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LEYENDAS

LA LEYENDA DEL DRAGON

La señal indicadora era un cartel de madera viejo y arrugado por la humedad. Algunos pequeños arbustos comenzaban a taparlo con sus hojas largas y finas. Estaba clavado en un madero muerto a un costado del angosto sendero, entre los árboles. Adelante comenzaba un nuevo tramo de subida donde se veían cada vez mas piedras a los costados, reemplazando la tierra húmeda cubierta por pastizales del camino.
Se detuvo frente a la señal y se sentó en una piedra a descansar, apenas a un lado del sendero. Apoyó la pesada espada en ella y ambas manos, ahora libres, sobre sus piernas.
Estaba bastante cansado y no quería darle esa ventaja a su enemigo. Había caminado mucho a lo largo de ese día. Desde muy temprano supo partir de la vieja “Posada del Guerrero”, donde había pasado la noche, quizá su última noche. Allí, tanto los viajeros que paraban como el posadero y los residentes, le desearon la mejor de las suertes y lo vieron partir hacia el bosque. Se negaron a cobrarle la noche y la cena había sido por cuenta de la casa, era lo que siempre hacían con los guerreros que se atrevían a enfrentar a Ufisto, así era como llamaban los del lugar al Dragón del “Bosque de las Marcas”. En realidad, la mayoría no creía que fuese a vencer, sin embargo, invitarlo era una muestra de confianza ya que de esta manera se hacía creer que al ganar volvería e invitaría él.
Antes de irse, el mas anciano de los que allí habitaban lo apartó del resto y le dijo cosas que le resultaron muy extrañas: - yo se que tu idea es vengar la muerte de tu hermano, pero también se que es por la leyenda. La leyenda dice que el que lo destruya se convertirá en el ser más poderoso sobre la tierra, y que todos le van a temer. Recuerda esto: esas leyendas siempre ocultan realidad entre sus palabras, no confíes -. Rufo apenas le prestó atención, estaba apurado por partir, ya había perdido bastante tiempo en conversaciones, oyendo consejos y precauciones que debía tomar.
En el interior del bosque, rayos solares aislados se filtraban entre las copas de los árboles dibujando perfectas líneas que se estrellaban contra los arbustos verdes. Observó el hermoso paisaje mientras sus pies se reponían. Desde donde estaba sentado podía ver los troncos de viejos robles extenderse en línea recta hacia arriba. Los árboles esparcían sus ramas como brazos formando un arco sobre le camino.
Le decían el Bosque de las Marcas porque hacía unos sesenta años atrás hubo una enorme crecida del Río Blanco, tan grande que cubrió todo el bosque de agua por unos meses, durante ese tiempo, el Dragón llegó nadando y se instaló en el refugio que encontró, una cueva entre las rocas en lo profundo del bosque, desde entonces allí vivía. Había quedado la marca del agua sobre la corteza de los robles del bosque. Ciertamente, se notaba una línea pareja marcada sobre la madera. Era como un tono mas claro que resaltaba rodeando la rugosa superficie.
Los de la zona decían que el Dragón debía ser fruto de las criaturas de Omífedes, demonio cuya fortaleza, se decía, estaba en la cima del enorme monte Yukon, lugar donde terminaba el Bosque de las Marcas y desde donde bajaba el Río Blanco. Según ellos, el Castillo de Omífedes tenía extensos jardines sobre la colina, en los cuáles había animales, bestias y monstruos sueltos. Había Dragones, feroces Minotauros, Serpientes gigantes, Costrados dotados de colmillos venenosos, Leones de dos cabezas y Lobos negros cazadores. También tenía plantas carnívoras y hiedras asfixiantes. Posiblemente Ufisto sería parte de aquel jardín pero con aquella crecida del Río Blanco debió haber escapado de las tierras de Omífedes y acabado en el Bosque.
Omífides nunca bajó al Bosque a buscarlo, pero se decía que al verlo irse, arrastrado por la corriente, el demonio tuvo tiempo de enviarle un hechizo, aunque nadie supo en que consistía o cuales eran sus consecuencias. Lo único cierto era que el Dragón llegó al Bosque y allí permaneció.
Un día, un caballero que recorría el bosque, se enfrentó al Dragón solo para tener su cabeza, fue una lucha dura y extensa, hasta que finalmente el Dragón lo venció y devoró. El caballero era de la corte del rey Popelio. El rey era amigo personal del guerrero caído, y al conocer la noticia ofreció una recompensa al caballero que lograse vencer al Dragón y traerle su cabeza.
Desde entonces muchos fueron los guerreros que lo enfrentaron. Siempre iban solos, a pie y con sus espadas, pero ninguno volvió jamás. Todos fueron vencidos y devorados por el Dragón, el cuál parecía no envejecer nunca, inclusive, parecía ser cada vez más poderoso con el correr de los años.
Nunca nadie presenciaba los combates mas que el caballero desafiante y el Dragón, pero se corría la voz de que una vez un hombre tuvo la valentía de ver parte del combate y creyó que el guerrero había vencido a la bestia, inclusive, el espectador fue corriendo al pueblo para dar la noticia de que Ufisto había sido por fin vencido, sin embargo, cuando volvió, junto a otros campesinos, el Dragón estaba allí, y el caballero, uno de los más fuertes y valientes que lo había desafiado, ya no estaba.
El Dragón había ganado una vez más.
Pasaron los años y la gente empezó a creer que realmente Ufisto era invencible. El rey Popelio murió sin poder vengar a su amigo y, su sucesor, que tenía un corazón más noble y un alma de conquistador, no le intereso que sus caballeros luchasen y perdiesen la vida contra una criatura que no causaba ningún mal sino que prefería enviar a sus valientes a cruzadas y conquistas. A pesar de todo, muchos guerreros de la corte eran tentados por el desafío. Para ellos, hombres cuyas vidas eran regidas por el honor y las victorias, la figura de Ufisto era como un trofeo único e invalorado. Sabían que podían ganar muchas batallas pero solo el que derrotase a aquella fiera sería el mayor guerrero de todos los tiempos. El duelo con aquel animal siempre terminaba siendo la razón de sus existencias, algo que los llamaba, que los atraía. Si no lo enfrentaban sentían que les faltaba algo, algo que los molestaba siempre como una astilla en el pie. Por ello, tarde o temprano decidían ir a enfrentarlo. Sobre todo muchos buenos jóvenes que querían la máxima distinción sin importarle los riesgos.
Uno de aquellos jóvenes guerreros que pretendían ser algún día un grande caballero y fue tentado por el desafío fue el hermano de Rufo, Voldus.
Rufo y Voldus eran los únicos hijos de una familia de nobles. Su padre había muerto en la Batalla de Los Contilos, frente a las tribus del sur, cuando Rufo tenía apenas siete años. Desde entonces, su hermano Voldus, que en ese entonces tenía dieciséis, tomó el lugar de su padre y lo instruyó para hacer de él un caballero. Le había enseñado todo lo que sabía. Día a día lo entrenaba y se entrenaba él también. Para Rufo su hermano era el mas grande de los caballeros y, en efecto, Rufo tenía bastante razón, Voldus era un magnífico guerrero.
A los doce años su hermano le entregó una gran espada. El mismo había trabajado el metal durante días para lograr un arma dura, sólida y letal.
- Esto es más que un trozo de metal - le dijo, - esta es la razón que va a sostener tu existencia, es la esencia de tu alma. Con ella tendrás el poder sobre la vida de otros, tendrás la responsabilidad de hacer lo correcto y, lo más importante, tendrás un honor que defender. La espada es como una bandera, la espada es la insignia de los caballeros - hizo hincapié mirando a los ojos emocionados de Rufo.
La espada brillaba con el reflejo del sol sobre el metal pulido. El filo era ancho, medía medio cuerpo. Sobre el canto se podía ver con claridad un símbolo tallado. Era el símbolo de la familia, la orden de la sangre ancestral. El arma era casi idéntica a la de su hermano. A él se la había entregada en sus brazos su padre a la misma edad que él ahora tenía.
Desde ese entonces, Voldus le enseño las técnicas de ataque y defensa, lo entreno en los movimientos de combate, le enseño tácticas y estrategias para enfrentar al enemigo. Cada mañana era una nueva práctica, luego por la tarde lo mismo. Poco a poco, Rufo fue aprendiendo los movimientos, aprendió a pararse correctamente y a no perder el equilibrio, a levantar la espada, a esquivar ataques, la defensa de los costados, la embestida frontal, y todos los trucos que su hermano conocía.
Mas adelante, su hermano comenzó alejarse. Salía a luchar junto a otros caballeros. Participó en batallas y cruzadas. A veces se iba por meses enteros y volvía cansado pero siempre feliz. En ocasiones sufrió algunas heridas cortantes, pero nunca nada de gravedad. Entre los caballeros se reconocía a Voldus como un gran guerrero, y Rufo, al oír los comentarios, se sentía orgulloso y soñaba con ser algún día como su hermano.
Pasaron los años y Rufo seguía entrenándose para ser un caballero mientras su hermano combatía y se llenaba de gloria.
Un día, su hermano comenzó a entrenarse nuevamente. Se despertaba temprano y practicaba movimientos con la espada. Ensayaba técnicas de ataque y defensa durante toda la mañana. Rufo se colocaba apollando su espalda sobre de un árbol y observaba con atención cada movimiento. Sabía que se trataba de algo especial, nunca antes se había preparado tanto para una cruzada.
Finalmente, una tarde, a la puesta del sol, Voldus se sentó junto a su hermano a la orilla de un arrollo y le contó que se preparaba para enfrentar a Ufisto. Mientras miraba correr el agua y el reflejo de las nubes teñidas de rojo en el cielo, le explicó quién era el Dragón y la tentación que resultaba obtener el trofeo. Le dijo que la leyenda decía que el que venciese a Ufisto se convertiría en el ser mas fuerte y poderoso de la tierra.
Creía en la leyenda y se mostraba seguro de que podía vencer al Dragón, y, aunque no lo hubiese estado, en el fondo, el orgullo seguramente lo hubiese llevado a enfrentarlo de todas formas. Rufo, a su vez, confiaba en su hermano y lo respaldo. Estaba confiado en que destruiría al Dragón.
La semana siguiente Voldus partió hacia la cueva del Dragón. Esa mañana al despedirse le dijo que volvería, y que si así no fuese, le confeso que creía que él también sería algún día un gran caballero.
Rufo se emocionó por sus palabras pero, como un hombre que era, no derramó lágrimas ni demostró debilidad, solo lo abrazó y le dijo que se cuidara y que lo vería pronto de regreso.
Nadie presenció la pelea pero un campesino que estaba en las cercanías oyó gritos que parecían de victoria, aunque luego de pasados unos minutos se convirtieron en gritos de dolor y pánico para, finalmente, se escuchar el clásico rugido de Ufisto.
El poblador, que conocía los sonidos del dragón, aseguro que tanto ese rugido como el de los días siguientes al combate , sonaban diferentes. Según su experiencia, significaba que el caballero que había enfrentado era realmente un oponente digno y que había resultado difícil de vencer, pero, como siempre, finalmente había vencido el dragón. Recordó que la última vez que los gritos de Ufisto sonaron de esa manera, había sido ocho años atrás, luego del enfremiento con Mitidres, uno de los caballeros mas duros y respetados de los que padecieron frente al Dragón.
Rufo recibió las condolencias de muchos de los amigos y compañeros de batalla de su hermano, todos coincidían que había sido uno de los mejores y que había muerto con valentía, gloria y honor.
Para ese entonces ya tenía catorce años y era todo un hombre. Prosiguió sus entrenamientos y se propuso, ante todo, que él vengaría a su hermano matando, de una vez por todas, al Dragón.
Desde ese día, todas las mañanas pensaba en Ufisto y en como lo enfrentaría. Se entrenaba para la lucha sin descanso, practicando técnicas de ataque y defensa específicas para enfrentar a un ser de gran tamaño. No temía, como ningún buen caballero, a la muerte, el peor temor era perder el honor o ser cobarde, pero Rufo sabía que no lo era, sabía que era un guerrero tan valiente como su hermano y que lo vengaría.
El cartel decía: “A la cueva del dragón”. No especificaba cuanto faltaba para llegar, la indicación decía simplemente el destino, como para que ningún forastero distraído siguiese si no tenía intenciones de encontrarse con el monstruo.
Desde allí en adelante sería un camino peligroso, el Dragón muchas veces salía a recorrer el bosque en busca de alimento, nunca demasiado lejos, pero él ya estaba cerca y podía cruzárselo inesperadamente, por ello, aunque estaba sentado descansando, no perdía de vista su alrededor. Miraba cualquier movimiento entre los árboles, cualquier indicio de una presencia viva.
Ajustó su casco. Rufo llevaba puesto una armadura completa. Era un poco mas liviana que la que solían usar para las cruzadas, ya que requería mayor movilidad para defenderse de los fuegos de Ufisto, sin embargo, el peso era importante para soportar los golpes. La protección consistía de un chaleco de metal que cubría su pecho y espalda y se apoyaba sobre sus hombros. Sus brazos los cubría una tela metálica que le daba protección y movilidad. La cabeza la protegía un casco que le cubría todo el rostro, menos los ojos, y llegaba hasta su cuello. Por último, sus piernas también estaban cubiertas por defensas metálicas. Las protecciones las había hecho un herrero del pueblo que también le había hecho la armadura a su padre y hermano. El hombre le dijo que era lo mejor que había hecho pero también lo trató de convencer para que no enfrentase al dragón, diciéndole que los desafíos son como una fuerza invisible que atrapa a cada caballero. Casi un defecto que los somete a sus voluntades, los obliga a arriesgar por el simple hecho de lograr un objetivo. Mientras mayor sea, mejor. Rufo simplemente le dijo que debía hacerlo ya que era un guerrero, estaba orgulloso de serlo y que, a diferecia de los hombres comunes, él, ni ningún buen caballero, renunciaría a un combate.
Pero el hombre insistió: - les doy ánimo a los guerreros cuando preparo sus armaduras, pero el Dragón es distinto, es un presentimiento - se detuvo un instante, lo miró detenidamente a los ojos y repitió - el Dragón, el Dragón es distinto -.
Se puso nuevamente de pie, tomo con firmeza su espada y, luego de mirar al cielo claro sobre el bosque y respirar profundamente el delicioso aire, prosiguió su marcha por el angosto trecho.
Mientras avanzaba no podía dejar de pensar en su hermano. Recordaba esa tarde que lo vio por última vez, recordaba su entusiasmo y convicción cuando partió en busca del Dragón.
Hablaron un largo rato esa vez. Voldus le confesó que durante un combate, ciertas veces llegaba a sufrir el temor a la muerte. - Es imposible que ese temor no exista, ni siquiera en un guerrero - le confesó en aquella ocasión, - la muerte esta y es una posibilidad en cada batalla. El problema es saber manejar esos pensamientos, saber controlar el miedo para que no sea un factor que juegue en contra - agregó. Luego le explicó que todo eso era necesario que lo sepa porque sino, se sentiría culpable al sentir temor e intentaría hacerlo desaparecer, - no es lo correcto, lo correcto es que permanezca allí, en un rincón de nuestras mentes, demostrando que la muerte es mas que cualquier poder humano y se merece respeto -.
Ahora Voldus ya no estababa. Recordaba que cuando supo que Ufisto lo había vencido se puso triste pero no lloró, mas bien se conformó con que su hermano había vivido y muerto como él lo había deseado, como un caballero. Tampoco tuvo en ese instante, fuertes deseos de venganza, no penso siquiera en el Dragón, aunque sabía que finalmente lo enfrentaría, casi por una cuestión de tradición. El único trofeo era el orgullo propio. No importaba el riesgo si la causa lo valía, y vengar la muerte de su hermano era defender el honor y eso siempre lo valía. Esos son los hombres con valor, y él era uno de ellos.
Se estaba acercando el momento que había estado esperando y para el que se había preparado durante tantos años. La cueva estaba cada vez mas cerca. Encontró los primeros rastros de la bestia, eran unas huellas profundas en el lodo seco que atravesaban el camino. Medían casi el largo de un antebrazo humano. El animal era pesado, pero de todas maneras, según los campesino, se movía con rapidez y agilidad. Por los costados comenzó a ver árboles rotos, arrancados desde sus raíces o con sus ramas cortadas. Seguramente, por su tamaño, necesitaba mayor espacio al pasar por el intrincado bosque. El lugar estaba en pleno silencio, se oía alguna ave al pasar en vuelo, pero nada mas. Los pasos del joven caballero era lo único que difería del estado, el metal que lo acompañaba y protegía era único origen de ruido de todo el bosque.
Ya estaba muy cerca. Comenzaba a dejar lo mas espeso de la vegetación atrás y encontraba mayor espacio entre los árboles, menos arbustos y piedras que comenzaban a aparecer esparcidas alrededor del camino. Avanzaba observando el lugar y recordando las indicaciones. Buscaba una abertura en la roca, la puerta de una cueva. Según los que la conicían, era imposible pasar desapercibido por el lugar. Avanzaba en silencio, procurando oír cualquier sonido sospechoso. El dragón estaba cerca, podía percibirlo, solo era cuestión de tiempo para que se dejase ver.
Por fin encontró, luego de trepar una pequeña loma, la cueva. Estaba al fondo de un marcado claro en lo que quedaba de bosque. La entrada medía como dos veces el alto de una persona y tenía forma de arcada irregular. Cruzó el claro con cautela. El suelo estaba cubierto de barro, en partes, algo húmedo. Ya no crecían pastizales allí. En los alrededores y sobre el piso había restos humanos dispersos. Los cadáveres eran de todos los guerreros que se habían enfrentado al dragón y este los había derrotado. Algunos cuerpos estaban calcinados, otros mostraban sus huesos expuestos, también había espadas lanzas y otras armas, la mayoría ya oxidadas, pertenecientes a las víctimas. El ambiente estaba aromatizado con la pudredumbre de huesos y carne humana, lo que le impedía respirar con naturalidad. La mayoría de los restos tenían muchos años y solo quedaban los esqueletos incompletos. El paisaje era deprimente, pero no se impresionó.
Miró hacia el interior de la cueva, adentro reinaba una sepulcral oscuridad. Avanzó un poco mas, hasta quedar a tan solo unos pies de la entrada. Entonces pudo ver, al pie de una de las paredes de piedra, una espada con un símbolo especial en su filo. Era el arma de su hermano, Rufo permaneció inmóvil, algo triste. Muchas veces había tenido la dudosa esperanza de que, en realidad, Voldus no había muerto. Son esos pensamientos que solo existen en la mente de quienes perdieron seres queridos sin poder despedirse de ellos viendo, al menos una vez, un cuerpo sin vida que les asegure que ya no existe la esperanza de volver a verlos en este mundo. Entonces su imaginación había supuesto complejas teorías de como podría seguir con vida, - quizá habría tenido que ir a otras tierras a cumplir alguna misión secreta, quizá se había unido a otro ejercito y estaba en otros reinos combatiendo -. Cuando era pequeño, en cierta ocasión Voldus lo había dejado sin dar ninguna explicación. Pasaron varias semanas y, cuando el temor de no volver a ver nunca mas a su hermano se había impuesto en Rufo, un día, Voldus apareció. Le explicó que debió ir a cumplir una encomienda cuyos detalles había dado su palabra que no revelaría, luego, nunca mas habló del tema y Rufo nunca supo donde había estado ese tiempo. Por ello siempre había guardado en un rincón, en el fondo de su corazón, la esperanza de que su hermano estaría en algún lugar, con vida.
Pero ahora, al ver su espada, aquella que siempre llevaba consigo y que, como buen caballero, jamás abandonaría, estuvo primera vez realmente convencido de la derrota y muerte de su hermano. No se atrevía a mirar entre los cuerpos con la intención de reconocer los restos de su hermano, aunque, inevitablemente sus ojos, sin su consentimiento, lo estaban ya haciendo. Pero no, no pudo ver a nadie, entre lo que quedaba de los que allí yacían, que pudiese reconocer con los rasgos de su hermano.
Se aproximo a la espada y, luego de colocar la suya sobre las piedras, tomó la de su hermano con ambas manos y levantó su filo sobre su cintura. Sería un honor utilizar la espada de su hermano para combatir, penso que seguramente eso era lo que él querría de estar vivo. No estaba demasiado afilada, pero era suficiente para cortar, de un buen golpe, cualquier tejido vivo.
El cielo se había nublado tomando un tono gris como el de las piedras que lo rodeaban. Las nubes venían del sur, y, aunque no eran de tormenta, lograron oscurecer bastante el cielo que antes había estado soleado.
Oyó un sonido seco, como un golpe contra la pared rocosa, proveniente del interior de la gruta. De inmediato retrocedió hasta el centro del claro y se puso en guardia, colocando la espada frente a su cuerpo y agudizando la vista, dispuesto a reconocer cualquier movimiento entre la oscuridad del interior del umbral. Luego fue como si se oyese un tenebroso rugido apagado que hizo eco en las paredes de la caverna y llegó a sus oídos como un trueno. Lo siguió un inquietante momento de profundo silencio. El caballero continuó expectante. Entonces el piso pareció temblar una y otra vez con los pasos de la bestia que se acercaba a la salida de la cueva, seguramente advertido por su excepcional olfato, de que un intruso merodeaba por allí. El tiempo se detuvo para Rufo, la espera resulto interminable. Por fin, desde el centro de lo más oscuro de la cueva surgió una enorme cabeza. La piel de la bestia era verde ocre, como el color de las hojas. Tenía dos grandes ojos similares a los reptiles pero de fondo rojo, cuyo centro era atravesado de manera vertical por un fondo negro ovalado. Desde los lados partían orejas puntiagudas de modesto tamaño en comparación con el resto de su estructura. Su hocico era prolongado hacia el frente, partiendo desde el centro de su rostro. Mostraba dos grandes fosas nasales, dispuestas de manera de abarcar todo el espectro de olores a su alrededor. Mas abajo, una enorme boca recorría de lado a lado la extensión del hocico, deteniéndose recién al llegar a su rostro. Cuatro colmillos sobresalían de manera pronunciada, escapaban de entre sus labios por cada lado, uno más cercano de menor tamaño y otro mas largo y encorvado mas atrás. Por sobre los ojos nacía una frente que se alejaba por entre las orejas y se perdía en un curvado cráneo. Su piel era arrugada y brillaba con el resplandor de la claridad de la luz del día. Su mirada era penetrante, sus ojos se clavaron en el visitante, parecía perturbado, lo observó con detenimiento, enseguida supo sus intensiones.
Asomó un poco mas su cuello y emitió, enseguida, una especie de gruñido diabólico. Echaba un humo gris oscuro de sus grandes mandíbulas y por los orificios de su nariz. En un instante el humo se contrajo, como si estuviese tomando una gran cantidad de aire, luego emitió un ruido sombrío y sopló con fuerza. Enseguida, desde su interior, se formó una extensa llamarada de fuego roja que lanzó, como una ráfaga, en dirección al caballero.
Rufo se cubrió el rostro con ambos brazos y recibió el fuego, quemándose una pequeña parte de su cabello y brazos, los cuáles estaban expuestos hasta el codo. Su armadura soportó el intenso calor, protegiendo el resto de su cuerpo. La ráfaga duro apenas unos segundos, lo que tardó Ufisto en vaciar sus pulmones de aire inyectado con el fuego que producían sus amígdalas de dragón. A cualquier otra persona que no estuviese cubierta con armadura, probablemente lo hubiese calcinado de inmediato, pero Rufo estaba preparado. De todas formas debía responder rápidamente ya que el metal se había calentado bastante y no resistiría demasiadas ráfagas ardientes más. El metal cadente mismo lo quemaría.
Rufo se movió velozmente, alejándose de la distancia a la que llegaba el aliento hirviente de la bestia y se reincorporó en posición defensiva.
Ufisto aún no mostraba su cuerpo, solo un largo cuello que se perdía en el interior. Sus ojos colorados mostraban una mezcla de furia y desgaste, quizá el monstruo estaba hibernando cuando el intruso lo despertó.
El primer ataque del Dragón había sido solo una pequeña demostración de su poder para alejar o, en el caso de que no estuviese preparado para resistir, acabar con él, pero ahora, en la lucha verdadera utilizaría todo su poder.
Rufo necesitaba que el Dragón saliese por competo de la cueva, así podría rodearlo y atacarlo por los costados, en cambio, como se encontraba en aquel momento, el único punto débil era el cuello, pero estaba bien protegido y cualquier intento por acercarse podía terminar con una llamarada. Retrocedió un poco mas. El dragón, lo observó un largo rato, demostrando claramente estar indeciso, como evaluando si era mejor salir o dejar que el intruso se alejara, pensando que quizá se marchase sin continuar la lucha. Pero Ufisto ya debía saber que los caballeros nunca se dan por vencidos, y por eso salió de su cueva para enfrentarlo en el campo.
El cuerpo del Dragón emergió desde la oscuridad, avanzó unos metros en dirección al caballero, que lo esperaba del otro lado del claro. Era corpulento y pesado. Cuatro pequeñas patas, que terminaban en pies anchos y con garras afiladas, sostenían todo esa infernal estructura verde. Su cola se extendía algunos metros más. Una especie de cresta puntiaguda atravesaba toda su espalda por la espina dorsal y llegaba hasta el fin de su cola, como dividiendo a la bestia en dos partes iguales.
El caballero aprovecho el avance del monstruo para correr hacia un lado de este e intentar atacarlo por allí, se movió lo mas rápido posible, sosteniendo con fuerza y determinación su espada. Casi logró llegar hasta su piel para atravesarla con el arma, pero la cola del dragón se movió hacia adelante y lo golpeó sin que tuviese el tiempo suficiente para defenderse con la espada. El impacto dio en su armadura pero la cresta de la cola era tan dura que dejó una marca profunda en el metal, hundiéndolo hacia adentro, casi perforándolo. Rufo voló por el aire y cayó sobre el barro, a unos metros, cerca de un árbol donde los restos de un caballero descansaban apoyados sobre su tronco. Antes de levantarse pudo ver la expresión de aquel rostro desgarrado y sin vida y temió que él pudiese terminar así. Pero el miedo pasó de inmediato, recordo entonces las palabras de su hermano sobre el miedo y decidió que no era correcto que un caballero se permita debilitar por ese sentimiento. La valentía prevaleció, y en cuanto se pudo reincorporar volvió a embestir a la bestia, que se vio un tanto sorprendida por la pronta reacción de su enemigo.
Corrió con todas sus energías intentando colocarse debajo del cuello de ufisto, y desde allí clavarle su espada. Logró llegar hasta la posición. En su carrera, arrojándose al suelo pudo evadir una pequeña columna de fuego que el dragón apenas tuvo el tiempo de lanzar. Cuando estuvo debajo y a punto de colocar su espada en posición para clavarla, el mismo cuello de Ufisto bajo para golpearlo. Si su espada hubiese estado hacia arriba habría perforado la garganta de la bestia pero no había llegado a hacerlo. Cayó al suelo y se repuso mientras el dragón se alistaba para aplastarlo con una de sus patas. Rufo escapó hacia un lado y volvió a alejarse, por segunda vez vencido, pero no desanimado.
El caballero era muy persistente, Ufisto, a pesar de ser un dragón, lo había notado. Una vez mas, recién repuesto del segundo intento fallido y como si fuera la primera vez, volvió a la carga. Esta vez su blanco fue una de las patas, pensó que si llegaba hasta ella y le podía hacer un corte lo suficientemente profundo como para dejarlo inmóvil luego sería más sencillo acabar con él.
Fue directo al blanco por uno de los lados del cuerpo de su enemigo. El dragón, esta vez, tuvo el tiempo para descargar una ráfaga ardiente sobre él. El fuego se abrió frente al paso del guerrero, solo una parte se escurrió entre el metal que lo protegía y quemó parte de su pecho. A pesar del dolor que sintió no se detuvo, llegó hasta el pie delantero izquierdo del dragón y, en un movimiento circular, perforó la piel con su espada, de forma horizontal, de lado a lado. La herida fue profunda, enseguida un líquido azul oscuro, casi púrpura, comenzó a salir del corte, deslizándose por su pata hasta juntarse en el suelo con el barro.
El dragón rugió abriendo su gran mandíbula, sintiendo el dolor en su cuerpo. Le costaría mucho volver a mover su pata con velocidad. El caballero sintió ánimo y esperanzas al ver que su movimiento había funcionado, sintió placer al oír el grito de dolor. Luego de terminar el movimiento se alejó del cuerpo de su enemigo. Su armadura se había salpicado con la sangre azul de Ufisto.
Enseguida, y sin darle tiempo para reponerse volvió a cargar sobre él desde su retaguardia. Quería herirlo de la misma forma que lo había hecho, pero ahora sobre una de sus patas traseras, ya que estas eran las que mas fuerza hacían para movilizarlo. Se acercó lo suficiente y preparó el movimiento bélico, pero, esta vez, a pesar de estar desorientado y dolorido, Ufisto movió su cola para repeler al enemigo y dio justo en las costillas del guerrero, el cuál salió despedido con violencia. El impacto había sido muy fuerte y directo. La armadura no resistió y se rasgó en el lugar. Posiblemente se había roto o, al menos, fisurado alguna costilla, Rufo sintió mucho dolor. Cayó sobre el barro, boca abajo y aturdido. Tardó en reponerse, su cabeza había golpeado el piso en la dura caída. Estaba mareado y desconcertado. Perdió el equilibrio en el primer intento de restablecerse. Su visión se tornó borrosa por un momento y se dio cuenta que no podría pararse hasta, por lo menos, poder aclararla.
El dragón, mientras tanto, se movía con dificultad para acercarse a su víctima. Ya estaba casi sobre su víctima. Rufo lo vio desde el suelo. Apenas tenía fuerzas para levantarse, el último golpe había sido muy fuerte. El dragón ya estaba a pocos metros de él y penso, por primera vez, que podía ser su fin. Ahora ningún premio valía tanto, ni la venganza de su hermano, ni el mismo premio de convertirse en un ser poderoso al vencer al dragón, ya nada importaba, nada valía tanto como haber sobrevivido, como la vida misma, pero era tarde para esas conclusiones.
Todo había ocurrido tan rápido que apenas había podido estudiar a su enemigo. Quizá aquel impulso por hacer las cosas tan rápido era una de las causas de su pronta derrota. Desde el piso elevó su mirada para clavarla contra los ojos del Dragón. Todavía tenía esperanzas de que tuviese el tiempo para alejarse, pero no era probable que Ufisto le diera ese tiempo.
El dragón lo miró fijo, seguro de ser el vencedor, como el verdugo que observa a su víctima antes de ejecutarla. Miro con detenimiento el rostro de aquel caballero y su espada. Entonces, algo le llamó la atención, algo tan fuerte que hizo retrasar, al menos unos momentos, la ráfaga de fuego que pondría fin a la vida del guerrero que lo había desafiado.
La bestia cambio su mirada, fue una especie de imagen, recuerdo, o lo que fuese que la desconcertó. Comenzó a emitir rugidos cortos y bajos. Duró unos instantes, siempre los mismos sonidos. Parecía esforzare para realizarlos de esa manera, exigiendo su garganta para que produzca ruidos que no le eran comunes o para los que no había sido creada. El dragón movía su cuello de un lado a otro, buscando una posición que pueda resultarle favorable para su misterioso fin.
Rufo oía sin prestar demasiada atención mientras pensaba en que podía hacer para escapar de su enemigo. Pero, sobre todo, al sentir que apenas podía mover su cuerpo por el dolor, prestó cierta atención, casi curiosidad por saber de que se trataba aquella especie de ritual que protagonizaba Ufisto. Oyó durante un momento aquellos dificultosos sonidos hasta llegar a la conclusión de que su enemigo intentaba darle un mensaje, como queriendo hablar al igual que un humano. Los rugidos, de a poco comenzaron a tener sentido, era como una voz de fondo, un sonido real detrás de esos ruidos sin sentido que salían de su garganta.
Rufo permaneció en el piso, con la costilla muy dolorida, aún sin poder reponerse. Necesitaba tiempo, y Ufisto, por alguna razón, se le estaba otorgando esa chance.
Entre los ruidos sin sentido, el caballero pudo sentir que escuchaba algo racional, algo con sentido: - la espada - escuchaba como una especie de murmullo de fondo entre la mezcla de roncos gruñidos. Rufo creyó que era su imaginación, pero la voz permaneció y fue cada vez mas notable, mas clara, mas perceptible entre los demás ruidos que la opacaban.
- esa espada, esa espada, el caballero que la tiene, el caballero - repetía una y otra vez entre el murmullo de los ronquidos diabólicos que rodeaban las palabras.
Rufo lo miraba a los ojos y notaba algo diferente en la mirada de aquella bestia que lo amenazaba. Era una especie de aprecio especial, antes, durante el combate no tenía había notado esa mirada, solo recién cuando se aproximó para acabar con él.
Era la espada, la espada que no debaba de mirar aquella bestia, pero que tenía ella, que había visto aquel monstruo sin sentimientos mas que el de combatir y vencer a otros guerreros.
El dragón, en un nuevo nuevo intento de emitir algo con sentir, esta vez de manera perfectamente clara y precisa logró, hacer una corta pregunta: - ¿porque, porque, porque? -.
Rufo, algo desconcertado, respondió pensando en tener una oportunidad para volver a atacar: - Para que mi hermano descanse en paz - , le dijo con una voz apagada.
El dragón se sorprendió de una manera profunda y comprensiva al oír esas palabras. Bien pudo haber acabado con su enemigo mucho antes, pero quedó inmóvil, como si hubiese recordado todo lo que lo perturbaba de una vez, en un segundo. Fue como si su mente se hubiese despejado por completo. Había logrado, dentro de su pequeño cerebro de animal, encontrar la respuesta que necesitaba, ahora sabía quién era y quién había sido. Recordó su vida y su pasado, recordó, de pronto, quién lo enfrentaba y porque lo hacía. Así permanecio, debatiéndose entre esa fuerza con la que los recuerdos se habían desenterrado para ser colocados, todos a la vez.
No podía justificar su propia muerte, tampoco, sintió, que podía matar a su enemigo, era una decisión muy dura y difícil. Dejar que aquel joven guerrero obtenga el premio que nadie nunca había comprendido como lo que era en verdad, o acabar con su vida y evitar las desgracias y sufrimientos que el destino le había impuesto al consagrarlo. Era demasiado para pensarlo en tan poco tiempo.
Desde el mundo externo, Rufo solo veía a un Ufisto inmóvil y visiblemente confundido. Aprovecho el extraño desconcierto que el monstruo padecía para, sin dudarlo y utilizando toda la energía que podía juntar, atacar. Arrojó la espada, desde el piso, con toda su potencia hacia el cuello del dragón. Esta, voló en dirección a la garganta de la bestia y se clavó en el centro de ella, atravesándola por completo y saliendo por su nuca.
Ufisto permaneció inmóvil observando como la espada atravesaba su piel. Luego, de su nariz arrojó llamas amarillas. La sangre azul brotó como una cascada de la herida, sus piernas temblaban casi sin poder continuar soportando el enorme peso y, apenas un momento mas tarde, el enorme cuerpo calló.
Cuando el dragón moría llegó a decir, casi con tristeza y con mucha dificultad, algunas palabras: - y el premio será tuyo, como lo fue para mí, porque yo fui…-.
Pero no pudo terminar la fase, la sangre azul le salía por su boca y le cubría toda su enorme cabeza, ahora recostada hacia adelante.
Luego murió.
Pasó un instante y su cuerpo, tendido en el barro, enflaqueció. Comenzó a temblar y a encogerse, como una corteza húmeda. De a poco fue desarmándose, hasta que, finalmente, desapareció por completo. El caballero sonrió feliz al verlo morir. Pensaba que sería una leyenda, que por siempre todos hablarían de él, del caballero que derrotó al dragón. Desde ese día sería recordado por siempre.
Ya estaba por emprender su regreso cuando observó aterrorizado sus pies. Estos habían crecido y estaban destruyendo la armadura, luego creció todo su cuerpo, hasta que la armadura se destruyó por completo. Un cuerpo verde emergió de entre el acero, un cuerpo que continuó expandiéndose hasta tomar la forma de un dragón. El caballero se miraba y gritaba desconcertado. Entonces, y al poco tiempo, se dio cuenta de que ahora era un Dragón idéntico al que había destruido. Ahora era Ufisto.
La leyenda era cierta, se convertiría en el ser mas poderoso, el que nadie podía jamás vencer, ese era Ufisto, el Dragón del bosque de las Marcas.
Su memoria comenzó a fallar, de a poco fue perdiendo las imágenes de su pasado, de su vida como hombre. Una bestia guerrera no necesita de recuerdos para existir.
Antes de olvidar toda su vida pasada pudo darse cuenta de que había matado a su hermano, el cuál, durante todos esos años, había sido el dragón. Voldus, al ver su propia espada y a su hermano, había recordado todo, lo había reconocido, pero no supo que debía hacer. Al final, prefirió morir que matarlo, ahora era el turno de Rufo para tomar su lugar.
Mas tarde, dos hombres aparecieron de entre los árboles del bosque. Eran de la posada donde Rufo había parado la última noche. Querían saber el resultado del combate. Observaron los restos de su antigua armadura, vieron al caballero, ahora convertido en Dragón, y se estremecieron.
- El guerrero no pudo con él - comentó tristemente uno de ellos al otro, el cuál asintió con la cabeza.
Pero el caballero, ahora con el cuerpo de Ufisto, intentó acercarse a ellos y explicarles quién era, antes que terminase de olvidarlo por completo. Sin embargo sus palabras solo fueron extraños gruñidos. Los hombres se alejaron por el bosque cautelosamente sin permitirse siquiera oír lo que una bestia sin sentidos podría querer decir.
Ahora, por fin, era, como bien decía la leyenda, el mas poderoso. Caballeros de todo el reino vendrían para tratar de matarlo y la única forma de mantenerse con vida sería esperarlos allí, en la caverna, y, con su nuevo enorme cuerpo, sus llamas ardientes y su fuerza, matarlos primero.
Con el tiempo olvidaría que fue humano, la empobrecida memoria de aquella bestia solo iría recordando su vida como Dragón. Su nueva esencia le impediría volver a sentir temor, compasión y demás instintos del hombre que solo perjudican al guerrero mas perfecto y poderoso del reino.
Y así sería, luchando por mantener su vida frente a los caballeros que pretendiesen alcanzar la gloria sin conocer la verdad, hasta que, algún día, alguien le quitase el premio.

