puente. Estas volvían a formar esos mismos rostros en al aire y se movían como susurrantes espectros sobre el viento hasta desarmarse sobre la madera. En el mar las olas también mostraban esas figuras danzantes, como fantasmas luchando, sin éxito, por salir del agua que los atrapaba y los volvía a sumergir hasta desaparecer.
En la soledad de aquellas aguas malditas, el marinero, sin dejar de apoyar sus brazos sobre el timón, rezó, como todas las criaturas lo debían hacer, sin hablar, recordando los cuerpos entre piel y huesos putrefactos que lo habían acompañado, y cuyas almas, ahora estaban en el espacio.
Rezó mucho tiempo, olvidando todo el resto, y los espíritus fueron desapareciendo hasta que el oleaje cesó y las nubes se abrieron mostrando el azul oscuro del cielo. Ya no había mas imágenes, no había mas rostros en el aire, solo el mar, el barco y el marinero.
Entonces, sobre el puente de proa pudo observar a una persona. Estaba lejos, pero supo de quién se trataba de inmediato. Estaba mirando hacia la lejanía del horizonte, su capa oscura se desplegaba con el viento, como una bandera. Giró para mirar al capitán, su rostro estaba serio, inmutable frente a las crudas ráfagas de aire. El capitán se acercó lentamente hasta él. El caballero espero a que este cerca, luego le habló:
- Le dije que no hiciera el viaje -.
- Pero no podía evitarlo. Yo traté de decirles que siguiéramos hasta la puerta, pero no me escucharon, no me escucharon - le respondió el capitán.
- No me prestó atención - le dijo levantando la voz, - ahora su tripulación esta muerta y sus almas le reclaman a usted. Todo por su ambición -.
- ¿Era necesario tomar la vida de todos estos hombres? -.
- No me lo pregunte a mí, yo soy solo un mensajero del destino, la pregunta es si era necesario que usted hiciera este viaje -.
- No lo sé, dígamelo usted - le contestó.
- Yo le diría que ahora comprendió sobre las cosas de este mundo y aprenderá a respetar los misterios del mas allá. Yo le diría que le temierá a la noche y sabrá que Dios le da oportunidades a los hombres, al menos a algunos elegidos, una vez en la vida. Siempre esta y estará la puerta, pero todavía ninguno tuvo la valentía para poderla atravesarla. Usted sabrá que deberá hacer - concluyó.
Luego, ante la mirada perdida del marinero, una ola trepó por la borda y cubrió al caballero, y cuando esta terminó de pasar, el hombre ya no estaba ni había rastros de él. Era como si se hubiera hecho agua.
- Quizá ese misterioso hombre siempre había sido parte del mar, quizá era el mar mismo, encarnado en un hombre. Nunca lo sabría - pensó el capitán mientras observaba él liquido escurrirse por las alcantarillas de estribor.
Se quedó solo, pensando y mirando el mar que lo rodeaba.
Entonces, de la línea del horizonte surgió una vela, parecía un espejismo pero fue convirtiéndose en certeza, era apenas perceptible, pero el ojo aún entrenado del capitán la reconoció de inmediato.
Solo, y con mucho esfuerzo izó la oreja de burro y volvió al timón, girándolo hacia la mancha apenas perceptible que circulaba de oeste a este, acercándose al continente.
Pero entonces el viento dejó de soplar y el barco se estancó en las aguas como si el mar fuese de barro. Una suave brisa se esforzaba para apenas lograr moverlo unos centímetros. No era suficiente y la vela se alejaba cada vez más.
Bajó hasta la bodega y tomó uno a uno los sacos de piedras preciosas y los fue arrojando al mar. Estos se hundían desapareciendo en las profundidades. Solo luego de tirar el último de los sacos logro igualar la velocidad del lejano buque hasta que, finalmente, pudo alcanzarlo.
Fue hallado solo, sin riquezas ni marineros. Pero antes de que fuera rescatado juró relatar su aventura, dondequiera que este, para que los hombres como él, aprendieran a respetar los secretos del mar y supiesen creer en ellos, para que supiesen tener fe en las cosas del mas allá, para oír los regalos que Dios nos ofrece, pensando que quizá algún día exista otra oportunidad y esperando que quizá el elegido sepa aprovecharla y hacer lo que él no había podido.

…

- El tiempo fue haciendo de aquel joven un anciano hasta que dejó lo que aquí queda, y así termina el relato -.

El anciano lo miró, su expresión era la misma desde entonces. El joven bajó la vista hacia la copa vacía, sacó un par de monedas y las tiró sobre la mesa. Salió de la posada, se podían ver algunas luces mas abajo, también pudo ver su barco. Era tarde y bajo la luz de las estrellas, descendió en silencio hacia la villa.

0 comentarios