LA LEYENDA DEL MARINO

Era una tarde soleada y agradable, el joven marinero caminaba observando todo a su alrededor. La gente que vive en altamar durante meses interminables luego ven las cosas de la tierra con una admiración que quizá, en el día a día de los hombres de tierra, se va perdiendo. Por mas amor que se le tenga al agua, ver el saliente y el poniente del sol sobre el mismo mar una y otra vez llega a ser devastador. Los días se alargan como el horizonte, las semanas se hacen infinitas.
Los hombres de mar huelen el aroma a tierra húmeda luego de la tormenta y el polvo en el aire los días secos, perciben los colores de la hierba de los campos, de los árboles en los bosques, el fresco y dulce sabor de los ríos de montaña. La belleza de los caballos galopando por superficie firme y segura. Hasta el mismo cielo tiene otro aspecto, un color más amigable, el gris de las nubes no se percibe como un enemigo. Si, ese mismo cielo tormentoso, que se aferra del horizonte para elevarse y causar naufragios, destrucción y muerte, desde tierra firme es recibido como una caricia para los campos, un descanso del sol.
Luego de mucho tiempo en el mar los marineros ven a la tierra como un reflejo del paraíso.
Todo eso iba pensando el capitán mientras avanzaba por el sendero cuesta arriba. Había amarrado esa misma mañana en el muelle del puerto y estaba agotado por todos lo que implicaba el desembarco y la organización de las innumerables actividades dentro y fuera del buque.
Recién al finalizar el reparto de las tareas de reabastecimiento; comida y víveres, barriles de agua, velas, y demás artículos imprescindibles para la supervivencia sobre el océano, pudo salir de la ciudad. Solo restaba coordinar los preparativos para la partida, programada para el alba del día siguiente.
El mismo se había encargado de la comida. Compró frutas frescas, especies, sal y conservas que ya estaban siendo depositados en las bodegas del buque.
Unos metros por delante de su andar, una liebre cruzaba por el camino. Esta se detuvo, se paró en dos patas y comenzó a mover su pequeña nariz como intentando percibir algún olor familiar. Al notar que el extraño se acercaba la liebre volvió a pararse en cuatro patas y se alejó unos metros del camino. El capitán la admiró brevemente. Envidió su extraordinaria sencillez, su manera simple de vida y pensó cuan arriesgada y codiciosa era la suya.
Se había creado el tiempo justo para cumplir con su intriga. Hasta un grupo de sus propios marineros que habían oído hablar de las historias del viejo también le habían pedido e insistido que vaya, un poco por curiosidad y otro tanto con la esperanza que el viejo, si existía, logre convencerlo y hacerlo desistir de tan peligrosa travesía.
El joven capitan los había escuchado y dijo que les haría caso solo para complacerlos, aunque lo que más le importaba era la valiosa información que podría llegar a conseguir si el hombre realmente había vivido lo que contaban las leyendas.
Miró la pradera extenderse hasta los montes a lo lejos. Pensó en todo lo que había en la tierra y todo lo que dejaría de ver al alejarse del puerto una vez más. Un manto azul sería el único terreno que vería durante mucho tiempo, siempre el mismo color, siempre el mismo sabor del aire y en el viento, idénticos movimientos hacia uno y otro lado, como una mecedora. Siempre el mismo silencio, un silencio tenebroso y enloquecedor. Observar el poder de un espacio interminable desde un lugar tan reducido, donde no se puede recorrer mas allá de la cubierta, no se puede subir mas allá del mástil y no se puede bajar mas que el depósito de víveres y agua potable. Y por la noche mirar por la proa y solo ver el negro, la nada, un abismo que parece que nunca tiene fin.
Luego de mas de una hora de caminar, sobre una pequeña elevación, como le habían indicado, encontró la posada. Era una pequeña y descuidada cabaña de piedras y madera. Contaba con dos plantas y techo a dos aguas construido con viejas maderas sin demasiada prolijidad.
Los viajeros solían detenerse a pasar la noche allí para llegar al pueblo por la mañana. Había una madera para amarrar los caballos. Detrás, a unos treinta metros se veía un establo donde se le dejaba alimento a los animales y un lugar para que pasaran la noche. Contiguos al establo estaba el granero y un cobertizo repleto de fardos secos apilados que podían olerse desde el camino. Se detuvo frente a la puerta de madera y, antes de abrirla, miró hacia atrás. Observaba la tarde transformarse en noche. A sus espaldas los campos coloreados por los sembrados se apoyaban en la pradera descendiendo levemente hasta llegar a los pies del pueblo. Por muchas de las chimeneas comenzaban a salir columnas inmutables de un humo gris claro, posiblemente debido a que las mujeres estaban comenzando a preparar la cena.
El pueblo estaba formado por casi un centenar de casas. Se construían con madera de roble sin pulir, obtenida de los lejanos bosques de las colinas. La mayoría eran muy similares; con techos simples a dos aguas, dos ventanas al frente en la planta inferior y una en la planta de arriba.
El pueblo contaba con una proveeduría que abastecía a los barcos mercantes, un salón bar donde se reunían los lugareños y los forasteros a beber, pelear y gastar. No había iglesia, escuela, administración ni nada que se le parezca a un pueblo civilizado, era solo un puerto de paso con lo justo y necesario para reabastecerse y partir.
Las almas que habitaban aquel lugar eran en su mayoría marineros, algunos solo pesqueros o comerciantes pero muchos otros eran aventureros, buscadores de tesoros o de otras suertes, pioneros y exploradores. Buscaban nuevas tierras, descubrir que hay mas allá del horizonte y de los conocimientos del mar. Había también piratas que escapaban de la ley y soldados que abandonaron sus ejércitos.
Veía el movimiento callado de las naves ancladas en el muelle del puerto. Había barcazas de pescadores, un par de galeones de mercaderes y otros tantos buques de menor o mayor tamaño. Uno de ellos le pertenecía y la mañana siguiente zarparía para llevarlo hacia mares lejanos, llenos de misterios y peligros, hasta llegar a las tierras inexploradas del norte, para encontrar riquezas incalculables.
“La zona negra” decía el mapa. Según sus propios cálculos mas o menos unas ciento cincuenta leguas de aguas heladas. Una zona que parecía ser de mar tranquilo, clima helado y corrientes frías. Quizá hasta podría encontrarse con témpanos, pero no eran de temer ya que sus vigías eran marineros experimentados y sabrían verlos a tiempo. En el papel que, después de tantos años, había logrado conseguir, la franja figuraba con un círculo rojo y solo era atravesada por la línea del trayecto de vuelta. Eso era lo que más lo intrigaba y uno de los factores determinantes por los cuáles había aceptado ir a hablar con el viejo marino del norte. La línea punteada que determinaba el recorrido de ida, el llegar al sector, se desviaba en un giro semicircular bordeando el circulo rojo. Probablemente en la practica el verdadero camino también debía atravesar la zona, sin embargo, el que escribió el mapa, por algún motivo, solo la atravesó en el recorrido de vuelta.
No se sabía con certeza quien era el autor de dicho mapa, algunos decían que era el viejo marino del norte o de la posada. Así lo llamaban los del pueblo y así era como había trascendido mas allá de las playas, al igual que sus leyendas sobre las tierras del norte. Era la manera como corrían las noticias por los océanos, tan rápido como mensajes en botellas.
No existía una causa real o conocida de peligro, solo era un nombre y una leyenda, un hombre y su leyenda. Pero en aquellos tiempos donde el mar era un oscuro misterio y, donde los mitos estrechaban la realidad y la fantasía. En un tiempo como aquellos todo era temerario.
Por esos tiempos el mar ocultaba secretos y vivían horribles monstruos que surgían de las profundidades y devoraban embarcaciones enteras de un solo bocado. Era bien sabido que en los mares del sur existían criaturas llamadas “Moas” que quemaban los barcos con llamas ardientes que arrojaban de sus narices, luego, uno por uno, devoraban a los marineros que se arrojaban al mar para salvarse de las llamas. A veces los mantenía con vida por semanas, jugando con sus cuerpos mientras nadaban en busca de otras víctimas. Eran enormes, se elevaban sobre sus colas superando la altura de los mástiles más altos. Nadaban siempre en diagonal y rodeaban a los barcos entre dos o tres. La única posibilidad de huir era yendo al norte por corrientes frías ya que se decía que en aguas frías eran más lentas. También se hablaba de barcos fantasmas, guiados por espíritus de antepasados muertos en las crueles batallas del Mar Blanco o Mar de Hielo. Surgían de entre la niebla las noches más oscuras y abordaban los buques degollando a todos sus tripulantes y bebiendo su sangre. Luego colgaban los cuerpos de los mástiles y abandonaban la embarcación a la deriva. Por fortuna, por aquellas aguas no habitaban las seductoras pero mortíferas sirenas, otro peligro que atemorizaba a tantos marinos.
La leyenda del viejo marino de la posada había ahuyentado a muchos buenos hombres que habría querido contratar para su aventura. Pero la ambición derrotó a muchos otros y finalmente juntó una tripulación relativamente capaz, formada en su mayoría por forasteros que no conocían demasiado las leyendas del mar.
Hacía ya varios meses que le habían contado por primera vez sobre los tesoros de las tierras de la aurora boreal pero también escucho las advertencias de maldiciones para quienes usurpen las riquezas de esas tierras. Sin embargo, las leyendas continuaban jugando en su mente y ahí estaba, buscando respuestas. “Recuerda lo que le ocurrió al viejo marino de la posada”, “recuerda la leyenda”, “la zona negra”, “las aguas del mal”, “la zona maldita”, “la franja de los muertos sin ojos” y demás nombres con los que se referían el extraño circulo rojo del mapa. Cada nueva frase que oía de boca de marineros experimentados al rechazar su oferta hacía crecer su intriga, aunque solo su intriga ya que no creía en esos cuentos, para él los mares eran tan solo agua salada, y las historias, fantasías.

Empujó la puerta de roble hacia adentro, esta cedió ruidosa a madera vieja. El piso también era de madera y, debido a la humedad que subía de la costa, este crujía a cada paso mientras se acercaba a la barra. Detrás de esta, un hombre robusto, del cuál colgaba un delantal sucio, frotaba con un trapo un jarro de metal sin darle la menor importancia a su presencia. Se apoyó sobre la barra y pidió una cerveza mientras miraba a su alrededor. El cantinero, de claros rasgos daneses, sin levantar la vista ni darse vuelta frunció su rubio bigote, tomó un vaso y de un tonel, que se encontraba detrás de la barra y sirvió el líquido espumoso. El salón estaba en penumbras, la luz se había consumido por completo con la caída de la tarde y solo unas tenues velas situadas en el centro de cada mesa lo iluminaban. Aparte del posadero había una sola persona más en el lugar. Estaba sentada en una mesa contra la pared en la oscuridad de un rincón. No dudo en que era el hombre que buscaba, tomó la copa y caminó hasta su mesa. Se detuvo un instante para recorrerlo con una mirada y luego se sentó frente a él.
Era un anciano. Cargaba aún con su vieja gorra azul de marinero. Su frente era atravesada por anchas y profundas arrugas horizontales, también partían de sus demacrados ojos en todas direcciones. Su mirada gastada reflejaba a un hombre que en algún tiempo fue sangre de ilusiones y luego lo perdió todo. Usaba un saco azul que sabría hacer, en alguna lejana época, de uniforme. Tenía un vaso de whisky casi vacío entre sus manos. Dormitaba como si estuviese cansado, cansado de la vida.
No movió ni un dedo mientras el marinero se sentaba, luego levantó su vista lentamente hasta hacer chocar intensamente su mirada con la del otro hombre. Perecía saber quién era y que se proponía, parecía conocerlo desde hacía mucho tiempo y en realidad en parte de eso se trataba. Ese hombre era el reflejo de su propia juventud, era él mismo muchos años atrás, cuando aún solía ser un bravo marinero y tenía sueños de recorrer los mares como conquistador, sueños de desafiar a Dios y a los misterios que ocultaba el mundo que había creado. Se pregunto cuantos hombres en la tierra eran como ellos dos, cuantos se internan en los secretos más ocultos arriesgando sus vidas para hacerse ricos saqueando las tierras de Dios. ¿Por que desafiar lo desconocido?, ¿para que revelar las cosas prohibidas?, ¿para hacerse parte de la historia?, ¿para permanecer en la memoria de los hombres por siempre?.- Es que cuando Dios nos da el don de descubrir algo que él ha creado para nosotros el descubridor siempre lo utiliza para negar a Dios y para obtener la mayor cantidad de frutos materiales de este. Pues así somos los hombres -, pensó, era la cunclusión a la que, a lo largo de los años, había arribado. Luego tomo aire y habló:
- Estaba esperando a un marino ambicioso e incrédulo- le dijo con una voz áspera, cargada de una triste derrota contra las fuerzas del tiempo.
- No sabría, en verdad, que es lo que hago en este lugar- respondió con un aire de indignación mirando el líquido dentro de la copa.
- Nadie mas que tus propios pies caminaron al encuentro de este inútil anciano- aclaró con sabia serenidad.
El aire del ambiente estaba inmóvil, como perdido en el tiempo, se olía la recta columna de humo que se elevaba de la luz de la vela, muy de vez en cuando perdía su estabilidad y comenzaba a ondular hasta volver al reposo en la rectitud. La cera caía silenciosamente por los lados amarillentos para luego petrificarse.
- Muchas palabras, muchas leyendas. Creo que vine para escuchar solo una más- se definió el marino antes de beber un largo sorbo de cerveza.
- ¿Solo un cuento mas?- preguntó el viejo anticipando hacia donde apuntaría la respuesta.
- Fueron muchos los navegantes que rechazan el botín que depara este mapa por un vulgar y mítico cuento. Tengo al menos derecho a escucharlo de los labios de hombre que lo divulgó- respondió con marcado gesto de molestia entre dientes.
El viejo lo miró con triste compasión, sabía que la codicia era el que lo guiaba por los mares y sabía que no es un buen guía, probablemente le esperase un final trágico pero él nada podía hacer al respecto, sus oídos no escucharían más que lo que su corazón deseaba oír.
De todas formas se merecía una oportunidad, y si había caminado hasta allí para escuchar su historia eso es lo que escucharía. - El mar oculta misterios que van más allá de la razón humana-. Dijo intentando en vano amedrentarlo, se acomodó echando su espalda atrás sobre el respaldo de la silla antes de proseguir. - Muchos años atrás, con las mismas ilusiones de gloria que todo joven marinero lleva en sus venas, un hombre juntó una centena de excelentes marineros para llevar a cabo una peligrosa travesía, la más grandiosa que el hombre haya soñado alguna vez-.
El anciano miró el abrigo del marinero como buscando algo, algo que estaba seguro que llevaría con él en uno de los bolsillos. Notó que de uno de los pliegues internos del abrigo, el derecho, sobresalía el extremo de un papel enrollado. Al verlo lo señalo mientras le decía: - Te preguntarás como y quién dibujó el mapa que esta en tu poder. Pues un día, un viejo granjero, justo antes de morir, mientras agonizaba en su lecho, tuvo la gran visión de aquellas tierras, pudo ver miles de piedras preciosas con todo su esplendor reflejándose en el sol, lo vio todo y lo describió. Se mantuvo durante mas de dos días en un estado de posesión, los ángeles y el diablo luchaban por su debilitado cuerpo, su piel se estiraba y se comprimía. Los allí presentes, todos campesinos, se atemorizaron al ver lo que le sucedía y fueron al pueblo gritando lo ocurrido. Alarmados por la noticia, muchos caminaron hasta la pequeña choza donde el hombre yacía. En su mayoría, la gente que asistió era del poblado, campesinos o curiosos.
El hombre fue poseído por esas extrañas fuerzas entre el bien y el mal, comenzó a hablar sin siquiera mover los labios, describió un lugar donde la tierra, el cielo y todo lo que existía estaba colmado de piedras brillantes, luego comenzó a arrojar cifras, latitudes y longitudes. Los presentes comenzaron a discutir, algunos aseguraban que aquel cuerpo estaba siendo utilizado por algún espíritu, pero otros decían que hablaba de hechos sucedidos en otra vida, probablemente una vida anterior, la que ese día llegaba a su fin, y sobre la cuál habría reencarnado, o estaba por hacerlo. El viejo continuaba hablando, describiendo lugares y utilizando un lenguaje muy extraño que nadie comprendía. Pero entre la pequeña multitud allí presente se encontraba un forastero que estaba casualmente de paso por la villa cuando se topo con aquél acontecimiento. A diferencia del resto, él comprendía perfectamente las últimas palabras que estaba diciendo y a decir verdad, si hubiese hablado les hubiera dado la razón a los que defendían la postura de la reencarnación ya que ese extraño vocabulario era una serie de numerosas indicaciones marítimas. Describía lugares usando un dialecto náutico. Los presentes, que eran campesinos y probablemente ninguno había siquiera visto en su vida el mar, no entendían, pero el forastero supo desde el principio lo que estaba murmurando; con la información que escuchaba pudo dibujar un preciso mapa con la ruta a una supuesta isla llena de riquezas.
Había oído cuentos de la isla de las piedras brillantes, pero siempre creyó que eran mentiras. Había muchas historias relacionadas con esta supuesta isla, se decía que todo hombre que pise esas tierras tendría mas que piedras valiosas, tendría vida por siempre, ya que los intensos rayos solares mezclados con el brillo de las piedras creaban raras propiedades allí. Ahora tenía en sus manos un mapa para navegar hasta aquel lugar, un mapa que los dioses, por alguna razón le habían revelado solo a él. Era un regalo para los hombres, de encontrarla, decían que el que llegue podría cambiar el mundo, y todo estaba en sus manos. Aunque, para él solo encontraría un lugar con infinitas riquezas, y nada mas que eso le interesaba de todos esos cuentos -.

Brillaron los ojos del anciano, acomodó su gorra y se acercó a la mesa, respiró profundo y continuó hablando:

…

Partió una fría mañana de abril. El temido viaje requería organización. Llevaba pluma y tinta para ir corrigiendo el mapa durante el recorrido, y así, volver cuantas veces lo deseé. Se había endeudado bastante pero esperaba pagar con las riquezas que traería de la isla.

La noche antes de zarpar se presentó en su camarote un extraño hombre. Era de gran estatura y rasgos marcados en la cara, usaba en sombrero negro desde el cuál descendía una larga cabellera ocre y una oscura capa de tela que colgaba de su cuello cubriéndole la espalda. Era claro por su aspecto que no se trataba de un marinero, mas bien parecía un miembro de la burguesía. Tenía puestas botas para cabalgar y estaban bastante embarradas, como si hubiese cabalgado mucho los últimos días. Su gesto mostraba un hombre casi enfermo, algo atormentado y cansado.
Al verlo en la pasarela, el capitán se pregunto que buscaba un hombre de alta clase en su barco pero temió hacerle directamente la pregunta. Quizá, pensó, confundía al barco con un mercante y pretendiese algún negocio, o tal vez deseaba viajar a algún lugar y venía en caridad de pasajero, pensando que, de ser así, no le costaría mucho que el primer tramo del recorrido podría llegar a hacerse bordeando el continente, para llevarlo a su destino.
Notó como el hombre miraba extrañamente sorprendido todo a su alrededor, sus ojos bien abiertos localizaban cada parte de la nave. Tal vez era la primera vez que subía a una embarcación, pensó el marinero, pero sabía que la mirada del hombre no reflejaba eso, mas bien parecía que comprobase que todo estuviera en su lugar, como si fuese si propia nave, o como si la conociera a detalle.
Caminó por la cubierta hasta ver a un marinero que estaba desatando una de las velas de proa. - Necesito hablar con el capitán- le dijo enfrentándolo.
- Es aquél- respondió desinteresadamente señalando hacia el puente.
Se sentó frente al escritorio y aceptó una copa de whisky, bebió un largo sorbo, miró fijamente lo que aún quedaba al fondo de la copa, y luego habló:
- Es muy extraño todo esto para mí, vivo a unos trescientos kilómetros al oeste, tierra adentro. Pocas veces vi el mar, simplemente, nunca me atrajo, sin embargo, hace un año al menos, una noche, tuve un sueño sobre el mar. Luego de ese día, cada vez que duermo, simplemente, sueño lo mismo. Fui recopilando información con las imágenes que me traía la mente cada mañana hasta que supe que se trataba de algún lugar real, y un barco real-.
Estas últimas palabras sonaron muy frías. Bajó la vista, bebió un poco mas, y continuó hablando:
- Por fin lo descubro, este, su barco, es el que veo en mis sueños. Estoy seguro que es el mismo, todas las cosas están en su lugar, exactamente como las vi- volvió a detenerse a mirar a su alrededor. Miró las paredes de la habitación, la ventana y el candelabro apoyado sobre el escritorio.
- Usted no tiene que hacer ese viaje- me dijo sin vueltas. - Quizá le parezca raro que un extraño venga y que se lo diga, pero debe creerme, yo sé que si hace este viaje terribles cosas le ocurrirán. Una maldición caerá sobre su barco. Creo que es un aviso de Dios, una advertencia. Yo no soy un hombre supersticioso ni creyente pero lo que me pasó este último año me obliga a decirle todas estas cosas. Usted, al fin de cuentas, puede hacer lo que quiera. Yo sé que luego de esta conversación quedaré en paz y mi vida volverá a la normalidad. Esto es como una misión para mí, una misión que me encomendaron, o mas bien, que me obligaron a hacer, no se porque a mí ni me importa, solo quiero cumplirla y terminar de una vez con esto - mientras hablaba su expresión, al igual que su tono y su estado de ánimo, fueron cambiando, paso por la preocupación, el interés, la ira, y luego la tranquilidad, como quien tiene una difícil tarea y se relaja porque pudo cumplirla.
- No esperará que crea todo esto que dijo- respondió el capitán algo desconcertado pero casi seguro de que se tratada de un vil engaño para tratar de robarle la fortuna que lo aguardaba. Inclusive ahora estaba mas seguro de que esa fortuna existía, es mas, el relato lo escuchó como una confirmación de que estaba en lo cierto. En lugar de creer esas historias ridículas de maldiciones y sueños que este hombre le proponía pensaba que se trataba de un truco quién sabe para que, quizá para retrasarlo y que otro que también tenía el mapa se le adelante, o quizá para asustarlo y que otro vaya en busca de lo suyo. - No mi amigo -, pensó, - no caeré en ese truco -.
- Gracias, tomaré en cuenta su consejo- se limitó a responder falseando casi en forma adrede el tono de voz. Luego se puso de pie como invitando al otro hombre a hacer lo mismo. Este lo hizo y sin mostrarse molesto por el grosero gesto caminó hasta la pequeña puerta y salió.
El marinero lo escoltó por el puente hasta la pasarela y lo observó bajar de su nave, antes de alejarse, como por obligación, volvió a advertirle sobre el peligro que correría si partía y le repitió brevemente la historia del sueño. Una vez mas el marino le agradeció, esta vez mostrándose menos paciente y lo invitó amablemente a partir.

Era un día cálido. El cielo se ahogaba allá por el horizonte, no había nubes, el sol joven de la mañana abrazaba el mar. Todo estaba listo para partir. Cargaron los víveres, los toneles, la mayoría con agua dulce y algunos otros de vino, y a media mañana se soltaron amarras. Lentamente, el enorme cascarón de madera comenzó a deslizarse alejándose del muelle. Salió del puerto y viró hacia mar adentro.
No soplaba buen viento, apenas para que se moviera la nave, eso le preocupaba un poco al capitan. Generalmente los días sin nubes eran malos para la navegación de ese tipo de embarcaciones. Después del mediodía tenía pensado extender la vela mayor pero sin suficiente viento de poco serviría. Podrían quedarse varados varios días si el tiempo no cambiaba. Recién al estar en ultramar podría despreocuparse y tomar la corriente nórdica que el mapa aseguraba, lo llevaría a la isla prometida.
Ese tipo de embarcaciones era especialmente sensible al viento, lo cuál era un problema y una ventaja, a diferencia de otros barcos, cuando soplaba mucho viento era estable, fácil de maniobrar y veloz pero cuando “la naturaleza le negaba su aliento”, como el capitán se refería hacia el viento, también a diferencia de otros barcos que igual se las ingenian para seguir avanzando, este prácticamente se estancaba en el lugar.
De todas maneras no era un tema de preocupación ya que en viajes largos y de ultramar “el aliento de la naturaleza” siempre acompañaba. El viaje de ida sería más sencillo aún por la ayuda de las corrientes y a la vuelta de algún modo, como tantas otras veces había hacho, se las ingeniaría para ponerse de acuerdo con el viento.
El marinero dio instrucciones a su primer hombre, Vázquez y se sumergió en su camarote a estudiar la ruta que figuraba en el mapa.
Pasado el mediodía el viento mejoró, se plegaron todas las velas y la nave comenzó a moverse con velocidad. Las olas apenas mecían, en un movimiento suave y armonioso, la embarcación. Después de varios meses, el capitán volvía a escuchar el sonido del agua golpeando contra la madera y abriéndole paso, espumante, sobre la proa. Se posó frente a la pasarela para contemplar a la embarcación rompiendo el mar, partiéndolo en dos, como una daga cortando la piel. Era el poder del ser humano venciendo a uno de sus peores enemigos naturales, el mar. Observaba la nave remontando las aguas como un jinete, domando al más fiero de los caballos salvajes. Si te caes, te pisa hasta aplastarte, si te distraes te aleja de tu camino, si lo desafías, él te desafía.
Luego miró la embarcación. Su nombre, ¨Ulíses¨, el mítico héroe de la Odisea, estaba grabado sobre la madera en la proa, tanto del lado de estribor como del lado de babor. En popa estaba enmarcado en bronce. No era una nave veloz ni mucho menos, pero era sólida y eso bastaba para una aventura como la que había emprendido, resistiría cualquier tormenta sin deteriorarse demasiado. Era pesada y dura de llevar pero en general era una buena nave. Había sido en algún tiempo, un buque militar. En ese entonces, sus bodegas eran más grandes y almacenaban mucha pólvora. Contaba con veintitrés cañones, siete de largo alcance. Sin embargo nunca participo en una batalla, solo en movimientos militares y, solo en una ocasión, había sido parte de algunas maniobras para sitiar una bahía que, finalmente, no trascendió a mayores. Luego pasó a ser un barco mercante, allí, curiosamente sufrió su peor avería. Un incendió destruyó sus bodegas y casi lo hecha a pique en puerto. Milagrosamente, una lluvia detuvo las llamas y, luego de largas reparaciones que demandaron mas de un año en un astillero, estuvo en condiciones de volver al mar. De todas maneras, ya era viejo, tendría unos once años, y quizá este era una de sus últimas aventuras.
“Ulises” contaba con dieciséis velas, en total, distribuidas en tres bastiones, contando las cuchillas, u orejas de burro, como las llamaban los marineros, que eran pequeñas velas triangulares que le daban velocidad y algo de estabilidad en la marcha. Tenía casi sesenta de metros de eslora y unos siete de manga. La cubierta se distribuida en tres niveles, mas abajo estaban las bodegas.
Desde el puente Vázquez le hacía una señal, enseguida la comprendió y solo asintió con la cabeza. Entonces, con fuertes y parejos silbidos, le dio instrucciones a un marinero alto de tez morena, el cuál tomó una soga de un tambor, la enredó en su codo y trepó por la red del mástil principal hasta uno de los ganchos de la vela. Pasó el cabo por un aro, con uno de los extremos dibujó un complicado nudo y el resto lo arrojó a cubierta. Allí, otro hombre tomó el cabo y lo ató. Unos segundos después, el viento entró en la vela, inflándola y el barco entero comenzó a escorar, aumentando su velocidad. Un par de grumetes que conversaban sobre la pasarela se movieron a babor, que ahora era la parte mas elevada de la cubierta.
Vázquez era una persona tranquila, aunque a veces obstinado, de origen moro. Su cabello, al igual que sus ojos, eran de un negro oscuro penetrante. Su rostro era angosto y prolongado, casi sin pómulos. Era muy flaco pero no parecía frágil ni mucho menos. Su piel parecía gastada por una larga estadía al sol, pero como estaba acostumbrada a tales jornadas, apenes cambiaba su color. Usaba unos pantalones anchos y camisa blanca abierta casi hasta la mitad, dejando ver todo su pecho. Como la mayoría de los marineros, solía andar descalzo durante el día, a veces a pesar de las bajas temperaturas.
Lo había conocido un par de años atrás, en un bodegón, y habían hecho ya una docena de viajes juntos. En general fueron viajes comerciales, aunque también les tocó llevar tropas militares y algún viaje de pasajeros de jerarquía. Ahora se lo veía silbando a todo trapo y contra el viento.
Mas atrás, en la popa, sobre una alta tarima rodeada de dos angostas escaleras, estaba el timón, y detrás de este y aferrándolo con ambos brazos se encontraba Haki.
Haki era el timonel, hombre de rasgos marcadamente orientales. Su piel era amarillenta y sus ojos alargados, hablaba con un marcado acento y cambiaba las erres por eles. Habían realizado juntos algunos viajes de exploración y cartografía bien pagados por la monarquía, también hicieron viajes de reconocimiento y aproximación en algunas batallas. El hombre sabía conducir una embarcación y en esos viajes lo había sacado en varias ocasiones de apuros y hasta, cierta vez, fueron perseguidos a cañonazos por el enemigo y salvaron su pellejo gracias a sus maniobras.
Del resto de la tripulación, solo una docena había viajado ya en alguna oportunidad junto a él o tenía buenas referencias. El vigía y amigo de Vázquez era De la Cruz, hombre de oscuro pasado y duro temperamento. Si no fuese por la estrecha amistad con su primer hombre jamás lo hubiese convocado para esta tripulación. Era robusto y usaba una ancha soga al cuello de la cuál colgaba un extraño talismán que, según él, tenía mágicos poderes y lo protegía de los demonios del mar.

Navegaban día a día, siguiendo la corriente del norte. El clima, poco a poco fue tornándose mas frío. ¨Ulises¨ comenzó a despertarse con una fina capa de hielo en su cubierta. El capitán revisaba cuidadosamente el mapa todas las tardes. Entraba a su escritorio, sacaba del segundo cajón de un pequeño mueble el arrugado papel. Lo plegaba sobre la mesa y comenzaba a analizarlo como si fuese la primera vez que lo veía. Luego salía, calculaba la posición de ¨Ulises¨, y volvía a entrar. Hacia varias mediciones cuidadosamente, y marcaba un pequeño trazo nuevo en el papel. Así, el trazo que partía del puerto donde zarparon comenzaba a prolongarse cada vez más.
Todos los marineros sabían que el viaje demandaría mucho tiempo y, a pesar de que nadie se los había dicho formalmente, sabían que iban en busca de un tesoro. La tripulación, en su mayoría, había sido seleccionada y contratada en puerto por Vázquez. Se les había informado oficialmente que el objetivo de la travesía era con fines expedicionarios. Consistía en cartografiar costas de las tierras de los mares del norte y buscar objetos que puedan resultar de valor para justificar futuras travesías similares. Sin embargo, nadie conocía, si es que existían, tierras para esos rumbos. Eran caminos inexplorados, aún por el hombre. Se les había dicho, también, que la expedición se basaba en la certeza de que existía por lo menos una isla al norte, y que el objetivo principal era divisar esa pequeña isla. Pero los marineros intuían que esa no era una isla común y ya se hablaba de un tesoro en ella. Lo que nadie sabía era que la isla misma estaba repleta de tesoros. En realidad, que lo supiesen, ahora que ya estaban en alta mar no era malo, al contrario, ayudaba a que se trabaje mejor a bordo y las tareas marchaaen mejor. El ánimo era bueno y la moral estaba alta como la vela mayor. La tripulación, a pesar de tod, resultaba ser buena y respondía de manera eficiente ante los requerimientos del viejo y gastado navío.
Desde el puente, el capitán percibía ese aire satisfactorio y respiraba aliviado. Después de tantos preparativos, por fin estaba otra vez lanzado a la aventura, nada podía igualar ese momento, excepto el triunfo de la travesía y el descubrimiento del tesoro de la isla de la tierra de oro. - Todo salía a pedir de los Dioses -, penso el capitán mirando el mar y a los marineros trabajando en cubierta, luego dio media vuelta, entró a su camarote y se hecho a dormir.

…

Era una tarde templada, estaba nublado, entre las montañas, en la lejanía, se veía venir una tormenta. Allí el cielo se volvía de un color más gris, casi negro en lo más lejano. Cada tanto se podía observar el destello blanco y la figura zigzagueante de un rallo, mucho más tarde se oía un zumbido prolongado y desparejo. Miraba todo eso mientras tomaba un sorbo de la suave brisa que soplaba contorneando la copa de los árboles del bosque. De repente sintió un fuerte sonido, como algo pesado que chocaba contra la superficie de la tierra. Lo que fuese había caído en lo mas profundo del bosque. Se encaminó al lugar, caminó varios metros entre los árboles sin ver nada hasta que por fin encontró lo que buscaba. Era una poderosa y penetrante luz azul. Estaba clavada en la tierra como una espada, como un rayo perdido y que nunca terminaba. Entonces, una voz que emergía de la intensidad del brillo dijo:
- Dios dice; que quede todo como esta, no se deben mover las piedras de su lugar y por nada del mundo profanar los tesoros, frutos de mi jardín -.
Las palabras se grabaron en su mente y luego la luz se expandió hasta cubrir todo lo que lo rodeaba. Por un instante el universo desapareció con un silencioso destello y después la luz se atenuó. El mundo había cambiado, ya no había mas bosque ni árboles, ni montañas en el horizonte, solo agua, solo mar, entonces miró sus pies. Se encontraba parado, parado sobre el agua. La luz permanecía allí, ahora estaba solo con ella y con el mar rodeándolo.
Desde la luz se oyó nuevamente esa voz: - Este es tu paraíso, la vida que elegiste. Es parte de la obra de Dios, y él la guía, de Dios es todo y lo dá para los hombres. En el jardín del Edén existían estos árboles cuyos frutos eran piedras preciosas que les fueron prohibidas a los hombres, pero el mal invocó a la desobediencia y fue mas que la voluntad de Dios. Y la codicia relució por primera vez a los ojos del hombre. Dios les da en el mar un laberinto, en este se encuentra el paraíso, ese mismo que los hombres perdieron, el que lo encuentre podrá llevar a sus semejantes a él, les podrá mostrar el camino de regreso al lugar perdido. La puerta queda al norte, mas al norte de lo que ningún hombre a llegado, porque mas allá del horizonte, mas allá de los mares hay un portal invisible, y luego esta el norte, no el norte que conocen los marineros, no el norte que marca la brújula, este es otro norte, un norte mayor, mas lejano que la tierra, es el norte que sube y que va hacia el cielo. El que siga aquel norte nunca dará la vuelta al mundo, seguirá eternamente, hasta encontrar el paraíso perdido.
En el jardín del paraíso hay muchas obras de Dios, obras que agradan a los sentidos del hombre, hay metales preciosos, agradables a la vista, hay sonidos y cantos, entonados por hermosas y verdaderas sirenas, no como las que conoce el hombre, esas malvadas que fueron expulsadas de los jardines del paraíso y cayeron en los mares del mundo para la perdición de los hombres. Estas sirenas y sus cantos son los más bellos que un oído humano ha escuchado jamás. Luego encontraran manjares deliciosos, como los que nunca antes probó un paladar. Todos estos serán solo los jardines del paraíso, y luego de pasarlos llegaran a la puerta del verdadero paraíso. Un lugar que mis palabras no pueden describir ya que las palabras son un recurso humano y este lugar no es humano, es la casa de Dios. En él sus cuerpos no tendrán sentido y sus espíritus alcanzaran la plenitud máxima. Lo sabrán todo. El espacio no existirá ya que allí todo es eterno por lo que el tiempo, la medida del cambio, no tiene razón de ser, y por consecuente, el espacio tampoco.
Todo esta al alcance del que llegue, ese será el elegido, el conquistador del lugar divino. La puerta, será descubierta y el descubridor será recordado por siempre. Es necesario que se sepa que este no es un simple viaje en busca de un tesoro, es mucho más, lo que hay en las manos de estos hombres es la salvación de toda la humanidad. El tesoro es solo un rincón del jardín, puede ser invaluable para el mundo de los hombre pero insignificante, tan solo un adorno, para el mundo de Dios.

…

Se despertó cansado y aún con la imagen de la luz. Toda esa mañana estuvo mirando el mar y pensando. Su mente no podía evadir el monólogo que había escuchado en su sueño.
Las aguas estaban más agitadas ese día. Como las últimas mañanas, soplaba viento del oeste, pero esta vez estaba más potente. Quizá esa noche tendrían fuertes vientos. El cielo comenzaba a nublarse. A la tarde comenzó a llover. La tripulación ajustó todos los nudos del barco, la vela mayor fue enrollada. La cena se sirvió temprano y solo la mitad de los tripulantes se fueron a acostar, el resto se mantuvo despierto haciendo guardia. Pero los vientos fueron cesando hasta que a media noche ya no había motivo para estar despierto por lo que Vázquez anunció que podían ir a dormir. El capitán se mantuvo despierto. Relevó a Haki y tomó el timón por unas horas. Clavó su vista en la oscuridad del mar y escuchó el absoluto silencio, solo profanado por el movimiento del barco y el mar.
Pasaron las horas y la noche comenzaba a aclararse, la luna se mostró, abriéndose paso entre las nubes. Su luz se reflejaba en el movimiento del agua, conquistando la oscuridad. Estaban todos durmiendo, solo el capitán permanecía aferrado del timón, disfrutando de ser un hombre de mar. Reinaba la calma en el mundo que lo rodeaba y su mente comenzó a navegar por otras aguas, la de su imaginación. Inmerso en pensamientos diversos, fue alejándose de la realidad hasta que algo le llamó la atención. Algo sobre el agua, a unos cincuenta metros sobre la superficie de mar. Era como un pequeño brillo, casi imperceptible al principio. Pero la nave, suave y ondulante, fue deslizándose hacia aquel lugar. Dejo el timón y camino hacia la proa. Al llegar pudo distinguir como aquel brillo se disipaba en cientos de pequeñas partículas resplandecientes flotando en el aire a tres o cuatro metros de la superficie. Calculó por la distancia que las partículas deberían tener el tamaño de un puño cerrado, quizás un poco mas pequeño, pero la luz plateada que emitían las hacía parecer mas grandes. Cuando el barco estaba solo a unos treinta metros, de improviso el viento cambió de dirección y lo obligó a modificar su rumbo, rodeando lo que ahora comenzaba a tomar forma. Eran como pequeñas bolas incandescentes unidas por extensiones corrugadas y zigzagueantes. Dichas extensiones se unían muriendo en una especie de mástil que se prolongaba hasta el agua.
Era un árbol.
Estaba solo en el puente y un raro impulso le impedía tener intenciones de llamar a alguien más. Como si su mente lo considerase natural y lo obligara a enfrentar aquel fenómeno en soledad.
Procuró retomar el rumbo, acercarse mas, lo intentó en tres ocasiones, moviendo el timón con las velas desplegadas, pero en cada maniobra, cuando parecía aproximarse, el viento modificaba su rumbo.
Finalmente se rindió y sencillamente trató de olvidar la imagen, entonces esta fue desvaneciéndose hasta desaparecer por sí misma. El marinero retomó la ruta y dejó el árbol, o lo que fuese que hubiese visto, a sus espaldas.
Un par de horas mas tarde Vázquez surgió de la escalera de estribor, subió al puente y saludo, comentó sobre la tormenta y como casi mágicamente se había despejado el cielo por completo, atribuyendo el fenómeno a lo que el llamaba la suerte del navegante, y luego tomó el timón.
La imagen del árbol permaneció durante unos días en la mente del capitán. En lugar de borrarse, sus ramificaciones, su corteza y sus frutos brillantes fueron grabándose en sus recuerdos, haciéndose más claros en lugar de ir opacándose. Cada detalle, inclusive los que no habían llegado a distinguir, se aclaraban y se incrustaban en la sobria figura que había visto aquella noche.
Pasaron varios días y el barco seguía navegando hacia el norte. El clima era bueno, días soleados, no mas lluvias ni vientos de babor. Mientras tanto, la tormenta sé avecinaba en el ánimo de la tripulación. La falta de indicio de costa bajaba la moral y generaba la desconfianza. Cada vez mas seguido de le preguntaba a De la Cruz si desde su puesto de vigía observaba algún indicio de tierra por el norte o por cualquier dirección. El capitán estudiaba los trazos del recorrido cada tarde, luego se dirigía a la torre de mando e indicaba alguna corrección al contra maestre, el cual, de ser necesario la repartía mediante silbidos a los marineros del puente.
Las aguas se tornaban cada vez más frías y se aparecían pequeños trozos de hielos sobre las olas, cada tarde la aurora boreal emergía, como para dar una suerte de esperanza.
Esa noche volvió pedirle a Haki el timón, sentía que podía ver algo, y así fue. Todavía no era media noche cuando, de nuevo, pudo percibir unas pequeñas luces en la oscuridad, se acerco hasta que se dividieron y tomaron forma. Esta vez no era un solo árbol, eran cientos. Estaban separados, como esos bosques de coníferas en zonas áridas, pero de cada una resplandecían esos frutos brillantes, como perlas. Al principio prefirió no prestar atención, sabia que la nave y el viento solo irían sorteándolos, pero las imágenes y la soledad terminaron por asustarlo. Comenzó a sentir esa horrible sensación de temor en el estomago, sintió que su pecho se hundía, aplastando sus costillas.
Bajó del puente, cruzó aprisa la borda, descendió la escalerilla y recorrió el pasillo para despertar a Vázquez. Subió a cubierta por orden del capitán, en el camino, y alertados por los pasos, otros cuatro marineros que estaban jugando a los naipes asistieron. Desde la cubierta miraron la noche. La luna se reflejaba plena en el movimiento de las pequeñas y alineadas olas del mar. No había figuras de árboles ni de bosques, no había perlas que brillen ni nada mas que la arrugada superficie.
Luego de sentirse ridículo y ver la expresión de los marinos molestos, se disculpó con tono de desilusión, y les pidió a sus hombres que no comenten lo sucedido. Explicó, a modo de excusa, que había creído ver unas tierras al oeste, pero nadie de los presentes le creyó. Un marinero con mediana experiencia nunca podría confundir la visión de tierras, ni siquiera en las más oscuras condiciones, o se la ve o no se la ve, simplemente, no se la confunde ni se duda al respecto mas de un par de segundos.
Los días siguientes, como era inevitablemente previsible, lo sucedido se fue transmitiendo por la tripulación hasta que todos en el barco lo supieron. Además, como es común, el relato fue distorsionándose y exagerando su contenido, hasta contener espejismos y espíritus que el capitán, se supone, había visto. Sin embargo, y conociendo estas exageraciones, al capitán no le importó. Estaba muy seguro de lo que había visto y reconocía el mensaje. En el fondo mas profundo de su alma, como todos los hombres de agua, era supersticioso y creía en lo sobrenatural y en los misterios del mar.
Desde entonces la situación era más tensa y la tripulación cada vez tenía mas dudas acerca del destino de la travesía y sobre la salud mental del capitán.
Tener a los marineros en ese estado era malo y altamente peligroso, pero al hombre parecía no importarle. En realidad, cada vez daba la impresión de estar mas sumergido en sus pensamientos, como si su mente estuviese en otro lado, mas allá de su rol como capitán, en otra vida, buscando algo nuevo, absorto en visiones. Se veía en su mirada, en el brillo de sus ojos, y eso era lo que más les preocupaba a sus subordinados.
Su silencio infundia misterio y temor. A veces pasaba horas sin emitir ni una palabra, ni un gesto. Esta actitud, con el tiempo fue empeorando hasta convertirse en días enteros sin hablar, solo, mirando el llano del océano, como una pizarra azul desplegada hasta el horizonte. Hasta que, finalmente, una mañana habló, estaba cerca del molinete de proa cuando, a De la Cruz, que estaba tensando la vaina antes de subir a su puesto de vijía, le dijo que prestase atención ya que esa tarde llegarían a tierra. El marinero, confuso le preguntó como era que lo sabía, y el capitán le respondió que lo había visto en sus sueños la noche anterior.
Esa tarde, desde la cofa del palo mayor se oyó de la boca de De la Cruz el grito de tierra. Toda la tripulación festejó, se destaparon botellas y se bebió hasta tarde. Salvo el capitán, ahora estaba mas alejado del mundo, parecía no escuchar los gritos de alegría de sus compañeros. Daba la sensación de estar asustado, presagiando el mal.
Desde lejos, las costas insinuaban un misterio, algo singular, diferente a todo lo visto por el ojo del hombre, justo como lo decía el mapa.
La mayor parte de la tripulación estaba en proa, mirando como la tierra se acercaba desde la lejanía. El capitán se apoyó sobre el pasamanos de toldilla, se le acercó Haki, quién le habló de que finalmente habían llegado a la isla del tesoro. El capitán lo miró, - este no es el tesoro que debemos buscar- le confesó, - el verdadero tesoro esta allá- culminó señalando una mancha negra claramente visible en el horizonte sobre la anura de babor. Para llegar haste ese punto habría que navegar varias leguas mas alla de la isla que estaba tan cercana. El capitan prosiguió: - aquella es la verdadera cumbre del mundo mortal, la puerta al mas allá -. El marinero no le prestó demasiada atención y continuó su camino hacia el timón. Los que estaban cerca y pudieron escucharlo tampoco le prestaron ninguna atención. El desgaste, el peso de ser el que llevó adelante toda la travesía sería la causa, a la hora de juzgar su extraña actitud, de tales palabras. Ser el que comanda un barco frente a tantos peligros que esconden las aguas abiertas de los grandes mares no era una tarea nada fácil.
El rumbo estaba dirigido a la tierra y nadie tenía pensado seguir ni unas brazadas más. Los marineros se movían mucho más veloces que durante los últimos días. En pocos minutos la roda apuntaba al manchón lejano que parecía flotar en el agua. El brillo de aquella isla era inusual, un resplandor dorado, mas fuerte que el mismo sol, tal cuál lo decía la leyenda.
El capitán ya no daba ordenes ni indicaciones como en otros tiempos, se sentó sobre la baranda de la cámara y observaba con un toque de melancolía en sus pupilas a los hombres festejando, gritando al aire y abriendo mas botellas de ron.
La tarde cayó mucho más veloz para el tiempo ficticio de los tripulantes, y de repente la oscuridad se estremeció frente a un mar que había perdido su contramirada siniestra.
Haki llevó la nave lo más cercano posible y fondearon cerca del último de los meridianos del mapa, donde se indicaba la posición del inicio de las tierras del oro. Y así realmente era, estaban frente a esas tierras.
El capitán se acostó tarde aquella noche, casi ninguno de los otros marineros estaba durmiendo pero lo de él fue distinto. Observaba una y otra vez la noche despejada, desde su ventana podía ver en dirección a la puerta, como si le hubiese tocado tener que verla intencionalmente. Sus años y experiencia en el mar le mostraban un paisaje diferente, un cielo desconocido, extraño, nada igual al habitual. Se volvió al escritorio y extendió el papel enrollado. Desde donde se encontraba en la posición actual, según las viejas indicaciónes, alguna vez marcadas con pequeñas líneas de puntos, había dos caminos, podía seguir hasta la puerta, mas allá, tan cerca de donde ahora estaban, o giraba y volvía hasta la zona negra. Entendía que la decisión de ir hacia uno u otro lado ya no era suya, pero que suyo había sido el emprendimiento de viajar hasta allí. Los caminos representaban diferentes destinos, pero para los marineros, solo había uno que importaba.
Abandonó su mapa e intentó dormir, al final lo logró y, extrañamente, esta vez no soñó nada.
Esa mañana, antes de despertar, el navío ya se había puesto en marcha. Antes, jamás ningún marinero se hubiese atrevido a tocar una vela sin su consentimiento, pero esta vez ni siquiera le prestaron atención cuando salió a la cubierta. Haki estaba solo detrás del timón, sin recibir ordenes, simplemente la de los marineros que le habían dicho que se dirija a una de las bahías reparadas de la isla, desde donde se podría tirar una canoa y remar a tierra.
El capitán había notado que estaban en marcha por el movimiento de escora, se puso de pie y al salir pudo ver como una hilera de sus hombres, de pie sobre el callejón de combate, miraban hacia la isla. Tendría unos dos o tres kilómetros de ancho y por experiencia, quizá no mucho mas de largo. Sus árboles, sus tierras y sus playas brillaban al sol de un día sin nubes. Pero era un brillo diferente, especial, atrayente.
Intentó quejarse por la desobediencia de mover la nave sin su permiso pero sintió que sus palabras morirían en el aire. Entonces cruzó el puente y se sentó en silencio a esperar.
Para el mediodía habían llegado a la costa, echaron las canoas y un grupo de hombres encabezados por Vázquez remaron a tierra firme. El capitán insistió en no ir y en que nadie debía pisar esa isla, pero no fue escuchado. Por la tarde las canoas volvieron. Casi se hundían por el peso de las bolsas que traían, cargadas por completo. Contenían piedras brillantes de colores. Piedras preciosas. Todas esas riquezas para tan pocos hombes. Era incalculable el valor, pero de seguro tendrían el resto de sus vidas y hasta el futuro de sus hijos asegurados, serían nobles para siempre, cada uno de los marineros, todos podrían comprarse palacios y cumplir sus sueños. Es el poder de la riqueza lo que ahora los impulsaba, y en este caso no había disputas por el botín, ya que era mucho mas de lo alguna vez podrían haber imaginado.
Relataron que las piedras y el oro estaban esparcidos por las playas, las tierras y hasta en los árboles. La isla entera era un gran tesoro. No había rastros de vida y dudaban que alguna vez haya estado habitada por hombres, - jamás hubiesen dejado un lugar así -, pensaban.
Durante días colmaron la embarcación con sacos de esas piedras. Recorrieron a fondo la isla y era toda semejante, solo árboles bajos y piedras brillantes por todos los rincones. Llenaron la nave hasta el punto en que la línea de flotación llegó a su tope. Había mas islas a los lejos, recién al segundo día lo notaron. De la Cruz, el que tenía el mejor ojo para la distancia, anunció la noticia. Según su experiencia debían ser similares. Pero ya no era necesario recorrerlas, solo con las piedras de la isla en la que estaban podrían llenar una flota entera. Ni mucho menos pensaban ir hasta donde se encontraba esa extraña mancha que el capitán aseguraba llamaba "la puerta". Aunque todos estaban agradecidos con él, el "Ulises" apenas resistía tanto peso y nadie quería exigirlo mas de lo debido, después de todo, el viejo buque debía llevarlos de vuelta al continente.
Al capitán no le prestaban atención ni oían sus consejos, consideraban que, de alguna manera, los días que dirigió el viaje y la presión a la que hasta ellos mismos lo habían sometido, eran los responsables de su enfermiza posición. Sus ojos seguían mostrando esa luz, algo como quién recibe mas de lo que puede soportar, que cayó en trance porque descubrió algo nuevo, mas allá de lo conocido durante su vida en el mar. Sin decirlo, consideraban que había enrarecido, su mente ya no estaba sana. Hablaba muy poco y las veces que lo hacía era para condenar la actitud de sus hombres o para pedirles una y otra vez mas que sigan hasta el horizonte en busca de "la puerta".
Por las tardes, reconocieron que se veía con mayor claridad esa "puerta". Se encendía una especie de luz blanca que brillaba hasta la caída de la noche, como un faro diurno.
El último de los viajes a la isla fue para llenar los barriles de reserva de agua dulce, aunque varios de estos fueron rellenes con mas piedras preciosas en lugar de agua.
Esa misma mañana emprendieron el regreso. Levaron anclas e izaron las velas del palo mayor, no había apuro y si viento, al menos lo suficiente para mover la, ahora, pesada embarcación.
El capitán fue, uno a uno, a lo largo de la soleada mañana, hablando con cada hombre de la tripulación. Era, según él, la última oportunidad y ya no le importaba lo que pudieran pensar, al fin y al cabo no eran mas sus hombres, aunque ya no actuaban de tal modo. Les dijo que nada debían llevarse de esas tierras, y que el verdadero tesoro, aquel del que hablaban los mapas y sus escritos, estaba detrás, en el horizonte, era aquel resplandor que dejaban a sus espaldas. Fue el último intento por llevarlos a través de "la puerta".
Los marineros lo dejaron hablar, quizá por respeto o lástima, aunque la realidad fue que no lo escucharon. Algunos simularon hacerlo, otros evadieron sus culpas justificándose en la voluntad del resto, pero en realidad no deseaban seguir sus consejos, ya tenían el tesoro, la razón inicial del viaje, ahora solo debían volver sin complicaciones.
Terminó vagando solo, como un ermitaño, por su porpia nave. Nadie le negaba el paso, aunque se ponía en evidencia que preferían evitarlo, en cierta forma le rendían respeto y admiración por haberlos conducido hasta esas tierras, por haber confiado en el mapa y, a pesar de todas las críticas, cuando no creían ni sus propios hombres en su aventura, haber emprendido el viaje. Había tenido que soportar desconfianza e incredulidad durante todo el trayecto, hasta la hora que se oyó el grito de tierra. Inclusive nadie le impidió seguir utilizando su camarote, el más amplio y mejor ubicado de la nave. El del capitán. Sin embargo, estaba claro que ahora el verdadero poder lo tenían ellos: los marineros, y se lo habían delegado a su segundo hombre: Vázquez, quién siendo amigo y compañero del capitán, se sentía incómodo y hasta por momentos pensaba que deberían confiar en el capitán y cumplir su deseo de seguir. Por supuesto, el tampoco tenía el verdadero poder, la tripulación, en una especie de motín pacifico, era la que estaba a cargo del barco.
Vázquez, también fue el único que se atrevió a realmente escucharlo al oírlo. Fue una de las primeras noches antes de la tormenta, le dijo que esas tierras de piedras preciosas eran un simple jardín, como un parque infinito, un terreno circundante al verdadero lugar.
- ¿Y cual es ese lugar?- le pregunto.
- Es sencillo de comprender. Es el paraíso, aquel que el hombre perdió. Ese resplandor con forma de arco iris en el horizonte es la puerta, este es solo el jardín, como el parque de un castillo. Debemos seguir adelante y no conformarnos con simples riquezas terrenales, allá adentro hay mucho mas que tesoros, allá vive Dios, allá reside la salvación de los hombres. Es la oportunidad que tiene la humanidad para volver a aquel paraíso perdido. Es una puerta que aún queda abierta, Dios la dejo así, y nosotros somos los elegidos, somos los que debemos guiar al resto de los hombres. Dudo que la humanidad vuelva a tener una oportunidad tan clara como esta otra vez -.
Vázquez terminó de oírlo, y le dio la botella casi llena diciéndole, - la vas a necesitar, y también dormir un poco mas -.El capitán nunca supo si en realidad no le creyó o si lo hizo porque sabía que, de todas formas, el destino ya estaba echado.
La tormenta comenzó al día siguiente. Eran nubes del sur, grises y espesas, el viento soplaba tan fuere que debieron quitar las velas principales y navegar a cuarenta y cinco grados de las olas. Por momentos esto hacía que se alejen de su rumbo hacia el sudoeste.
El barco se estremecía con cada salto. Algunos marineros, realmente sintieron pánico al ver las grandes olas romper contra la proa, sobre todo porque ya habían visto o habían escuchado hablar del recorrido de vuelta del mapa y sabían de la "zona negra". Al regreso la ruta se introducía en lo que en "la zona negra", al menos así lo decía el mapa, y hasta ahora, con el recorrido de ida, había sido preciso y verídico todo lo que en ese papel decía.
La nave, cargada hasta la línea de flotación, sufría con cada embestida de las olas el peso de los sacos y barriles de piedras preciosas. La madera de las bodegas crujía y tambaleaba, aunque parecía resistir, después de todo, el "Ulises" había sido fabricado para la guerra y debía estar preparado para soportar mas de un golpe de cañón en batallas de mar abierto.
Algunos marineros, los mas viejos, desearon pedirle consejos al capitán, él había dominado con tranquilidad la nave en tormentas similares, y sin su mando se sentían desamparados. Pero nadie se atrevió al fin.
Mientras tanto, el capitán, en su camarote, ahora totalmente desarreglado y sucio, yacía la mayor parte del tiempo durmiendo o mirando por la ventana a las oscuras nubes con una mirada profunda que desbordaba temor y tristeza entrelazadas.
Pero al cuarto día, y para la misma sorpresa de los que creían que era el final, la tormenta, casi mágicamente, desapareció. En poco tiempo se volvió a ver el sol y el cielo azul sin nubes hasta la línea lejana del horizonte.
Los hombres salieron a cubierta y festejaron, se destaparon mas botellas y brindaron por el intenso labor durante la tempestad y por haber vencido a la mano de Dios. Esa tarde el capitán abrió la puerta de su camarote y salió a caminar. Lo hacía lento y piadosamente, mirando cada rincón del barco con melancolía. Parecía haber envejecido diez años en esos cuatro días. Su mirada caía desecha sobre sus cejas, su piel estaba reseca y arrugada, una de sus manos temblaba compulsivamente al caminar. La vieja gorra le cubría la frente y su traje lucía desarreglado y polvoriento. No era la misma persona que unos meses antes, cargado de entusiasmo y vitalidad, había partido del puerto comandando a ese grupo de hombres en busca de un tesoro. No era el mismo hombre que tiempo atrás había piloteado con pasión aquella misma nave.
Pero De la Cruz, que era uno de los hombres con mas carácter no pudo contenerse, apoyado sobre el mástil de proa y con una botella de ron por la mitad, lo detuvo con el brazo extendido y le dijo con voz cargosa, - ¿donde esta tu "zona negra"?. ¿Eso fue todo?, ¿una pobre brisa de trópico? - luego exclamó una carcajada burlona, mirando a sus compañeros más cercanos, quiénes se sumaron a él.
El capitán no se mostró ofendido, inclusive no le prestó demasiada atención, se limitó a responder en tono franco e informativo, - está en el mapa, como también pasamos por el jardín y pasamos por la puerta del paraíso y no quisieron entrar, este es solo el jardín de la "zona negra", pero lo pasamos. Si quisieron entrar aquí, y ahora que cruzamos la puerta estamos adentro, adentro de la "zona negra" del mapa. Si les interesa, leyendo el mapa descifré la descripción de la "zona negra", se llama el desierto del mar -. Mientras hablaba seguía caminando, como si no le importase si su respuesta fuese escuchada.
Los marineros ciertamente volvieron a sentirse aliviados con el buen tiempo y no daban crédito a los intensos comentarios del capitán. Las olas pequeñas crecían sobre amura de babor rompiendo contra el casco del "Ulises" que navegaba con todas las velas extendidas. El sol invadía los días y tranquilizaba a los pocos que creían que la tormenta podría volver desde el sur.
Todavía la mayor parte de los hombres guardaban, y no podían ocultar, un profundo respeto por el viejo marinero. Mas de uno, respetuosamente y con sincera curiosidad volvían a preguntarle sobre las maldiciones que predecía. Una noche, con un grupo de tres marineros que lo conocían desde hacía muchos años, según ellos pasado de copas, anunció que, según sus lecturas del mapa, estaba ingresando a lo que consideraba el final de todos. Algunos dudaron pero la mayoría desacredito sus predicciones y hasta olvidaron el comentario.
El día siguiente amaneció soleado como era de esperar, no había nubes hasta el horizonte, solo una pequeña brisa que apenas impulsaba al “Ulises” desde barlovento de estribor. Pasado el mediodía la brisa fue decayendo hasta que ceso por completo. El apenas perceptible oleaje disminuyó también hasta morir y el mar se transformó en lo que parecía ser un enorme estanque. El barco permaneció a flote, inmóvil. Incluso las corrientes marines tampoco lograban impulsar la zona viva de la embarcación. El sol, permanecía intacto en un cielo azul despejado, comenzó a palidecer sensiblemente. Sus rayos perdieron algo de brillo, aunque seguía iluminando y calentando, como siempre, aquel mar calmo.
Durante esos días la atmósfera fue lentamente cambiando. Era un cambió apenas perceptible, algo que sin poder definirse, era diferente. El aire perdió su color, su gusto, era difícil de explicar, estaba como enrarecido, sin aromas. Los sonidos, las palabras, los ruidos carecían de resonancia, simplemente recorrían el espacio insípido. Los colores del cielo y el mar se habían opacado. Los rayos solares eran más oscuros. Era imposible no notar la diferencia, no darse cuenta de que algo era distinto, sin embargo los hombres hicieron lo posible para evitar reconocerlas. Cada uno continuaba con sus actividades, esperando que vuelva el viento.
Pero los días pasaron y el viento no llegaba.
El capitán se había encerrado en su camarote. Se lamentaba por lo que sabía que sucedería, de alguna manera era su culpa. Se hecho a dormir y tardó mucho en despertar.
Las lluvias no llegaban, no había ninguna nube hasta el horizonte y las pocas reservas de agua, pertenecientes a los toneles que no habían llenado con piedras preciosas, empezaron a escasear. A pesar de que comenzaron a racionalizarla lo mejor posible, en poco tiempo se terminaría por completo el agua dulce del barco.
Esa noche hubo quiénes tuvieron extrañas alucinaciones, fueron los marineros mas jóvenes, pasada la medianoche, lanzaron gritos mientras dormían, dijeron que habían tenido pesadillas, en las cuáles, horribles figuras salían de las profundidades y los rodeaban y perseguían.
A la noche siguiente, se oyeron los mismos gritos y los doce marineros mas jóvenes, corrieron a cubierta, gritando e intentando alejar algo invisible, que parecía perseguirlos. Se arrojaron al mar y, ante la mirada impotente de los demás hombres, nadaron hasta desaparecer bajo las sombras de la noche sobre el mar.
Al día siguiente, algunos de los cuerpos sin vida volvieron flotando hasta el “Ulises”. Se mostraban pálidos y resecos. Tenían la piel extrañamente arrugada. A la mayor parte les faltaban los ojos, o los tenían severamente heridos. Los marineros que se acercaron para verlos se preguntaban porque podría ser, hasta que notaron que dos de los cuerpos tenían partes de sus propios ojos en sus manos.
Pasaron mas días y todo seguía igual, no soplaba ni la menor brisa de viento, no había mareas ni corrientes, el mar seguía siendo una gran pileta, y el sol un horrible castigo.
El capitán no salía de su camarote. Algunos marineros murmuraban que lo escuchaban hablar solo por las noches, otros creían que había muerto.
Al oscurecer al sol daba paso a las frías noches, brumosas pero secas. Los hombres se refugiaban donde podían intentando soportar las bajas temperaturas, hasta que el sol volvía y nuevamente atormentaba los cuerpos y gargantas de la tripulación.
Pasaron otros días y ya se había terminado el agua por completo, no quedaba nada de liquido, ni una gota de agua bebible.
Deseaban que volviesen las nubes, las tormentas. Un marinero siempre le teme a los truenos, a las grandes olas que golpean y hacen temblar las embarcaciones, pero son conscientes de los riesgos de un naufragio, un final desdichado en el fondo de las aguas de un rival inmensamente superior, como lo es el océano. Pero a su vez lo asumen, quizá como un tradicional destino. Como morir frente a un coloso invencible, un enigma infinito, sin sentido, esa es parte de la vida de un marinero. Al igual que un soldado que va a la guerra es consiente de que su cuerpo puede quedar despedazado, sin vida, tirado en el campo de batalla, un marinero sabe que una tormenta puede acabar con él como si fuera un pequeño insecto. Pero en cambio, padecer bajo el sol, presa de la sed, en una agonía lenta y cruel y sin poder al menos dar pelea, ese no era un destino para el que estaban preparados, no era parte del temor que sentían cada vez que miraban alejarse un puerto.
La incertidumbre destruía las pocas esperanzas de salir con vida, y no había nubes, y no soplaba el viento. Fueron cediendo, uno a uno, sin gritos, sin movimientos ni quejas, cayendo sobre cubierta en silencio. Cada vez eran menos, cada vez se oía mas y más el horrible silencio de la muerte. Quedaron los cuerpos sin vida de Haki y De la Cruz, tendidos sobre el puente, apoyados contra la pasarela de babor. Sus ojos miraban al cielo, sus labios quedaron pálidos y secos, sus lenguas tan hinchadas que spbresaían de sus bocas.
Esa noche volvieron los fantasmas de aquellos jóvenes marineros muertos. Eran sombras que se movían entre las sogas y los mástiles, que se ocultaban tras las veles despejadas. Y emergían mas y mas desde las aguas, sin moverlas, como si fuesen parte de la superficie. Y rodeaban el barco, como niebla, pero no era eso, eran rostros, desgarrados, deformes, siempre en movimiento. Danzando entre la noche, atravesando las paredes por debajo y por arriba de la nave, envolviéndola.
El capitán salió de su camarote, había estado muchos días, pero oyó una voz que lo llamaba con gritos apagados, exclamando su nombre, aquél que nadie sabía. Sobre el puente pudo ver como yacían los cuerpos inmóviles, vacíos, consumidos por el sol, pudriéndose en silencio. La expresión de desesperación aún vivía en los ojos de los muertos, era lo único que vivía de ellos, lo único reconocible.
- Este fue nuestro destino, la maldición del que no escucha, del que no entiende las escrituras o no cree en ellas - penso.
Volvió a oír esa voz, lo llamaba nuevamente, por su verdadero nombre, no decía, como de costumbre, “capitán”.
Recostado, apoyando su espalda contra el mástil principal, era Vázquez. Sus ojos, desorbitados parecían ya formar parte de otro mundo, su voz simulaba hablar del mas allá. Apenas movía sus secos y resquebrajados labios y la voz emergía profunda y lejana desde su garganta. El capitán se arrodillo a su lado.
- Era el jardín - le dijo Vázquez al reconocerlo - nosotros lo vimos y lo dejamos pasar -.
Terminó de decir esas palabras y su cabeza, como un peso muerto, cayó recostandose sobre su hombro derecho. Sus ojos permanecieron abiertos, mirando las estrellas de un cielo de aire espeso, sin color.
El capitán se puso de pie. No sentía sed y seguía vivo, pero era el único a bordo. Ya todos habían muerto. Miró a los fantasmas que giraban a su alrededor, estos, entonces, lo abandonaron, sumergiéndose en las aguas hasta las profundidades.
Quedó solo, con los cuerpos ya sin almas de sus hombres. Cada uno mirándolo desde los rincones donde yacían. Cayó al suelo, se tapo la cara y permaneció allí, llorando.

A la mañana siguiente el sol no apareció, el cielo estaba poblado de nubes en diferentes tonos grises y, aunque no muy fuerte, comenzó a caer una leve llovizna al tiempo que bajaba la temperatura. Ya era un día diferente, el aire había vuelto a tener color y olor. El espacio empezó a expandirse y soplaba un viento constante desde el sur. El agua tenía unos pequeños trozos de hielo, hacía bastante frío.
Desde temprano el capitán estaba detrás del timón, al mando del “Ulises”. Su postura firme, sus ojos fijos en el horizonte, castigados por el viento en un murmullo profundo. Y soplaba y soplaba cada vez mas fuerte. Se había deshecho de todos los cuerpos, arrojándolos uno a uno al mar, para que descansen para siempre en esa gran tumba.
El barco había amanecido en un profundo silencio. Las nubes se movían rápido y cambiaban sus formas con el viento, armando y desarmando expresiones, eran como los rostros de personas, sus marineros, desgarrándose la piel y mostrando sus huesos.
Cansado, bajo la vista para no ver mas esas tétricas imágenes. Las olas golpeaban con dureza la proa y elevaban espuma y miles de gotas que caían sobre el puente. Estas volvían a formar esos mismos rostros en al aire y se movían como susurrantes espectros sobre el viento hasta desarmarse sobre la madera. En el mar las olas también mostraban esas figuras danzantes, como fantasmas luchando, sin éxito, por salir del agua que los atrapaba y los volvía a sumergir hasta desaparecer.
En la soledad de aquellas aguas malditas, el marinero, sin dejar de apoyar sus brazos sobre el timón, rezó, como todas las criaturas lo debían hacer, sin hablar, recordando los cuerpos entre piel y huesos putrefactos que lo habían acompañado, y cuyas almas, ahora estaban en el espacio.
Rezó mucho tiempo, olvidando todo el resto, y los espíritus fueron desapareciendo hasta que el oleaje cesó y las nubes se abrieron mostrando el azul oscuro del cielo. Ya no había mas imágenes, no había mas rostros en el aire, solo el mar, el barco y el marinero.
Entonces, sobre el puente de proa pudo observar a una persona. Estaba lejos, pero supo de quién se trataba de inmediato. Estaba mirando hacia la lejanía del horizonte, su capa oscura se desplegaba con el viento, como una bandera. Giró para mirar al capitán, su rostro estaba serio, inmutable frente a las crudas ráfagas de aire. El capitán se acercó lentamente hasta él. El caballero espero a que este cerca, luego le habló:
- Le dije que no hiciera el viaje -.
- Pero no podía evitarlo. Yo traté de decirles que siguiéramos hasta la puerta, pero no me escucharon, no me escucharon - le respondió el capitán.
- No me prestó atención - le dijo levantando la voz, - ahora su tripulación esta muerta y sus almas le reclaman a usted. Todo por su ambición -.
- ¿Era necesario tomar la vida de todos estos hombres? -.
- No me lo pregunte a mí, yo soy solo un mensajero del destino, la pregunta es si era necesario que usted hiciera este viaje -.
- No lo sé, dígamelo usted - le contestó.
- Yo le diría que ahora comprendió sobre las cosas de este mundo y aprenderá a respetar los misterios del mas allá. Yo le diría que le temierá a la noche y sabrá que Dios le da oportunidades a los hombres, al menos a algunos elegidos, una vez en la vida. Siempre esta y estará la puerta, pero todavía ninguno tuvo la valentía para poderla atravesarla. Usted sabrá que deberá hacer - concluyó.
Luego, ante la mirada perdida del marinero, una ola trepó por la borda y cubrió al caballero, y cuando esta terminó de pasar, el hombre ya no estaba ni había rastros de él. Era como si se hubiera hecho agua.
- Quizá ese misterioso hombre siempre había sido parte del mar, quizá era el mar mismo, encarnado en un hombre. Nunca lo sabría - pensó el capitán mientras observaba él liquido escurrirse por las alcantarillas de estribor.
Se quedó solo, pensando y mirando el mar que lo rodeaba.
Entonces, de la línea del horizonte surgió una vela, parecía un espejismo pero fue convirtiéndose en certeza, era apenas perceptible, pero el ojo aún entrenado del capitán la reconoció de inmediato.
Solo, y con mucho esfuerzo izó la oreja de burro y volvió al timón, girándolo hacia la mancha apenas perceptible que circulaba de oeste a este, acercándose al continente.
Pero entonces el viento dejó de soplar y el barco se estancó en las aguas como si el mar fuese de barro. Una suave brisa se esforzaba para apenas lograr moverlo unos centímetros. No era suficiente y la vela se alejaba cada vez más.
Bajó hasta la bodega y tomó uno a uno los sacos de piedras preciosas y los fue arrojando al mar. Estos se hundían desapareciendo en las profundidades. Solo luego de tirar el último de los sacos logro igualar la velocidad del lejano buque hasta que, finalmente, pudo alcanzarlo.
Fue hallado solo, sin riquezas ni marineros. Pero antes de que fuera rescatado juró relatar su aventura, dondequiera que este, para que los hombres como él, aprendieran a respetar los secretos del mar y supiesen creer en ellos, para que supiesen tener fe en las cosas del mas allá, para oír los regalos que Dios nos ofrece, pensando que quizá algún día exista otra oportunidad y esperando que quizá el elegido sepa aprovecharla y hacer lo que él no había podido.

…

- El tiempo fue haciendo de aquel joven un anciano hasta que dejó lo que aquí queda, y así termina el relato -.

El anciano lo miró, su expresión era la misma desde entonces. El joven bajó la vista hacia la copa vacía, sacó un par de monedas y las tiró sobre la mesa. Salió de la posada, se podían ver algunas luces mas abajo, también pudo ver su barco. Era tarde y bajo la luz de las estrellas, descendió en silencio hacia la villa.

LA LEYENDA DE ARGOS

Cayó un terrible rayo. Desde lo profundo de la nada, mucho mas allá del cielo. La luz blanca se abrió paso hasta la tierra y se estrelló en lo mas alto del bosque de los Druidas, a los pies del volcán, muy lejos de las costas, donde se emplazaba la única población de toda la isla.
Ninguno de los pobladores lo percibió, ni siquiera los guardias de la fortaleza, quizá debido a la claridad del día. Era una tarde calurosa y en el cielo no había casi nubes, el sol derramaba sus dedos a través del aire, sobre todo el espacio vacío del mundo.
Duró apenas unos segundos, impacto sobre los arbustos entre la calma de un bosque de robles y arrallanes. Luego prosiguió el canto agudo y prolongado de los pájaros, el sonido de un pequeño arrollo de montaña golpeando sus aguas contra las rocas al pasar furiosamente en descenso. El sol seguía brillando con fuerza.
Casi todo había quedado igual, casi todo.
Desde la maleza, de lo más intenso del verde, surgió, inesperadamente, una mano. Se aferró con fuerza de una rama seca pero resistente, y luego apareció la otra. Entonces, desde adentro de un zurco en la tierra, aún humeante por la caída del rayo, emergió una tenebrosa figura.
Era un hombre, al menos a simple vista. Medía alrededor de un metro ochenta, su pelo era castaño como la madera y le llegaba hasta el cuello, tenía la piel tostada, casi morena. Su cuerpo era robusto y firme, grandes brazos y largas piernas. Miraba a los costados desconcertado. Sus ojos no tenían pupilas, eran solo blancos, como si fuese ciego, sin embargo, al sacudir intensamente su cabeza, estos aparecieron, como si hubiesen estado escondidos detrás de sus ojos. Tardo en acomodarlos, por momentos giraban sin control y desaparecían. Luego de unos minutos logro ponerlos al frente y en el centro de sus ojos. Volvió a analizar su alrededor, esta vez observando todo, como el niño que ve todo por primera vez.
Había arboles altos, robles viejos, que dejaban escurrir por entre sus ramas cálidas linias claras que provenían del sol de la tarde. La vegetación era abundante.
- Un buen escondite - pensó.
Mas arriba, a sus espaldas, se veía el volcán Hareb, herramienta de los Dioses. Irritado, debió que dar media vuelta, girando su cabeza para poder observarlo, algo que cuando poseía cien ojos en lugar de dos jamás hubiera necesitado hacer. Desde su cráter, en lo mas alto, se elevaba una espesa columna de humo, que dibujaba con ayuda del viento un camino desparejo hacia el cielo, donde se abría hasta desvanecerse. Era una imagen amenazadora, como la de un animal salvaje siempre punto de atacar a su presa.
Recorrió su cuerpo con desprecio, como odiándolo por ser parte de él. Por ser parte de este, atrapado, como en una pequeña selva. Sintió algo de melancolía, se noto en su expresión entristecida, pero de inmediato se le paso y recordó su misión.
Dejó de perder tiempo y con cierta torpeza en sus movimientos al principio, como quien se despierta de un letargo sueño y todavía no logra establecer el control de su cuerpo, comenzó a bajar la montaña.
La torpeza fue desapareciendo y transformándose en increíble agilidad. Se movía cada vez mas velozmente. Su mente guiaba a cada músculo de sus piernas con perfecta armonía. Por un momento se detuvo al ver el cielo en un claro del bosque. Penso en el mas allá, en todo lo que había sido, y sufrió una vez mas.
Recorrió gran parte del bosque, siempre teniendo mucho cuidado de no ser visto. Buscó varios escondites, lugares reparados de tormentas y seguros para pasar la noche, cuevas subterráneas y senderos de cabra o caminos que lo lleven de un lugar a otro del bosque sin perderse, sobre todo por si era perseguido, para poder evadir a sus captores.
Bajó hasta las cercanías del pueblo y visualizó el lugar. Era un poblado pequeño, con un puerto a las orillas del mar, compuesto por tres largos muelles de madera paralelos, rodeados por una ancha escollera armada con montones de piedras dispuestas en forma semicircular a través de la bahía. Dentro de la porción de agua envuelta por la muralla de piedra había muchas pequeñas barcas de diferentes colores dispersas por el agua. La mayoría tenía un solo mástil con la vela envuelta en este y redes dobladas por dentro.
Los pescadores salían al alba y volvían pasado el mediodía, por la tarde descargaban y limpiaban el pescado. Todavía algunos estaban ingresando al puerto, pero eran muy pocos.
El extremo más lejano de la escollera terminaba en una alta formación de piedras, como un pequeño monte natural, del cuál, se sostenía una pequeña edificación, en cuya terraza, por las noches se encendía un fuego que hacía de faro a los barcos que navegaban por las cercanías.
La bahía estaba envuelta a ambos lados por tres pequeños montes por donde trepaban algunas cabañas hasta donde comenzaban los primeros árboles del bosque de los Druidas. Mas arriba el bosque se tornaba mas espeso, oscureciéndose. En la costa, casi recostados sobre el mar había varios sauces, los cuáles le habían dado el nombre a la isla. Eran bajos y sus ramas, repletas de pequeñas y alargadas hojas, caían como lágrimas, llegando a lamer las aguas tranquilas del mar.
En los muelles estaban amarradas varias embarcaciones de diferentes tamaños y aspectos, pero en general eran grandes naves de ultramar. Al menos cuatro eran de combate o transporte de tropas. Debían ser de las fuerzas de la defensa del fuerte. Otros parecían barcos mercantes, de los que viajan para el oriente en busca de especies y productos de consumo.
Mas allá, sobre el mar, hasta el horizonte, se extendían cientos de pequeños puntos que eran otras islas, las cuáles formaban el archipiélago. Las tierras continentales apenas se llegaban a divisar sobre la línea del horizonte. Los mercaderes solían viajar desde el continente y recorrer las islas llevando vestimentas, alfombras, productos de metales y otros artículos para la vida en las islas.
Por delante, abajo, se abría paso la fortaleza Edeña, rodeada por el pequeño poblado que se prolongaba hasta la playa. A ambos frentes se veían los límites que determinaba el mar y algunos arrecifes de corales.
Las casas del pueblo no eran demasiado grandes. Construidas en general de paredes de piedras blancas extraídas de las canteras naturales del mar. Los techos eran de madera traída del bosque. La mayoría tenía una sola planta y un patio trasero donde se limpiaba y se ponía a secar el pescado. Sobre el puerto había unos comercios que visitaban sobre todo los soldados cuando venían del continente.
La calle principal partía de los muelles, donde amarraban las naves del ejército Edeño, y subía, curvándose con la colina, hasta la puerta de la fortaleza.
El fuerte Edeño estaba compuesto por siete pabellones y un edificio principal donde vivía el alto mando. Todo estaba cercado por una alta muralla de piedra tallada. En cada esquina de la pared principal había torres redondas desde donde una docena de guardias controlaban continuamente el mar y el poblado. Sin embargo, por la pared que enfrentaba al bosque no siempre se colocaba seguridad ya que no había posibilidad de que un ejército se moviera a través de tanta vegetación, además de que debían haber, primero, escalado el volcán Hareb.
Los pabellones eran largos edificios donde residía la infantería de marina. Por lo menos podía alojar a un millar de soldados. También había un polvorín enterrado sobre uno de los rincones, un granero, un establo y una gran bodega donde escondían algunos de los tesoros del imperio.
Los Edeños eran un pueblo descendiente de la civilización griega que ocupaba, desde hacía décadas, gran parte de las islas del golfo de Gessio. Inicialmente había sido un pacífico pueblo pescador, pero por el solo hecho de defenderse de otros pueblos que, de vez en cuando atacaban sus islas, debió formar un ejercito para la defensa. Luego, como suele suceder, las fuerzas fueron creciendo en número y en experiencia, los soldados mejoraron su entrenamiento, y finamente algunos líderes del ejército, generales y comandantes hambrientos de poder, comenzaron a cambiar el objetivo defensivo de las fuerzas por el de conquistador. El entrenamiento fue variando hacía las técnicas de ataque.
La marina, por sobre todo, era la gran ventaja de sus fuerzas debido a la tradición naviera del pueblo. Recorrían los mares cercanos al golfo y atacaban los poblados cercanos al agua, nunca se introducían demasiado en el continente ya que no sabían combatir sin el respaldo naval y por eso es que sus víctimas, cuando los veían desembarcar, escapaban tierras adentro.
- Allí debía estar guardado el cofre de Jahvek - pensó mientras observaba detenidamente las puertas de acceso.
Revisó mentalmente, y a la luz de la tarde, todos los detalles de la fuortaleza, la ubicación de cada edificio, de cada puesto de vigilancia, de cada movimiento de los centinelas. A pesar de no contar con los ojos que tenía en otras épocas, su vista era lejanamente superior a la de cualquier ser humano. Podía ver, desde la distancia donde se encontraba, a detalle, cualquier objeto del tamaño de una manzana. Memorizó todo y planeo con exactitud cada movimiento del golpe. Recién cuando hubo decidido cada uno de sus pasos dio media vuelta y volvió subir a lo mas alto del bosque. Se escondió en lo mas espeso de la vegetación, en una especie de caverna natural inmersa en la roca, y se hecho a descansar hasta que oscureció.

…

Cuenta la Mitología griega, en la historia de la ninfa Io, que ella era una joven doncella, hija de un dios-río, de ojos celestes, cabello rubio claro, casi blanco, y piel rojiza. Su rostro era como el cielo esculpido en piedra, liso, suave, perfecto.
Solía recorrer las pedreras, exponiendo su figura a los ojos de los Dioses. Fue en uno de esos paseos que tuvo la desgracia de despertar los lujuriosos deseos del dios Zeus.
Zeus, o Júpiter, como también le llamaban, tenia la costumbre de ser atraído por cualquier mujer que estuviese a la vista. Siempre las conquistaba y les hacía el amor. Y así fue con Io. Esa tarde bajo a la pradera donde la hermosa ninfa, a orilla de un lago se bañaba.
Pero Hera, la celosa esposa de Júpiter, se entero de lo sucedido. En realidad siempre lo hacia. Poseía el don de jugar con el tiempo, sabia de las cosas del pasado y del futuro. Aunque para Júpiter eso no resultaba un inconveniente, y aún cuando su inmenso poder le permitía borrar las escenas de la mente de su esposa, el no siempre lo hacia, un poco por descuido y otro poco para despertar una mezcla de perversa pasión y deseo en su esposa.
Esa tarde que se enteró, Hera estaba de pésimo humor, y la infidelidad de Zeus despertó en ella mayor ira que la habitual. Busco a la joven Io y, sin mas, la convirtió en una vaca blanca. A pesar de eso, y para asegurarse que no vuelva a cruzarse por la mirada de su esposo, la escondió dentro de una caverna, en el lejano valle de Las Siete Montañas y bajo la vigilancia de un monstruo llamado Argos.
Argos era un ser inmenso. Su figura medía casi cinco metros de altura. Tenía largas y verdes piernas, parecidas a las de un Minotauro por la pronunciada musculatura. Con ellas podía saltar entre las rocas de las montañas y correr como el viento. Su cuerpo era arrugado, con una capa oscura de pelaje sobre los sus largos brazos. Su cabeza era muy grande y redondeada. Tenía ojos redondos y oscuros, por todo alrededor de su cara. En total eran cien ojos. Podía ver hacia muchos lugares a la vez a su alrededor. Para dormir, solo cerraba unos cuantos ojos y el resto los mantenía abiertos, luego los cerraba y abría los que habían descansado, y así nunca dejaba de vigilar a sus prisioneros ni a su alrededor. Además tenía la fuerza de seis caballos y podía seguir un rastro de varios días. Por sus características, su fuerza y su agilidad, Argos era un guardián ideal. Siempre que Hera debía pedirle a un ser vivo que vigile a otro llamaba a Argos. Inclusive, mas de una vez, otros Dioses habían solicitado sus servicios
Argos custodiaba a la vaca día y noche sin descanso. Nunca se alejaba demasiado de la cueva y salía solo para cazar se comer y conseguír algo pasto para su prisionera. Dentro de esa cueva, años antes, había mantenido prisionero al hijo de un Dragón Asiático, hasta que la piedad del dios Pan le había concedido la libertad para que volviese a sus tierras.
Pero Zeus se enteró de lo sucedido y decidió intervenir. Envió a Hermes al encuentro de Argos.
Hermes era un ser pequeño y gordito, de piernas cortas y rasgos de reptil. Su boca cruzaba casi de oreja a oreja y parecía estar siempre sonriendo. Apenas tenía tres dientes. Tenía ojos saltones de mirada seca, separados por una tímida nariz redondeada. Sus grandes y puntiagudas orejas sobresalían de entre sus pocos y despeinados pelos. Siempre iba acompañado de su mascota, una vieja comadreja. Ambos olían muy feo, como a barro de pantano.
Tanto Hermes como su comadreja, se la pasaban hablando y contando largas y aburridas historias. Al ver a Hermes, Argos no sintió temor, y pensando que tan diminuto ser no podría hacerle daño, lo invito a pasar a la caverna. Hermes le agradeció y se sentaron frente a un fuego que Argos había encendido. Mas al fondo, Hermes escucho un murmullo, era el rumido de la vaca blanca.
Hermes se sentó sobre una piedra, quedando a la altura de la cabeza de Argos, el cuál también estaba sentado frente al fuego. Esa noche comenzó, junto a su comadreja, a relatar una soporífera historia de una reina que había sido secuestrada por las tribus de Bárbaros del este, y llevada al desierto donde comenzó a criar ganado hasta que un día volvió a sus tierras y ya era reina pero debía casarse para acceder al trono. La historia era muy aburrida y Hermes la contaba de una manera tan lenta que la hacía mas pesada aún. Las acotaciones de su comadreja eran peores todavía, se enredaba y buscaba recordar detalles que no eran para nada interesantes, como los nombres de las ovejas del ganado de la princesa o los colores de sus camellos. Hermes hablaba de manera pausada y con voz ronca. Cada tanto los relatores comenzaban a discutir sobre algún detalle sin la menor relevancia, lo cuál hacía el cuento mas espeso.
Argos, poco a poco fue cerrando sus ojos a medida que estos se fueron durmiendo. Estaba ya muy cansado, era tarde y la historia no podía ser menos atractiva. Así fue como pasadas varias horas terminó por cerrar todos sus ojos a la vez, cayendo en un profundo sueño. Ese fue el momento en que Hermes aprovecho y tomo suavemente una daga afilada que guardaba en su bolsa. Mientras tanto su comadreja proseguía mencionando como la princesa recorría el reino en busca de un príncipe, para no llamar la atención y que Argos no despiertase. Hermes se puso de pie desde la roca donde se encontraba a la altura de la cabeza de Argos, elevó la daga, cuyo metal brillo con el reflejo del fuego, y, dando un salto hacia e lenorme monstruo, cayó sobre su cabeza, clavándole la daga profundamente en el centro de esta. Argos abrió sus cien ojos desesperado y lanzó un grito estremecedor que resonó por todos los pasajes de la caverna. Luego cayó pesadamente de espaldas sobre el fuego, replegándolo. Se retorció un rato y con el último esfuerzo logró quitarse la cuchilla. Finalmente suspiró y su cuerpo quedó tendido en la caverna sin vida mientras Hermes cayó con Argos y rodo, luego se pudo de pie, confirmo la muerte del monstruo y, con su comadreja, liberabaron a Io y se alejaron, aún discutiendo entre ellos el nombre de las ovejas de la reina.
Al tiempo, Hera se enteró de lo sucedido y, cuando además supo que habían matado Argos por esa ninfa, su ira desbordó. Envió uno de sus tábanos, el cuál luego de varios días de vuelo, la encontró y la pico. El insecto poseía una droga que adormecía a los mortales y hasta podía llevarlos a la locura.
La droga mantuvo a Io metamorfoseada errando por las tierras del Mediterráneo oriental. Recorriendo caminos entre otros mitos. Se la veía siempre de día cruzando estrechos, en sus vagabundeos de un país a otro. No hablaba, no reía, solo caminaba de un lugar a otro, con la mirada azul puesta en la nada y meciendo su cabeza hacia uno y otro lado.
Así pasó mucho tiempo, hasta que, finalmente, luego de un largo y penoso recorrido por vastas y desoladas tierras, dio a luz un hijo de Zeus, en una pradera parecida a las que solía recorrer cuando Zeus se enamoró de ella.
Más tarde Io llegó a Egipto, donde, por fin, encontró la paz como la Diosa Egipcia Isis.

…

Hera se acerco a su esposo, por la espalda, como a él mas le agradaba. Le acaricio el hombro y bajo su mano por la espalda hasta la cintura. Miro a sus lados, el abajo el arriba y el espacio vacío. El blanco era espeso, como nubes entrelazadas participes de un brillo casi imaginario. Había mucha luz pero ninguna fuente de brillo. La luz aparecía de la nada, desde entre la nada, pero estaba.
Zeus dio media vuelta y la observo. Miro su piel, mágica, perfecta. Dentro de lo abstracto del tiempo donde existía podía decirse que, a diferencias de otras veces, estaba de buen humor.
- ¿Si? - pregunto adivinando sus pensamientos. Después de todo era otra de sus cualidades, aunque no muy utilizada. Sabia cual era su estrategia, sabia que era lo que pediría a cambio y no deseaba, en esta ocasión, ofrecer demasiada resistencia. No habría discusiones ni tormentas, solo bondad y entrega. Por su puesto, debía ofrecerse entera, todo su cuerpo a sus deseos, pero al fin y al cabo eso era parte del juego, una concesión trivial teniendo en cuenta que eran los brazos de su esposo, el cual, en esta situación, como pocas veces, estaba dispuesto a dar parte de su amor, oculto entre las mantas de lujuria que en todo momento lo cubrían.
- Es Argos - le dijo con voz afligida solo para que la escuche suplicarle. Ella sabía el futuro de la escena y hasta el desenlace, pero debía hacer su papel, actuar como era necesario.
Juntó sus hermosos labios, mostrando un rostro triste, melancólico. Bajó la vista, dejando caer una bien simulada lágrima de lo profundo de sus ojos verde esmeralda. Realmente, y a pesar de toda esa falsa actuación, Hera sufría la muerte de su servidor.
- Si, me imaginaba - le respondió Zeus tomándola de la cintura. - Siempre dejando permear esas bondades - agregó mirándola a los ojos.
En verdad poco le importaba el destino de ese monstruoso guardian, además, necesitaba darle algo a Hera para que tolere y perdone sus últimas infidelidades.
- Hermes no debía matarlo - confesó Zeus con el fin de evadir su culpa, - pero así es él, siempre cumple con fidelidad -.
- Entonces merece otra oportunidad, después de todo es un simple centinela que estaba custodiando a tu princesita - agregó Hera para obligarlo a cerrar el tema, poniendo acento en la última palabra..
- Bueno, que así sea. Volverá a tener vida, será un hombre - culminó.
La conversación no terminó allí. Viendo Hera lo desinteresado y permisivo que se encontraba su esposo aprovecho la ocasión para que le conceda mas apetencias. La discusión se prolongó, hubo tensiones, amenazas y concesiones, pero con respecto a Argos la decisión ya estaba tomada, y en ese mismo momento, en el lejano valle de "Las Siete Montañas", un cuerpo sin vida, deforme y descompuesto, tomaba la forma de un hombre y abría sus ojos. Todos los órganos vitales comenzaron a funcionar en conjunto y recobró los sentidos. Las moscas que lo rodeaban se alejaron y, desorientado, se puso de pie.
Observó su cuerpo humano y trató de recordar lo que había sucedido. A su mente le llegó, antes que nada, pasajes de la aburrida historia de Hermes. Lo último que había escuchado antes de morir. Recordaba las primeras partes, la reina, los bárbaros que la habían secuestrado, era cuando aún prestaba atención. Luego el sueño empezó a conquistarlo.
Pero de pronto recordó su profesión y su tarea actual. Buscó desesperado por todos los pasillos de la cueva a Io, pero no había mas huellas de ella. Sus movimientos eran torpes, no lograba dominar esa pequeña estructura corporal. Había perdido gran parte de su olfato, por lo que no podía detectar si quedaba algún rastro de su prisionera o el tiempo que había transcurrido desde que escapó. Pero lo que más sufría por sobre todo eran sus limitaciones de la visión. Le resultaba muy difícil moverse mirando alrededor con solo dos ojos. Golpeaba contra las paredes una y otra vez.
Finalmente, derrotado y exhausto, con los hombros sangrando por repetidos golpes y desilusionado, salió de la caverna y se sentó sobre una piedra a descansar. En el valle caía la tarde. La sombra de la montaña a sus espaldas lo aplastaba cada vez mas mientras el sol se ocultaba tras ella.
Así fue como Argos resucitó. Y permaneció en aquel olvidado valle durante mucho tiempo, vagando de un lado a otro, melancólico, sin poder adaptarse a esas tierras ni a su nueva esencia.
Cada tanto miraba al cielo con tristeza y recordaba su glorioso pasado, cuando su existencia era la de un poderoso monstruo. Cuando todos le temían y su sola presencia espantaba a cualquier rival.
Cayó en una profunda depresión, además, no lograba dominar su nuevo cuerpo ni moverse con solo dos ojos. Pero no quería, ni se atrevía, a pedir nada más a los dioses para no parecer desagradecido. - Al menos había vuelto a la vida - era su único y poco alentador consuelo.
Dejó pasar mas tiempo, pero no encontraba cura para sus males. Vivía en sufrimiento, cada vez más inmerso en su pasado.
Finalmente, al ver que jamás superaría tal estado y sentir eternamente frustrada su felicidad, optó por arriesgar la ira de Zeus al pedirle que le devuelva su vieja, monstruosa, pero tan necesaria materia original.
Seleccionó cuidadosamente el momento para plantear su reclamo. Cuando las cosas parecían tranquilas en el reinado divino de los dioses se presentó frente a Zeus. El dios lo escuchó. Su temor a ser castigado o hasta incluso irritar al dios por osar pedirle más, luego de que le había devuelto la vida, desaparecieron de inmediato cuando Zeus se mostró distendido. El dios estaba serio pero atento a sus palabras, hecho que lo sorprendió ya que creía que si se dignaba a oírlo lo haría sin prestarle demasiada atención. Pero no fue así, le prestó atención y hasta le preguntó algunas cosas. Si no fuera porque se trataba de un dios que debía ser perfecto, seguramente le hubiera pedido disculpas.
Zeus estaba particularmente interesado en la vida actual de Argos y hablaron un largo rato. Le preguntó como se sentía estar en el cuerpo de un ser humano ya que él nunca lo había hecho y aún no conocía a ningún dios que se atreva a probarlo. Le confesó que había que tener mucho coraje para hacerlo y que, aunque un dios no le debería temer a nada, era una de las pocas cosas que jamás se atrevería a hacer.
- Si alguna vez, algún dios se atreve a padecer tal aventura será el mayor logro de la historia de los dioses - fueron sus palabras.
Argos, aunque no era un dios, había sido otra criatura y ahora estaba dentro de un cuerpo humano por lo que podría describir con cierta exactitud la experiencia. Relató lo pésimo e incómodo que se sentía, las limitaciones a las que debía enfrentarse y, sobre todo, los sentimientos humanos que trataban de condicionarlo y debilitarlo, aunque Argos decía que lograba no prestarles atención.
- Hay algo dentro de los humanos. Son como voces internas que te dicen cosas y te tratan de influir. Estos seres las llaman sentimientos. Es muy difícil describirlos, son como estados de ánimo inmanejables, como sensaciones. La diferencia es que las sensaciones se perciben a través de los sentidos, al menos las que conocía, en cambio estos que llaman sentimientos se filtran por otro canal, por un medio que nunca antes había utilizado. Algunas que se usan mucho son la compasión, la alegría, la tristeza. Algunas son buenas y otras malas, la verdad todavía no lo llego a entender ni las diferencio, el hecho es que trato de evadirlas ya que no son ni propias ni dignas de mi esencia y no deseo conocerlas -. Mientras Argos hablaba Zeus oía atentamente. Argos prosiguió satisfecho de ser tan bien escuchado: - también existe algo interno, como una vida dentro de cada cuerpo, que llaman alma, pero no pude lograr entenderlo - seguía contando Argos, con mayor detalle al notar el interés de Zeus al oírlo.
Al final Zeus confesó que justamente necesitaba a alguien para encomendarle un trabajo y hasta se le había cruzado por sus pensamientos el nombre de Argos para llevarlo a cabo. Argos se dio cuenta que había sido un momento ideal para hacer el pedido. Además Zeus estaba pasando buenos momentos y, salvo por la profanación reciente de uno de los templos dedicados a su poder, las cosas en el mundo mortal andaban como él deseaba. Hera también estaba presente y muy romántica. Pareció, de pronto, tener una idea que le comento a su esposo y que Argos no llegó a escuchar. Seguramente era algo para convencerlo de que le cumpla su petición, ya que Hera sentía simpatía por aquel individuo y además podía volver a necesitar de sus servicios. El hecho fue que le pidieron a Argos que los deje un momento solos para que tomen la decisión. Argos salió y la pareja de dioses permaneció un largo rato hablando entre ellos. Cuando terminaron lo llamaron y le dijeron habían llegado a un acuerdo. Le devolverían su esencia original, pero no sería tan sencillo.
Le explicaron en que consistía el trato. Argos debería cumplir una misión en la tierra, pero solo era posible que sea realizado por un ser humano, o al menos en el cuerpo de este. Para cumplirla, mientras estaba en el mundo, debía valerse solo de los recursos de un hombre. Por supuesto, si tenía éxito el premio sería la restitución de su tan preciado cuerpo original.

Hacía dos meses atrás, uno de los batallones del ejército conquistador Edeño, compuesto por una poderosa flota de tres buques y casi quinientos guerreros, en una de sus incursiones tierras adentro, atacó la ciudad sagrada de Morea, donde se encontraba el templo de Yagén, dedicado a Zeus. Los habitantes de Morea eran un pueblo pacífico conocidos como Los Iterianos. Rendían culto permanente a Zeus y se declaran fieles servidores del dios. Las defensas cayeron en pocos días y la ciudad fue saqueada. Cientos de Iterinanos fueron acribillados por las lanzas Edeñas mientras el ejercito avanzaba hacia el centro de la ciudad. Finalmente, ingresaron al templo de Yagén, mataron a la guardia real, cuya misión era custodiar los objetos del templo, y robaron los tesoros. Entre ellos, se encontraba el cofre de Jahvek. También cayeron, víctimas de los Edeños, los sumos sacerdotes, lo cuáles preferían perder la vida a perder el cofre de su dios.
Los Edeños volvieron a sus barcos cargando el cofre y otros objetos de valor. Partieron hacia sus hogares dejando atrás una ciudad en ruinas y llamas.
Zeus enfureció al enterarse de lo sucedido. Juró que Los Edeños serían castigados duramente por el sacrilegio y por las vidas cobradas en el ataque. También quería recuperar a toda costa el cofre en su honor, era un dios vanidoso y disfrutaba con el culto que Los Iteranos le rendían, sin cofre el pueblo se sentiría vacío y ya no habría tantos deseos de alabarlo. Por otro lado, Los Iteranos confiaban en que Zeus siempre los protegería, habían depositado toda la fe en él y los había defraudado ya que no evitó el ataque. Lo menos que podía hacer era devolverles el cofre y vengarlos, protegiéndolos para siempre de Los Edeños.
El cofre era una pieza de madera, de mas de quinientos años de antigüedad, tallada a mano con cuchillos primitivos hechos de los primeros metales y revestida con adornos de oro y piedras. Adentro contenía una estatuilla de Zeus labrada en platino. Nadie conocía su origen ni su antigüedad, tampoco podía explicarse de donde se obtuvo el material ni como se logro pulirlo hasta lograr la figura. Era uno de los secretos que mantenía vivo el culto al dios que representaba la imagen. También había libros sagrados, escritos hacía siglos, que dictaban la ley divina ordenada por los dioses. Esos libros eran los cimientos de la religión Iterana y debían ser recuperados.

La encomienda consistía en rescatar aquel cofre. Luego debía alejarlo de la isla antes de que los dioses librasen la venganza por el sacrilegio, desatarían toda la furia del centro de la tierra sobre los profanadores.
Los comandantes Edeños guardarían el botín en su fortaleza más segura, en la Isla de los Sauces, al norte del golfo de Gessio.
Argos escucho con atención lo que debía hacer, no le pareció que se trataba de una tarea dificultosa y, por otro lado, no contaba con más opciones por lo que aceptó sin condiciones la oferta y dijo que cumpliría con éxito la misión o no volvería a reclamar jamás su antiguo cuerpo.
Zeus y Hera intercambiaron miradas cómplices, como si guardasen una carta más.

…

Era ya de noche. El cielo estaba claro y la luz de la luna cubría los espacios entre las sombras de los árboles. Los pájaros habían callado sus cantos por lo que el bosque se encontraba en un profundo silencio. Solo algunos animales nocturnos como búhos o grillos rompían por momentos aislados la calma. Argos se despertó y enseguida se puso de pie. Observó a su alrededor para asegurarse de que no había moradores cercanos y salió de su escondite. Miró la noche, poseedora de un cielo de estrellas opacadas por la fuerza del reflejo lunar. La claridad no era buena para su misión, pero de todas formas no podía esperar hasta una noche sin luna así que decidió arriesgarse igual.
Sin perder tiempo se encamino, barranca abajo, hacia la fortaleza Edeña. Bajaba la montaña con cuidado de no hacer ruido ni ser visto. Caminaba cerca de los árboles, cubriéndose detrás de cada tronco. De pronto, sintió que había alguien a sus espaldas. Dio media vuelta deprisa, pero no vio nada. Maldijo el hecho de contar con solo dos ojos y poder ver hacia un punto por vez. Siguió bajando, con prudencia.
De pronto, entre unas sombras, cerca de unos arbustos bajos, le pareció ver a un hombre que lo estaba mirando, fue casi un segundo, luego pestañeo y ya la imagen no estaba. Volvió a maldecir su pobre sentido de la vista. Pero algo captó enseguida su atención, escucho un sonido de hojas secas aplastándose, - eso no podía ser una ilusión - pensó, ahora estaba seguro de que alguien andaba merodeando por las cercanías. Se acercó a un tronco de roble, se ocultó detrás de este, y permaneció en silencio, esperando ver algo entre los árboles. Pasaron varios minutos y no oía ni veía ninguna señal de lo que fuese que estaba en el bosque. Al final volvió a creer que era fruto de su imaginación y su débil inconsciente humano y salió a la luz nuevamente. Entonces, detrás del lado opuesto del mismo árbol donde se había escondido emergió una figura humana. Argos no llegó a reaccionar de un temor frío que le recorrió las venas al tiempo que escuchó las primeras palabras.
- No fue mi intención asustarte - dijo la figura mientras se movía hacia la luz. Argos retrocedió pero sin intenciones de huir ni atacar.
- Hace mucho, mucho tiempo que no te veía - continuó. Ahora la luz de la luna iluminó el cuerpo que estaba hablando. Era un anciano, de cabello y barbas blancas. Vestía una especie de toga clara que le llegaba a cubrir los pies y hasta se arrastraba por el suelo. Era de muy baja estatura y tenía una mirada profunda y penetrante, debajo de unas grises y opacas cejas. Era una mirada de sabiduría.
- ¿Quién es? - dijo Argos esforzándose por ganarle a la oscuridad y ver mejor al anciano.
- Si, es tiempo de hablar y que sepas quien soy - respondió el viejo al tiempo que lo invitaba a sentarse sobre un tronco seco que yacía recostado sin ramas.
- Mi nombre es Hedicles y soy un druida que vive en este bosque. Nosotros los druidas estamos por aquí y por allá pero no nos dejamos ver con frecuencia, pero en este caso, al reconocerte, sentí que debías verme y escucharme - agregó el anciano. - Percibí tu precencia desde el momento en que ese rayo te depositó en esta lejana isla y me pregunte porque estabas aquí. Ahora, aunque ya estoy un poco viejo y me cuesta bastante deducir los hechos, creo que lo sé - continuo hablando, observandolo con un cierto resplandor de melancolía en sus ojos.
- Según la naturaleza, todas las criaturas deben tener, por lo menos, un padre. Este puede ser otra criatura que, de alguna manera lo hay creado, o un dios, sea como sea, el padre siempre existe - le dijo el viejo.
- ¿Y que tiene que ver conmigo? - argumentó Argos.
- ¿Alguna vez conociste o te detuviste a pensar quién es tu padre? - preguntó el druida.
- No - respondió Argos luego de pensarlo un instante. En verdad nunca ni siquiera se lo había preguntado a sí mismo, por lo que tardó en reaccionar en responder, - aunque seguramente debió ser un poderoso monstruo, al igual que lo fui yo. Quizá más poderoso aún, con mas fuerza y poder - definió.
- ¿Y por que debería ser así? - preguntó el otro hombre.
- No lo sé, así es como me lo imagino - respondió Argos todavía perplejo por estar manteniendo esa extraña conversación.
- ¿Y que dirías si te dijera que tu padre es un pequeño y anciano druida? - le respondió el viejo. Argos enmudeció ante esas palabras.
- Yo te creé - confesó el druida. Luego se acomodó, sobre el tronco, miró por entre un claro el mar, inmóbil como una pizarra azul bajo el reflejo lunar, y continuó: - muchos años atrás, un despiadado mago estaba causando graves males a lo largo de los poblados del desierto de Los Entierros, que para los seres humanos, en su mundo, representa el oráculo de Siwa . Era un peligroso brujo que, creando horribles bestias, atacaba a los pobladores, destruyendo y matando. Había sido enviado por los malignos demonios que vivían en los confines del océano, detrás de la línea del horizonte. Entonces, Los Señores de La Armonía decidieron enviar a tres druidas para enfrentarlo. Yo era uno de aquellos druidas, en ese entonces, apenas un caballero de la Orden de los Adivinos. Combatimos durante varios días, enfrentando nuestras fuerzas contra las suyas. La lucha fue muy dura, el mago tenía grandes poderes, pero finalmente logramos vencerlo. Matamos a sus bestias, lo capturamos y, mediante un conjuro, bloqueamos su magia. Luego lo encerramos en el laberinto de Adablo por la eternidad. El laberinto tenía una curva de espacio que hacía que sus pasillos girasen hasta el infinito. En cada una de sus interminables esquinas había una cigüeña que confundía mas a los prisioneros, aconsejándoles seguir caminos hacia la nada.
Temíamos que sus discípulos fueran a rescatarlo por lo que decidí crear a un ser con las suficientes armas para resguardar y custodiar por siempre a su prisionero. Un guardián perfecto, con cien ojos, para ver tanto a su prisionero como a los posibles intrusos que quisieran rescatarlo y con fuerza para luchar y vencer a las bestias del mago, por si estas revivían e intentaban rescatarlo. Entonces te creé - concluyó mientras lo miraba íntegramente, como un artista que observa su obra perfecta, aunque solo estaba viendo su cuerpo humano actual.
- Custodiaste durante varios años al mago, hasta que Obolo Caronte, el barquero de los muertos, vino por él y se lo llevó a las profundidades del infierno -. Argos apenes podía recordarlo, era muy joven y la memoria no era una de sus cualidades. - Luego, la Orden de los Adivinos te utilizó para cuidar a prisioneros de Kirstek. Participaste en algunas de las cruzadas de Afguera, hasta que los dioses comenzaron a requerirte para custodiar espíritus malignos y demonios -.
Argos no se sorprendió demasiado por la revelación, no se emocionó porque los sentimientos no eran parte de su esencia, a pesar de que, por estar dentro de un cuerpo humano, estaba comenzando a conocerlos. Solo sintió algo, como una extraña corriente que recorrió su cuerpo pero que enseguida se esforzó en rechazar. Maldecía todo lo que no era parte de su materia original y aplacaba todo intento de su cuerpo por hacerle sentir cualquier estímulo humano.
- Y ahora estoy en este cuerpo tan pequeño - se lamentó Argos frente a su padre, - ya no soy el mismo de antes, apenas puedo ver, tango menos fuerza, soy débil - agregó apesadumbrado. - Por eso estoy en esta isla, para cumplir una misión y que me devuelvan mi cuerpo - le confesó a alguien que intuía que ya sabía todo sobre él.
- Lo importante no es tu cuerpo, es tu interior, eso que los hombres llaman alma. Yo estoy orgulloso de mi creación, sea como monstruo o como ser humano. Quiero que sepas esto a la hora de elegir - pronunció el anciano.
- ¿A la hora de elegir? - preguntó Argos sin comprender.
- La vida nos lleva por extraños caminos. Yo hoy estoy aquí, en este bosque, tengo la oportunidad, después de tantos años, de volver a ver y hablar con mi hijo, pero mañana debo partir. Todos los druidas fuimos advertidos que debemos alejarnos de esta isla, pues los dioses están furiosos con sus habitantes, pero quiero que sepas que siempre voy a apoyar tus decisiones, cuales quiera que sean -.
- Estoy confundido, ¿qué es lo que va a pasar?, ¿que debo elegir? -.
Pero el Druida no respondió a las preguntas de su hijo. Su imagen comenzó a desvanecerse mientras se despedía con apenas un leve gesnto mientras terminaba diciendo: - ya es tarde, debo irme. Espero que volvamos a vernos. Adiós - dijo y su imagen termino de desvanecerse en la oscuridad, desarmándose entre las formas de las sombras de los árboles.
Argos se quedo solo, en el silencio de la noche que inundaba la oscuridad del bosque, rodeado de interrogantes. Eran muchas cosas juntas, en tan poco tiempo había conocido al ser que le había dado la vida, debía cumplir su misión y debía recuperar su esencia. Su padre no lo había despreciado por su nuevo cuerpo, al contrario, parecía estar conforme con aquella humanidad de su creación. Trató de olvidar lo sucedido para no perder la concentración de su objetivo y prosiguió su descenso de la ladera del volcán, a través del bosque.

…

Bajó hasta un claro donde se detuvo para ver la fortaleza que comenzaba a resaltar, a lo lejos, con la luz de la luna. Todo estaba quieto y en silencio. Sobre las torres que miraban al bosque no había guardias, del lado opuesto si los había. Eran tres guardias en cada una de las dos torres, pero estaban mirando siempre hacia el otro lado, atentos a los movimientos del pueblo que estaba frente a ellos. También podían ver el puerto y los barcos que se acercaban a él. La claridad de la noche les permitía tener una perfecta visibilidad, sobre el mar, el reflejo de la luna pintaba las pequeñas olas de un blanco oscuro que brillaba entre las sombras.
Prosiguió el trecho restante, cuidándose de no hacer ruido al avanzar ni de ser visto por nadie. Llegó hasta los últimos árboles, donde terminaba el bosque, y luego de ocultarse unos segundos detrás de estos y verificar que no hubiera nadie en las cercanías, corrió unos treinta metros hasta llegar a la muralla de la fortaleza. De ahí en mas estaría expuesto a cualquiera que pasara por allí, aunque a esa hora no era demasiado preocupante.
A pesar de contar con las limitaciones de un cuerpo humano no había perdido las habilidades, entre ellas la agilidad, que su esencia como ser lo caracterizaban. Escaló la pared demostrando una destreza que pocos hombres igualarían. Colocaba la punta de sus pies y sus dedos entre las pequeñas grietas que había entre los bloques de piedra y se impulsaba hacia arriba, mientras movía uno de sus brazos para que sus dedos encuentren la próxima hendidura donde se establecería para repetir la operación. Así fue subiendo hasta llegar a la cima. Una vez arriba caminó por la pasarela de combate buscando una manera de bajar a la plaza interna y tratando de que la madera debajo de sus pasos hiciera el menor ruido posible. Encontró una escalera de madera y descendió por ella hasta al patio principal. Se escondió detrás de la misma escalera y miró a ambos lados.
Recogió un pequeño trozo de metal alargado que había tirado en el suelo. Era un clavo gastado y retorcido, seguramente caído de una herradura. Sabía que podía servirle.
No había nadie en las cercanías. Con su especial sentido del oído escuchó desde muy lejos, cerca de la puerta principal, una conversación entre algunos guardias. Hablaban un idioma que no comprendía.
Debía llegar a una pequeña puerta de madera de roble que bajaba al subsuelo, la había visto desde la altura del volcán y ahora la podía ver tan solo unos metros frente a él.
Atravesó el patio en un silencio que hasta un gato admiraría. La puerta estaba sin llave, la abrió lentamente y cuidando que el metal no crujiera, entró y la cerró a sus espaldas, verificando primero, que nadie lo había visto hacer el movimiento.
Adelante tenía una escalera de piedra que bajaba en caracol hacia la oscuridad. Descendió siguiendo los giros de la escalera hasta derivar en un pasillo más ancho iluminado por débiles antorchas colgadas sobre las paredes. Avanzó por el corredor hasta el fondo, cruzó cuatro puertas de su lado izquierdo en su trayectoria. Llegó a una bifurcación hacia ambos lados. Dudo un instante y luego opto por seguir hacia la izquierda.
El pasillo terminaba en unos cuatro o cinco escalones que ascendían hasta una gran puerta doble. Esa era la puerta del salón donde los Edeños guardaban sus botines de guerra. Subió los escalones y se detuvo frente a la puerta. Miró hacia atrás para asegurarse que el oscuro pasillo estaba vacío.
Trató de hacer el menor ruido posible al falsear la cerradura ya que cualquier sonido rebotaba en las paredes y podía alertar a alguno de los guardias que, cada tanto, patrullaban por los pasillos. También debía cuidarse de forzar la puerta pero sin romper la cerradura, ya que de hacerlo, tarde o temprano alertaría a los guardias y saldrían en su búsqueda.
Sin el mínimo sonido ni esfuerzo logro, con gran maestría y habilidad, vencer la cerradura, valiéndose de la pieza metálica que había recogido en el patio. Colocó el trozo de metal dentro del hueco de la llave y la movió con acierto para que girase junto a la traba. La puerta se movió lentamente hacia atrás el espacio preciso para que pudiese pasar. Luego la cerró con delicadeza y comenzó a registrar el lugar.
El salón era muy amplio, el techo estaba a gran altura y casi no había luz, además, estaba repleto de miles objetos valiosos, arcas, baúles, cofres y cajas, dispersos y apilados desprolijamente por todo el lugar, pero no les prestó atención, solo perdería tiempo buscando el cofre de Jahvek. Mas o menos había pasillos por donde transitar. Argos fue recorriendo uno a uno y revisando velozmente cada objeto de los allí guardados. Tardó un largo rato, a pesar de que se movía con destreza y sabía exactamente lo que buscaba. El cofre de Jahvek era de madera, reforzado con barras de metal dorado. Llevaba inscripto en su tapa el inconfundible símbolo del escudo Iterano. Era una gran espada sostenida por dos soldados reales. Registró palmo a palmo cada rincón de la bodega pero sin excito, el cofre, definitivamente, no se encontraba allí.
Finalmente, derrotado, algo confuso y temeroso de que alguien pudiese descubrirlo, decidió salir y escapar. Volvió sobre sus pasos dirigiéndose al patio, cerró la puerta del salón y con el mismo trozo de metal procuró dejarla bajo llave, después retornó por los pasillos por los que había ingresado. Llegó sin problemas hasta la pequeña escalera en caracol y se aprestaba a subir cuando oyó voces y pasos que descendían por ella. Retrocedió con cautela pero con mucha prisa. En su intento por ocultarse busco ingresar por alguna de las cuatro puertas que había sobre la pared izquierda del corredor principal. La primera estaba cerrada, como no había tiempo para forzarla optó por probar en la segunda, también se encontraba bajo llave. Recién la tercera la encontró abierta y pudo refugiarse allí.
Encontró una escalera que descendía a un subsuelo, estaba oscuro y silencioso. Apenas un lejano tragaluz permitía el tímido paso de la luz de luna. Descendió unos cuantos escalones y se oculto contra el marco de una de las tantas puertas que había a los lados de ese lugar. El aroma era mas espeso allí, el aire era húmedo, se escuchaba un constante goteo que hacía ecos en la oscuridad. Las paredes estaban recubiertas de una sustancia vegetal verde y suave. Pensó que, seguramente, se trataba de los calabozos de la fortaleza.
Eran dos guardias los que bajaron la escalera en caracol . Oyó sus pasos acercarse y cruzar por el pasillo principal, pero para su tranquilidad no ingresaron por la puerta en la que él lo había hecho. Pasaron de largo sin notar su presencia, conversando amenamente en tono distendido. De a poco los pasos fueron perdiéndose en la lejanía.
Cuando ya no se oyeron mas se prestó a salir de su escondite, entonces, a sus espaldas, escucho una desgastada voz dirijida hacia él. Dio media vuelta y observó que el sonido provenía de una pequeña ventana en la puerta sobre la cuál se había resguardado.

…

- Yo quiero recuperar el cofre - le dijo Zeus preocupado a Hera.
- ¿Por que siempre las cosas tienen que ser de una manera?. Argos va a ser quién decida, tiene derecho a hacerlo - respondió Hera tratando de convencer a su esposo.
- No me gusta - dijo tajante.
- ¿Cuál es el problema? -.
- El problema es que los Iteranos confían en mí, su dios, y yo no puedo darles la espalda. Ya lo hice cuando los Eeños los invadieron, ahora debo enmendar mi error y no ponerme a jugar con sus tesoros - explicó el dios.
- ¿Y si alguien mas se encarga de recuperar el cofre? - propuso Hera. - El caballero de Darkos puede hacerlo, conoce los trucos de Los Magos de las Cumbres y es muy hábil para ese tipo de misiones - continuó, completando la idea.
Zeus meditó durante un instante la idea de su esposa, luego argumentó: - Pero Argos no tendría nada para cumplir su misión -.
- ¿Y si le indicamos que lo intercambie por un cofre falso?, de esa manera no se perdería nada - se le ocurrió a Hera.
- Si, podría funcionar - reconoció Zeus. - ¿El cofre aún se encuentra en el barco Edeño? -.
- Si, todavía esta en viaje, lo atrasó la tormenta de Gessio, pero llegará mañana a la isla -.
- Entonces debemos apresurarnos - concluyó Zeus, dándole, a la vez, el visto bueno a la idea de su esposa.

…

Se asomó por de la ventana de la puerta y miró a través de los barrotes que la atravesaban verticalmente. Sin comprender porque, la voz lo atrajo. Adentro, apenas podía distinguir a una joven mujer que estaba tendida en un rincón de la celda.
Su pelo era negro como sus ojos y le cubrían los hombros y mitad de la espalda. Tenía puesto un viejo y sucio trapo que le cubría todo el cuerpo, el cuál parecía alguna vez, haber sido un hermoso vestido blanco. Tenía una tierna y profunda mirada, atravesada por un mechón de pelo suelto que caía, como una cascada, por su mejilla.
Permaneció inmóvil, hipnotizado con la imagen. La mujer le extendió un brazo rogándole ayuda. Apenas podía hablar, parecía cansada. Estaba muy flaca, casi desnutrida. Con una vos apagada le suplico que la saque de allí.
Al principio Argos no reaccionó. Ni siquiera pensaba en ella, solo se había limitado a saber de donde había venido la voz, para asegurarse de que no fuese un posible enemigo, pero poco a poco, una extraña sensación lo conmocionó. Ni el mismo sabía explicar que era lo que lo invadía. Maldijo a los seres humanos y a la complejidad que domina el interior de estos.
Se preguntó porque no podía simplemente hacer lo conveniente para lograr su misión y porque los hombres se enredaban con estos inconvenientes internos. Pero ahora él también era un hombre y porque no podía escaparse de ellos, no podía escaparse de ellos. La acción de alejarse, que era lo correcto en aquel momento, le producía una especie de dolor, - sería lo que llamaban remordimiento - pensó. El estímulo, de alguna manera, le obligaba a hacer algo.
Pero había algo mas, algo pero aún, la voz..., ese ser.... No sabía que era exactamente pero algo de esa persona le producía una rara acción sobre su interior.
No debía hacerlo, sabía que no debía, pero lo hizo. Venció la cerradura, introduciendo a través de ella el trozo de metal y abrió la puerta. Se acercó hasta la mujer, la cuál apenas pudo agradecer con una sonrisa que le provocó, en el interior de Argos, un nuevo estímulo desconocido. Le preguntó en voz baja si se encontraba en condiciones de caminar. Ella le respondió afirmando con la cabeza.
La rodeo con el brazo por su espalda para ayudarla a ponerse de pie. Luego la condujo a través de la puerta. Se deslizaron por la escalera hacia arriba hasta alcanzar al puerta por la que había dejado el corredor principal y volvió a este. Siguieron hasta la escalera en caracol y la llevó, casi por completo en brazos, subiendo por ella.
Abrió tan solo unos centímetros la puerta que daba al patio principal y analizó la situación. El claro de luna brindaba luz sobre el patio. La plaza estaba completamente desierta. Se oían todavía las voces de los guardias que estaban en la puerta principal. Creyó que, probablemente, estarían jugando con naipes.
Sin prestarles atención, pero con mucho cuidado de que no fuesen vistos, se movieron inversamente por el recorrido a través del cuál habría ingresado. Se apoyaron contra la pared para cubrirse mientras Argos se aseguraba de que nadie podía verlos, luego atravesaron el patio y llegaron a las escaleras de madera por la que había bajado unas horas antes. Argos subió primero. La mujer, intentando imitar su silencio, lo siguió. Caminaron por la plataforma de madera lo mas rápido posible. Luego Argos debió ayudar a la mujer a descender por el muro, cargándola sobre sus brazos hasta el suelo.
Atravesaron en silencio el prado hasta internarse en el bosque. Subieron juntos por la ladera del Volcán, siempre cubiertos por el bosque. Argos debía ayudar a caminar a la mujer, que se encontraba muy débil y no tenía fuerzas para soportar el ascenso por la pendiente. Por momentos debió subirla en andas para superar algunas formaciones rocosas.
Después de alejarse lo suficiente del poblado y, sobre todo, de la fortaleza, se detuvieron bajo unas rocas que definían una especie de refugio. Eran dos piedras que habían sido aplastadas, durante algún movimiento de tierra, por otra gran piedra, formando un lugar cubierto.
Argos se veía frustrado. No solo no había encontrado el cofre sino que ahora tenía otro problema serio, el cual no solo era la mujer en si misma que lo acompañaba sino también los problemas internos que le causaba ese ser y que no podía comprender. Además, sabía que por haberla rescatado, o por haberse escapado, seguramente reforzarían la guardia y hasta, quiza, saldrían patrullas a buscarla por la ladera.
El bosque de los Druidas era oscuro y con muchos lugares donde ocultarse, por lo que, lo segundo no le preocupaba, pero sí era un verdadero problema tener que volver, la noche siguiente, para encontrar, donde estuviese, el cofre y completar su misión, ya que la guardia seguramente se reforzaría luego de la huída.
Recien al sentarse debajo de entre esa formación rocosa, volvieron a hablarse:
- ¿Cuál es tu nombre? - preguntó la mujer.
- Argos - respondió de manera seca y aún vigilando, entre las sombras de árboles repletos de luna, si alguien los había seguido.
El bosque parecía estar en calma, todavía quedaban varias horas de luna. El suelo estaba cubierto de hojas secas y ramas caídas que crujían ruidosamente cuando eran aplastadas por lo que nadie podía acercarse sin ser, inevitablemente oído.
- Mi nombre es Netrina -, dijo, luego intercaló algúnos segundos y prosiguió agradeciéndole haberla liberado. A continuación intentó demostrar un gesto amable y le extendió el brazo para que el hombre tome su mano, pero este la esquivó y volvió a penetrar su mirada en lo profundo del bosque.
- No tenía que haberlo hecho - se lamentó abiertamente y recordando cuanto se complicarían las cosas desde entonces.
Casi de reojo volvió la mirada para verla. Apenas unas lágrimas de luna iluminaban su rostro y parte de uno de sus hombros. - Es lo que llaman mujer - pensó bien para sus adentros mientras la contemplaba.
Un aluvión de preguntas lo invadía pero solo se atrevió a preguntar lo que podría servirle, - ¿por qué estaban ahí? - le salió haciendo uso de su escaso conocimiento del lenguaje nativo.
La mujer no pudo responder a su pregunta, - no lo se - , dijo abrumada de desconcierto, - no recuerdo nada, solo que desperté allí -. Se mostraba confundida y tensa. Respirando de manera agitada, como temeraria de su propia situación, continuó: - no se quién soy ni de donde vine, es como si hubiese olvidado mi pasado, no puedo recordar nada, solo que desperté allí, solo quedesperté allí -, repitió rompiendo en un silencioso llanto.
Parecía hablar con sinceridad, dijo que no sabía lo que hizo o porque la tenían encerrada en esa celda, había perdido la memoria por completo.
Argos pensaba, mientras escapaban de la fortaleza, muchos posibles relatos de la mujer para justificar su condena, pero no esperaba en absoluto algo así. Su propia conclusión inicial, mientras subían por el bosque, era que se trataría de una hechizera, quizá castigada por sus prácticas de brujería, pero ahora no estaba seguro de que estuviese en lo cierto.
La mujer notó que el hombre que la acompañaba era extraño, no solo por como se comportaba, sus gestos y su forma de actuar, sino también por la habilidad que había demostrado durante el escape. Había descendido el muro de una manera impecable y se movía en la noche en forma perfecta. Netrina creyó, al verlo por primera vez, que se trataba de un ladrón vulgar. Tal vez con experiencia y coraje, ya que resultaba muy peligroso y dificil robar la poderosa fortaleza Edeña. La mujer supuso que había planeado el golpe con mucha anticipación y que tendría cómplices, tanto dentro como fuera de la fortificación, que lo ayudarían, por eso, al darse cuenta que todo había sido planeado y ejecutado por una sola persona, y que, aunque no logró hacerse de ningún botín, había podido infiltrarse y salir con vida y encima rescatarla, su sorpresa fue mayor.
Netrina trató de demostrar su admiración y intriga por Argos y le confesó: - Nunca conocí un hombre como...-, comenzó a decir, pero Argos , inesperadamente la interrumpió enfurecido, dando media vuelta, enfrenndola y mirándola con temerosa seriedad.
- ¡Hombre!, ¡un hombre!- le gritó, - ¡los hombres son débiles! -.
- ¡No vuelvas a decirme así!- concluyó mostrándose muy enojado y algo nervioso por reconocer tristemente que, en el fondo, tenía razón.
Ella retrocedió atemorizada hasta un rincón. Al verla así le llegó improvisadamente a la memoria el momento en que la encontró. La había visto en esa misma posición, con la misma expresión de temor que ahora volvía a tener en su rostro, y volvió a sentir las mismas extrañas sensaciones que sintió entonces.
Estuvo a punto de pedirle perdón por su reacción, pero no lo hizo. Su instintó original le arrebsató las palabras. - Sería rebajarse al nivel humano- pensó en pleno conflicto interno entre su primitiva esencia y la actual. Pero, por alguna razón, no podía controlar su fría mente y los sentimientos desconocidos lo invadían una y otra vez, sin siquiera comprender con claridad el significado de los mismos.
Miró a la mujer, agazapada en el rincón, desprotegida y atemorizada y sintió, por primera vez en su vida, pena. Trató de buscar algo que decirle. Aprovecho la excusa de que necesitaba información acerca de donde podía estar el cofre. Creía que la mujer le podía facilitar alguna información y así, además, habría justificado, inclusive para sí mismo, haberla rescatado cuando su mente le decía que la abandone allí alegando que solo representaía una dificultad para el cumplimiento de su objetivo.
- Estoy buscando un cofre - le comentó, - ¿Donde podría estar guardado?- volvió a mirarla a los ojos al terminar la pregunta. Ella le devolvió la mirada y de inmediato le respondió feliz de poder sentirse de utilidad: - escuché a unos guardias decir algo de un baúl que contenía objetos valiosos. Dijeron que llegaría en barco mañana al amanecer y que debían custodiarlo hasta la fortaleza -.
Argos tomó su mandíbula con la mano izquierda en actitud meditativa. Razonó que probablemente alguna tormenta del golfo de Gessio había atrasado el cargamento. También pensó que debía impedir que el cofre entrase al fuerte ya que una vez en el interior resultaría mas dificil robarlo. Tampoco era viable atacar solo una embarcación entera. La única posibilidad era recuperarlo en el trayecto que deberá recorrer el cofre desde el puerto hasta la fortaleza.
Planificó con cuidado lo que haría el día sigiente y, cuando tuvo todos los detalles bien cuidados en su mente, decidió que debía descansar las horas restantes de noche. El clima era templado, casi no soplaba viento, ideal para dormir a la intemperie. Buscaron entre las rocas, un lugar confortable y se recostaron sobre una manta de pastos altos. Netrina se acercó y lo abrazó con ternura. El tibio brazo le producía inéditas sensaciones que intentó sin éxito sofocar. Esta vez no lo evadió, aunque simulo no prestarle atención.
Tardó en conciliar el sueño, debía poner algo de orden en su confusa mente. Por un lado estaba su misión, la que como buen soldado debía cumplir, por otra parte debía cumplirla para recuperar su cuerpo y volver a ser el poderoso ser de antes, pero también, las particularidades de los humanos lo estaban confundiendo, y la mujer que ahora estaba a su lado complicaba aùn mas las cosas.
Recordó también a su padre, recien ahora valoraba la importancia de haberlo conocido. Recordó cuanto se sorprendió al saber que era un pequeño hombrecito. Aunque fuese un druida, no lo hubiese imaginado como tal sino como un poderoso guerrero. El mensaje que rescataba era que no importaba el cuerpo o los poderes sino la persona en sí misma.
Al final olvido todo y sus dos ojos se cerraron, rindiéndose al sueño y así reponiedo su cuerpo y mente.

…

El caballero de Darkos era un heredero de la familia real de Bisernides. A los veintirés años, cuando todavía era un príncipe, había viajado a las altas montañas de la cordillera de Afgan para internarse en el monasterio de Los Magos de las Cumbres, también conocidos como La orden de los Magos de Xut Azor, donde estudió varios años los artes de los magos, allí aprendió sobre la verdad de la magia y decidió abnegar el trono de su reino y abandonar la nobleza para dedicarse a misionar por la vieja meseta de Dorsavia.
Por rechazar un reinado, según la ley de los dioses, debía ser propuesto para la orden de los sabios, pero como aún era muy joven para dicho privilegio, fue llamado a servir a los dioses y aceptó. Desde entonces viajo por los mundos utilizando su magia para realizar las obras que le eran encargadas.
Era un hombre de mediana estatura, sin rasgos particulares. Utilizaba siempre la capa azul característica de la nobleza a la que había pertenecido y, como era muy flaco, le caía en forma recta hasta los tobillos. Tenía dos anillos, uno en cada dedo índice, que le habían obsequiado los dioses para permitirle liberar, de su interior, los poderes que le habían conferido.
Zeus le había comunicado su misión durante un sueño, como siempre lo hacía, por lo que al despertar aquella mañana, el caballero de Darkos se conjuro para visualizar el barco de los Edeños y, para luego, mediante su poderosa magia, hacerse aparecer sobre él.
Llegó sobre la cubierta de proa, no había nadie. La tormenta azotaba la embarcación que se movía de lado a lado. La lluvia caía en ráfagas, las olas golpeaban el casco y trepaban hasta las velas, cayendo entrelazadas con la lluvia. El viento soplaba con fuerza y de manera cambiante por lo que el timonel apenas podía dirigir la nave hacia donde debía.
El mago casi no se preocupó por la angustiante situación de la embarcación, caminó tranquilo por el puente, ignorando el poder de la tormenta, hasta la escalerilla de las bodegas. Un marinero pasó corriendo cerca de él pero, debido a su preocupación por la tormenta, ni siquiera noto su presencia o tal vez lo confundió con otro marinero, y siguió en la búsqueda de un cabo de refuerzo que se había desatado en la botavara de la vela mayor.
Descendió hasta las bodegas y buscó, entre los objetos allí almacenados, el cofre que le habían descripto sus sueños. Lo encontró cerca de unos barriles casi al fondo del compartimento. Se acercó al cofre y comenzó una serie de movimientos extraños. Apuntó con ambos anillos al cofre y luego, a su lado, colocó unas piedras de colores brillantes que extrajo de uno de sus bolsillos. Ejerció sus poderes sobre las piedras y pronunció unas largas y complicadas oraciones en un lenguaje desconocido. Entonces las piedras fueron uniéndose y expandiéndose, tomando distintas formas en el espacio, hasta que, por fin, se convirtieron en una réplica exacta del cofre de Jahvek. Después, tomó el verdadero cofre y lo acercó a su cuerpo. No pronunció nuevos conjuros, solo cerró los ojos y se concentró profundamente. Bajó su cabeza y su cuerpo se fue desvaneciendo en el aire, junto al cofre. La bodega quedó igual, pero el mago ya no estaba.

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Cuando Netrina despertó, a la mañana siguiente, era temprano, aunque ya el sol había asomado y sus luces atravesaban el cielo y caían como lanzas entrelazadas entre los árboles del bosque. Se oía el canto de pájaros en el espacio y el movimiento de las ramas, impulsadas por una cambiante y tenue brisa.
Miró a su alrededor y notó que estaba sola, en el lugar de Argos solo estaba el pasto aplastado. Buscó con su mirada enseguida por las cercanías, pero no había señales de él. Se puso de pié y pensó que hacer. Temía volver al pueblo debido a que podía ser capturada y encerrada nuevamente pero tampoco le agradaba permanecer sola en el bosque. Pensó donde podía haber ido Argos, sabía que estar a su lado era lo mas seguro ya que sola no sabía que hacer ni a donde ir. Argos la había liberado y conducido hasta un lugar seguro y, aunque era una persona extraña y, tal vez hasta peligrosa, la había protegido y, además, era lo único que tenía.
Todavía no recordaba nada acerca de su pasado, no sabía quien era ni de donde venía, sin embargo, de a poco, estos detalles estaban dejando de preocuparla, ahora pensaba mas en su futuro, que haría y donde iría.
Finalmente decidió arriesgarse a bajar al pueblo, estaba convencida de que Argos habría ido hacia allí, lo que no sabía era como lo encontraría. Decidió que lo rastrearía por las calles y si no lo encontraba volvería a ese mismo lugar a pasar la noche aguardando que apareciera.
Buscó el camino para el pueblo, no le costó demasiado ya que sabía que era ladera abajo y en el primer claro pudo verlo a la distancia, mucho mas abajo. Comenzó a descender por entre los árboles, llegó hasta un arroyo cuya agua caía con fuerza por el angosto cauce. En los recodos las aguas se detenían y los helechos crecían hasta acariciar el manto cristalino, algunas plantas de flores dejaban caer sus petalos sobre el agua, dandole un aroma puro y delicioso. Cuando lo atravesaba, pisando entre las piedras húmedas y cubiertas de algas, resbaló y cayó hacia atrás. Su tobillo quedo entre las piedras mientras caía, torciéndoos. Se reincorporó con cuidado mientras sentía un punzante dolor en su pie derecho. Terminó de cruzar el río como pudo y se sentó en la orilla a ver su tobillo. Este se había hinchado bastante y no se había roto de casualidad. Al principio apenas podía pisar pero luego el dolor fue atenuándose hasta poder volver a caminar, aunque con bastante molestia. Continuó, lentamente, y pisando con dificultad sobre su pie derecho, el descenso al pueblo.

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- Volvió el caballero de Darkos - le anunció Hera a su esposo, - cumplió su misión con éxito. Anunció que el cofre esta en su poder y ahora partirá camino a la tierra de los Iteranos a devolverles lo que les pertenece - concluyó.
-¿Logró dejar el otro cofre sin ser descubierto? - Zeus le preguntó expectante.
- Si - respondió, - todo va según lo planeado - festejó Hera.

…

Argos se despertó cuando apenas estaba amaneciendo. Enseguida se puso de pie y, sin preocuparse por abandonar a Netrina, se encaminó hacia pueblo.
Antes de partir, observó a la mujer. Estaba tendida sobre el pasto, recostada sobre su hombro, aún con los brazos extendidos como queriendo abrazar el espacio que él había dejado. Su pelo oscuro caía, brillando con los primeros rayos del sol, por su espalda. Sintió que estaba viendo a un ser hermoso, no entendía que era exactamente lo bello, no lograba definirlo, simplemente lo sentía. Recorreó ese cuerpo con su mirada y volvió a sentirse mal por tener que abandonarla.
Pensó un instante en despertarla pero ella querría acompañarlo y no podía arriesgarse a llevarla consigo, en primer lugar porque resultaría un problema para cumplir su misión y, en segundo lugar, porque estaría en peligro y, de alguna manera, eso no lo deseaba. Por su puesto que para justificar su instinto original utilizó la primera causa mientras que la segunda razón la escondía en lo mas profundo de su humanidad. De todas formas, tampoco le agradaba la idea de dejarla sola.
Finalmente decidió partir y tratar de dejar atrás todos esos extraños estímulos humanos para concentrarse en el cumplimiento de la misión que le habían encomendado.
Caminó ladera abajo en dirección al poblado. Ya conocía el bosque y avanzaba con confianza. Atravesó el pequeño río de montaña cerca del cuál había llegado al mundo humano, saltando de piedra en piedra con precisión. Siguió bajando hasta llegar a las cercanías del pueblo. Se detuvo un momento, observó las casas y el fuerte, estaba todo en calma. Miró al mar y pudo ver lo que buscaba, un barco de gran tamaño estaba ingresando al puerto. Desde donde estaba pudo saber que se trataba de un buque militar y, como era el único, dedujo que allí venía el cofre.
Todavía era muy temprano, el sol apenas trepaba el horizonte y los pobladores dormían. Las callejuelas estaban completamente desiertas, de todas formas, avanzó por ellas con suma cautela, corriendo de pared a pared y ocultándose esporádicamente en los portales. Se detenía en cada esquina para asegurarse de que el terreno estuviese desierto y luego seguía hacia la próxima. Había un grupo de mujeres recogiendo agua de un aljibe, en el centro de una pequeña plazoleta, pero puedo evitar que lo vieran colocándose detrás de un roble mientras pasaban cargando sus alforjas. Espero que se alejen y prosiguió su camino.
Llegó a la calle principal, por la que subiría el carro con el cofre, y la recorrió con su mirada, buscando el sitio ideal desde donde realizaría la emboscada. Detectó un lugar donde la calle se angostaba al subir una pendiente pronunciada. Trepó a una de las casas cercanas y se postró sobre un tejado del lado de la calle principal. El lugar era bueno, nadie de los transeúntes lo podría ver y de un salto podía caer sobre cualquier carro que pase por la calle. Se recostó de manera de poder ver el puerto, mucho mas abajo.
El barco ya estaba a uno de los lados del muelle de la milicia. Luego de que terminaron de amarrar todos los cabos, pudo ver como comenzaban a desembarcar cajas, barriles y sacos.
Espero un tiempo, sin perder de vista en ningún momento los movimientos de la embarcación. Vio como seguían bajando cosas de poco valor como sogas, armas municiónes y toneles de polvora, hasta que por fin, vio como dos hombres de uniforme militar cargaban un cofre de madera con las características del cofre de Jahvek. Salieron por la pasarela del barco, recorrieron el muelle, lo llevaron hasta un carro de madera tirado por dos caballos castaños, y lo depositaron sobre este. Luego se sentaron en la parte delantera y, uno de ellos, tomando las riendas, lo puso en movimiento. La carreta comenzó a avanzar por la calle principal y se perdió entre las casas mas cercanas a la costa. Subiría la ladera y recién entonces lo volvería a ver, unos metros delante de por donde él estaba oculto.
Un rato mas tarde el vehículo apareció por el extremo opuesto de esa misma calle. Esperó pacientemente a que se acercara lo suficiente. Los animales se movían lentamente y el conductor no se esforzaba por que aceleraran su paso ya que no tenían ningún apuro.
El carro no era custodiado mas que por esos dos soldados que lo conducían. Era un pequeño tramo y los Edeños creían que, al estar en la isla, el baúl ya se encontraba a salvo. Eso era una gran ventaja para Argos ya que contaba con el factor sorpresa. Lo único que temía era que luego de robar el cofre lo perseguirían y no sabía como escaparía de sus seguidores con un cofre tan pesado. Había pensado en llevarlo al bosque y ocultarlo allí, quizá enterrándolo, y escapar de la isla, para luego, mas adelante, volver a buscarlo. Pero el plan era peligroso y no parecía muy efectivo, sin embargo, por el momento era lo único que tenía.
El carro estaba ya a unos metros delante de él, Argos se preparó para saltar, se puso de pie, lentamente, y aguardó a que pase justo debajo de él.
Entonces, en el preciso momento en que se alistaba para saltar, se oyó un potente sonido desde lo alto del Hareb. Sobre las rocas de la cima surgieron, expulsadas como por un puño gigante que emergía del centro de la tierra, cientos de partículas ardiendo que atravesaron el cielo y volvieron a caer sobre la tierra como una lluvia de fuego.
La tierra comenzó a temblar, todo se movía, el volcán integro se destruyó, dejando fluir desde su interior una masa ardiente de tonos rojos y amarillos. La isla entera era como una enorme herida sangrante. La agonía de la tierra rescrebrajda su piel, haciendo profundas grietas de donde surgía mas y mas sangre cadente.
Los dos custodios giraron de inmediato en dirección al estruendo, entonces Argos, aprovechando la distracción, saltó sobre el carro, y tomando una madera que había en la caja, los golpeo fuertemente en la cabeza. Uno de ellos cayo sobre el empedrado y el otro quedo tendido sobre el carro, ambos inconscientes. Los caballos no se movieron. Tomó el cofre y lo bajó del vehículo, cargándolo entre sus brazos.
La ceniza comenzaba y descender del cielo como una oscura lluvia. Debía correr hacia la playa para salvarse y salvar el cofre.
La gente del pueblo se había despertado con el ruido y por el temblor de la tierra. Al ver el volcán y el fuego que salía de todas partes, las personas gritaban y corrían desesperadas.
Una extensa grieta partió el bosque de los druidas en dos y comenzó a expulsar mas lava. La grieta, como si fuese controlada expresamente por los dioses, descendió a través de la ladera hasta la fortaleza y arrasó con ella, primero rodeándola y luego destruyendo las paredes y los edificios. Se prendió fuego el alojamiento del alto mando y luego cada uno de los pabellones. Se oían los gritos de los soldados mientras morían quemados por la lava. No hubo ningún sobreviviente dentro del fuerte. Los Dioses estaban furiosos y transmitían toda su cólera sobre los débiles mortales de aquella pequeña isla. Habían librado un infierno en la tierra. El fuego estiró sus brazos para alcanzar a los mas rápidos. La energía cadente arrasaba sin piedad describiendo un enorme abanico. La destrucción de los Titanes era inevitable.
Pero Argos solo se preocupaba por sacar el baúl del lugar. Ya nada impediría que cumpla su misión. Estaba mas tranquilo ya que toda esa destrucción lo ayudaría a que nadie se preocupe por seguirlo, ahora cada poblador debía preocuparse por salir vivo de la isla, ninguno se ocuparía de un intruso o de recuperar un cofre, por mas que llevase el oro mas preciado del mundo, cuando todo se destruía.
Una vez mas, los dioses lo habían ayudado.
Después de tanto tiempo, su deseo se haría realidad. Volvería a ser el mismo de antes. Se emocionó de solo pensar en su futuro. Podía palpitar su cuerpo, sus garras, sus cien ojos y todo el poder y la fuerza que este poseía. Volvería a ser alto, volvería a ver hacia todas partes al mismo tiempo, volvería a hacer temer a los que lo mirasen.
Fue entonces, entre el desorden, la destrucción y los gritos, que escuchó aquella inconfundible voz pidiendo auxilio.
Argos se había lamentado por Netrina, supuso que seguramente habría muerto quemada en el bosque de los druidas, aunque en realidad casi no había pensado en ella ya que ahora tenía el cofre, que era su objetivo, y volvería a ser el monstruo de antes.
Pero, por segunda vez, no pudo resistirse y condujo su mirada en dirección a la voz.
Era ella.
Estaba tendida sobre el empedrado a unos cuarenta metros calle arriba.
Había caminado sola hasta el pueblo buscaba a Argos. Recorrìa el lugar esperando ver al hombre cuando vio la explosión del volcán y comenzó a huir calle abajo. Pero tropezó con un pedazo de roca que se había desprendido de la calle por el temblor y había caído dolorida al piso. El mismo dolor que sintió cuando tropezó en el arrollo.
Desde donde estaba Argos lograba observar su tobillo roto. Supo de inmediato que en ese estado no podría caminar por sus propios medios, quizá ni siquiera podría ponerse de pie.
Algunas personas pasaban a su alrededor, pero nadie tenía el tiempo ni la valentía como para detenerse a ayudarla. Cada uno corría por su vida, tratando de evitar las paredes que caían por el terremoto o las grietas que se formaban en la tierra. Había hombres y mujeres que, atemorizados, huían sin destino ni dirección. La lava salía del cráter del volcán y se elevaba por los cielos, cayendo, luego, sobre la isla como una lluvia de fuego. Se encendieron los techos de las viviendas y el pueblo entero comenzó a arder. Los barcos, en el puerto, también comenzaron a quemarse, toda la isla de estaba destruyendo.
Mas arriba, sobre la misma calle donde Netrina yacía, se abrió repentinamente una enorme fisura en la tierra que atravesó el camino derrumbando paredes y techos de las casas cercanas. Un río de lava emergió de la grieta, y fue descendiendo por la calle convirtiendo a su paso el mundo en un infierno como una lengua del diablo. La lava pronto llegaría a donde estaba la mujer ya que bajaba velozmente por la pendiente.
Fue un instante demasiado corto, pero pudo vivirlo como una eternidad. El mundo terrestre se detuvo, el tiempo quedó inmóvil frente los ojos de Argos, la escena se petrificó dentro de su mente.El ruido y los gritos se opacaron en Argos y el silencio se adueñó del espacio.
Por su mente paso su vieja vida, todo lo que había sido, todo lo que había hecho. Recordó a su padre y lo que había hablado la noche anterior. Pensó en las cosas que había sentido, en la lucha que se había librado en su interior. Combatían la esencia humana contra la de una bestia. Era una guerra sin cuartel, cada nueva sensación, cada sentimiento humano y la fuerza para destruirlos, para arrancarlos de su alma. No quería ser el de antes ni el de ahora, y quería ser ambos.
Miró al cielo un instante, sus ojos se insertaron en el profundo azul del infinito, dejó fluir su espíritu.
Entonces abrió sus brazos y el cofre, junto a una parte entera de su vida, cayeron de sus manos. Dejó escapar el deseo de origen, de su nacimiento. En cambió, corrió en dirección a la joven mujer.
El cofre de Jahvek cayó pesadamente sobre el suelo, no se rompió ni se abrió, tan solo quedo allí, para siempre. La lava ya estaba casi sobre Netrina. Argos se apresuró y llegó hasta ella, la tomó en sus brazos, y corrió con la mujer evitando la lava, que lo seguía detrás de él y estaba muy cerca de alcanzar sus pies.
Siguió bajando velozmente a través de las calles, esquivando piedras y otros objetos que caían sobre el camino, hasta que llegaron a la playa. Entraron al mar y nadaron lo mas rápido posible hacia adentro. El fuego líquido que los seguía chocó contra el agua que, con furia, lo detuvo convirtiéndolo en una columna de humo blanco muy espeso que subía, junto al vapor del agua hirviendo, a la atmósfera.
Unos segundos mas tarde, a sus espaldas se abrió una pequeña fisura a un lado de donde reposaba el cofre y emergió una columna de fuego. El calor llegó hasta el cubo de madera y lo convirtió en llamas que ardieron en rojo y amarillo hasta consumirlo, no quedó nada de él, nada.
Argos ayudó a Netrina, que con su tobillo quebrado, apenas podía mantenerse a flote. Nadaron juntos hasta una de las islas cercanas.
Atrás, todo se quemaba, junto al cofre de Jahvek, y, sobre todo, junto a las últimas esperanzas de aquel hombre para volver a ser el Argos que, muchos años atrás, un viejo druida había creado.

…

Pasaron los años y Netrina no pudo recobrar la memoria, por lo que nunca supo quién había sido antes de estar prisionera en la fortaleza Edeña, nunca supo de su pasado, y nunca supo porque estaba en aquella celda. La verdad era que ella no lo podía recordar, y nunca lo logró. Se lo preguntaba una y otra vez, pero su mente no podía darle respuestas. Poco a poco, y con el transcurso de su nueva vida, fue olvidándolo, hasta que, con el tiempo, dejo de preguntárselo para siempre.
Tampoco Argos supo jamás que el cofre que tuvo en sus manos, y abandonó para salvar a Netrina, era, en realidad, falso. El verdadero había sido recuperado por el caballero de Darkos y devuelto a los Iteranos, esa misma mañana, antes de que el barco que lo traía llegase al puerto de la isla. Pero el caballero, por orden expresa de los dioses, y sin preguntarles porque, lo había reemplazado por el que luego se perdió, presa del fuego del Hareb en La Isla de los Sauces.
El nuevo hombre jamás volvió a recordar que alguna vez había sido un poderoso monstruo. Se dejó conquistar por los estímulos humanos hasta ser una persona mas en la tierra. Nunca le contó la verdad sobre quien había sido antes a la que luego se convertiría en su esposa y viviría a su lado en una de las tantas islas del golfo de Gessio, el cuál, nunca mas volvió ser dominado por los Edeños y permaneció libre para que la gente viviese en paz.

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Desde el cielo los dos dioses sonrieron satisfechos.

LA LEYENDA DE LOS MAGOS

Amot comenzó a notar que estaba cambiando, y que sus cambios no eran comunes. De a poco fue descubriendo que era diferente, que las cosas que le estaban sucediendo no encuadraban entre los que lo rodeaban. Era especial, veía las cosas de manera distinta, aunque todavía no comprendía con claridad cuáles eran esas diferencias. Sabía que veía cosas en el mundo, que nadie podía ver. Podía visualizar hechos que todavía no habían sucedido. Eran imágenes o acciones que soñaba, que venían a él y le atravesaban la cabeza cuando estaba distraído, cundo estaba distendido, con la mente en blanco, y que luego, tarde o temprano, siempre se hacían reales.
Al principio eran pequeñas acciones carentes de importancia, como adivinar que una persona entraría por una puerta, o que un pájaro cruzaría volando un lugar en particular, y segundos después este pasaba, inclusive el mismo pájaro, con los mismos colores que había visto. Luego, el poder fue creciendo, pero en otras direcciones. Podía, con mucho esfuerzo, mover algunos objetos livianos, solo pensando en que estos se moviesen hacia y hasta donde él pretendía.
Todas estas cosas, a veces le salían y a veces no, por lo general no eran comunes y solo en raras ocasiones podía lograrlo, y por eso, entre otras razónes, era tan difícil que le creyeran, ya que solo de muchos intentos podía adivinar algo o mover un objeto. Eran hechos aislados, una vez cada mucho tiempo, pero con eso era suficiente para que él se sintiera muy diferente al resto.
Algunas veces, las primeras que sintió estos fenómenos, se lo contó a personas cercanas, pero la reacción las personas no fue la que esperaba. Temían por él, lo creían enfermo o delirante, o, en la mayoría de los casos, simplemente re remitían a no creer en lo que decía. Por eso fue ocultando lo que le sucedía como un secreto, un gran secreto que quizá jamás revelaría y que intentaría sofocar para ser una persona normal.
No podía descubrir ningún parámetro o razón por la cuál esos trucos le saliesen. Pensó, en un principio, que dependía del clima, de la fecha, del lugar, de la gente o de su estado de ánimo. Llegó a pensar también que dependería de su concentración, pero en una ocasión paso toda una tarde mirando el cielo e intentando prever el vuelo de las golondrinas, pero no lo logró por mas empeño que puso, en cambio, esa noche, mientras volvía al pueblo, pudo adivinar que un jinete y su caballo negro aparecerían del otro lado del monte, y, al instante, tal cuál lo había imaginado, un caballo apareció llevando al hombre que había supuesto.
Y así prosiguió su vida y su juventud, hasta que cumplió veintitrés años. La semana siguiente a su cumpleaños noto que los cambios era mas intensos. Podía mover objetos mas pesados con su mirada y, por primera vez, pudo hacer desaparecer una piedra con solo pensarlo. Si antes lo había dudado, ahora estaba completamente seguro de que era un ser diferente.
Esa mañana, justo una semana mas tarde de su cumpleaños, despertó con una extraña sensación de ser observado. Era un día frío y tormentoso. La lluvia caía como una muy suave y molesta cortina de agua sobre sus hombros. Entonces, sintió que debía partir, fue como un impulso, algo que un rincón desconocido de su mente le exigía. Se abrigó, tomó algunos objetos que consideraba de importancia y salió bajo la lluvia a caminar. Atravesó todo el bosque, en una dirección desconocida pero que sabía que no era involuntaria. No tenía sentido, pero su conciencia lo guiaba por entre los árboles, eligiendo el sendero que debía tomar, y si no lo había, eligiendo una dirección.
Cruzó todo el bosque, caminando todo el día, hasta que cayó la tarde. Finalmente, emergió a una pradera a orillas de unos empinados acantilados que caían al mar. Subió a una pequeña ladera desde donde podía ver, mucho mas abajo, las olas romper contra las piedras. Las gaviotas giraban por el cielo azul oscuro que caía hasta la recta línea del horizonte que daba lugar a un mar esmeralda cubriendo el espacio hasta la costa. A sus espaldas la tierra se abría paso, con verdes pastizales, hasta los árboles del bosque.
Se sentó sobre una gran piedra, en lo mas alto, desde donde podría observarlo todo, todo el paisaje que le ofrecía ese mundo, inmóvil, penetrando en sus ojos. Se sentó, mientras aguardaba tranquilo, algo. No esperaba una señal, no era nada en especial, por el momento solo se trataba de admirar el lugar que lo rodeaba. Trató de no pensar. Una brisa lo ayudaba, soplando desde el mar con bastante fuerza, le daba a sus oídos un sonido sobre el cuál reposar, el sonido del viento. Respiraba el aroma del agua salada del mar mientras apreciaba ver el sol, lentamente, apoyarse sobre la lejana línea del horizonte.
Pasaron las horas y permanecía solo, contemplando la tarde agonizar, presa de la oscuridad que define su muerte y el nacimiento de la noche. Cansado y algo disgustado por su forma de ser y por estar solo allí sentado a esas horas, decidió volver a su hogar. Miró por ultima vez el mar, cubierto por el reflejo plateado de la luna, la cuál ya había ganado un lugar en el cielo, aplacando el brillo de las estrellas. Pensó en las razones que lo llevaron a estar en aquel preciso lugar, pero no encontró mas respuestas que las que había inventado durante la tarde.
Se puso en marcha, bajando el cerro, cuidando sus pasos entre las piedras cuando una roca, sobre la que apolló su pie para saltar a la siguiente, se movió bruscamente. Amot perdió la estabilidad y rodó, golpeando con fuerza contra las piedras a su paso mientras caía por el barranco. Fueron unos metros en los que no supo si sobreviviría, solo pensaba en encontrar alguna forma de detener su caída. Sabía que en pocos metros comenzaba el acantilado y que ya no dependía de él salvarse de caer al vacío. En un último intento, logró aferrarse a un arbusto que sobresalía de la pared donde comenzaba la caída vertical al mar. Quedó colgando de la planta como un péndulo. Su cuerpo se vio de cara a la nada, sosteniéndose solo por su brazo izquierdo. Era imposible subir, no tenía las fuerzas suficientes y el vegetal no resistiría. No había ningún lugar cercano donde apoyar sus pies, estaban flotando en el vacío. No había a nada que pudiese ayudarlo, tarde o temprano caería. Imaginó su destino, intentó ver su futuro, como lo hacía con las otras imágenes, quería ver como su cuerpo quedaría recostado, sin vida, entre las rocas, mientras las olas que rompían con furia contra ellas, lo abrazarían con espuma y gotas frías. Ya nada le importaría, porque su alma estaría viajando hacia el mas allá. Pero no podía ver esas imágenes, no podía prever nada ni siquiera lo que pasaría el próximo segundo.
Por eso no pudo prever esa voz que se dirigió a él, que era tan clara como en un sueño, y que, aunque parecía imposible, era real.
- Para creer en la magia hay que confiar en ella - dijo la voz. - Mi nombre es Dorf, y soy el que va a enseñarte - se presentó, mirando tranquilamente desde arriba como el cuerpo del joven se hamacaba frente al vacío.
La voz provenía de un hombre que estaba de pie, al borde del acantilado. Amot apenas pudo ver su figura, de reojo, tratando de no esforzarse demasiado en el movimiento.
Era un hombre de edad, con ojos oscuros y profundos, ocultos tras abundantes cejas grises, barba puntiaguda del mismo tono y cabello largo, despeinado por el viento, y caído hasta debajo del cuello. Su rostro acumulaba arrugas profundas, más pronunciadas en su frente. Mas allá de ello, sin rasgos particulares. Era de baja estatura y promiscua estructura muscular.
Amot, que estaba desesperado y ya apenas podía sostenerse, sin prestarle atención a su presentación, le rogó que lo ayude a subir. - Ya no resisto - confesó demostrando la urgencia.
Pero Dorf continuó hablándole como si se estuviera conversando en una taberna, con su interlocutor sentado frente a él en una mesa.
- Quizá te preguntaste muchas veces que es “eso”, que te hace sentir diferente a los que te rodean en tu pueblo - hizo una pausa y observó a la luna, la cuál se elevaba cada vez mas sobre las aguas del océano. - Vas a ir a tierras lejanas, donde están los que conocen ese secreto. Ese y muchos mas - sentenció aún sin preocuparse por la situación de Amot.
- No puedo mantenerme mas - gritó mirando la caída hasta las rocas, mucho mas abajo. La débil rama del arbusto que lo mantenía vivo ya había perdido sus hojas con el movimiento del cuerpo que estaba sosteniendo y quedaba ahora solo una angosta fibra vegetal. Las raíces comenzaban a sobresalir de la tierra. Pronto cedería frente al peso de Amot. - la rama se va a romper - manifestó mientras unas gotas de sudor tibio caían por su frente.
Dorf, que no se inmutaba frente a la situación desesperante de Amot, le sugirió - déjate caer -.
- ¿Que? - gritó Amot desconcertado. Si se soltaba calculó que por lo menos caería unos cuarenta o cincuenta metros, y abajo lo esperaban los bancos de piedras y arrecifes cubiertos por el mar
- Pero es una muerte segura - respondió exaltado.
- Es necesario que confíes en mí, sino nunca voy a poder enseñarte, y nunca vas a descubrir ni a aprender sobre tu poder- sentenció.
Amot lo escuchaba descreído, quería que lo ayudase y en cambio, la persona le decía que se arrojase al vacío.
Una vez mas, Dorf le ordenó - déjate caer- Si la rama se rompe no voy a ayudarte, solo si te dejas caer por tus propios medios voy a intervenir -.
Sus palabras sonaron claras y precisas, pero no eran demasiado convincentes, sin embargo Amot ya no tenía demasiadas chances, apenas podía mantenerse aferrado. Lo pensó una vez mas, sabiendo que era una locura, sabiendo que jamás sobreviviría, luego, cerró los ojos y, aún sin poder contener el temor, se soltó.
Su cuerpo cayó al vacío. Abrió los ojos y vio como todo el mundo giraba mientras sus brazos se movían como buscando un apoyo inexistente. Estaba el mar, las piedras, el acantilado, el cielo, la luna, todo en un gran entorno confuso, entremezclándose. Fue un tiempo interminable.
Entonces, cuando ya resignado se preparaba para recibir el impacto final, su cuerpo dejó de caer, se detuvo suavemente en el espacio y permaneció flotando, como un globo, en el aire. Amot Quedó mirando al cielo, de espaldas al acantilado, con sus brazos colgando, sin terminar de entender, mientras escuchaba el sonido de las olas golpeando con fuerza las piedras a su espalda. Algunas pequeñas gotas, producto de la colisión de agua y piedras, llegaban a mojar su espalda con un fino rocío. Estaba muy cerca de haber llegado al fondo de aquel acantidado, cerca de haber muerto. Era como si una fuerza invisible lo estuviese sosteniendo. La luna parecía estar mas cerca, como un ojo, observando la escena con asombro, mientras el hombre permanecía levitando sobre la costa.
De a poco, su cuerpo comenzó a elevarse, siempre de espaldas, impulsado por un poder invisible, un poder que le había salvado la vida. Subió hasta la altura de donde había comenzado su caída. Pudo ver la rama doblada, parte del pequeño arbusto que lo había soportado. Se sorprendió por lo débil que se veía, sus raíces emergían casi por completo de entre la tierra. Era difícil entender como había podido aguantar su peso durante tanto tiempo.
Llegó hasta arriba del acantilado, entonces su cuerpo se colocó de manera vertical, luego avanzó hasta el borde y descendió suavemente sobre el prado, quedando de espaldas al mar y fuera de peligro.
Miró, enseguida, al hombre que permanecía en el mismo lugar desde donde había escuchado la voz por primera vez. Estaba inmóvil, como en un trance. Sus palmas unidas y juntas a su pecho. Su rostro contemplativo y serio, mirando fijo hacia el horizonte. Cuando Amot ya se encontraba sano y salvo, recién el extraño ser interrumpió el trance, dio media vuelta, enfrentándolo, y volvió a presentarse: - Me llamó Dorf, y soy un mago de la orden de Xut Azor - dijo.
Enseguida supo que aquel individuo había tenido que ver con el fenómeno que había detenido su caída y lo había transportado hasta arriba.
Se sentaron sobre una roca, a orillas del acantilado, y hablaron toda la noche. Dorf le explicó la razón de sus diferencias con el resto de los hombres y de que se trata la orden de Xut Azor.
Al amanecer, mientras la claridad cambiaba el negro del mar por un azul oscuro y el sol asomaba sobre la lejanía, Amot y Dorf se pusieron de pié y partieron. El jóven de apenas veintitrés años había comprendido que debía acompañar a aquel hombre. Recorrerían muchas tierras hasta llegar a su nuevo destino, en algún lugar perdido del mundo.

…

La orden de los Magos de Xut Azor era un grupo de hombres que poseían el don de la magia verdadera, es decir que no hacían trucos sino que la magia que realizaban era real.
Según la tradición oral, la orden había sido creada por el mismo dios Xut Azor, el cuál vino al mundo para darle poderes especiales a un hombre y así, que lo represente en la tierra. Luego, la magia se transmitiría a otras personas, las cuáles serían las encargadas de realizar las obras que Xut Azor, como dios, no podía realizar.
Cuentan que el dios apareció en la cima de una alta montaña de Afgan, y bajo por la ladera hasta un punto en el cuál decidió que debía edificarse el lugar desde el cuál se comunicarían los hombres con él. Dicen que espero varios días hasta que el primer ser humano atravesó el valle. Era un campesino que llevaba a su ganado a pastar al otro lado de la cadena montañosa. Al verlo, el hombre se aterro. El dios, para acercarse a él, había toado la forma de un enorme cóndor, y sobrevolaba en círculos sobre el campesino. Al tocar tierra tomó la imagen de una persona y se comunicó con él. Le dio poderes y le pidió que construya, en el lugar indicado, el templo que lo representaría.
Vea se llamaba aquella persona, y fue el que construyó todos los túneles y cavernas que definían un interminable laberinto en el corazón de la montaña. Para que pueda llevar a cabo la obra completa, Xut Azor le dio vida por setecientos años, los cuáles utilizó para cavar y cavar por dentro de la montaña, además de revelarle los secretos y poderes de la magia verdadera.
Xut Azor le confeso que debía dejar la tierra y nunca mas podría intervenir en cuestiones humanas, por ello le daba a Vea la responsabilidad de continuar con su obra. Pero Vea le pidió mas hombres, para que lo ayudasen a construir un templo en la ladera de la montaña, del cuál partiría el túnel principal el laberinto. Xut Azor le dijo que, luego de construido el laberinto, para lo cuál tardaría seiscientos años, tendría la visita de nuevos magos que, cada tanto, nacerían y se unirían a él. Estos edificarían un templo y un monasterio donde habitarían. Los elegidos recibirían el poder de la magia recién a los veintitrés años, antes serían personas comunes. Los magos podrían percibir el nacimiento de un nuevo mago, sería como un aumento del poder en el espacio, por lo que podrían ir en su búsqueda y guiarlo al Monasterio. Cada joven debería ser instruido por un maestro. El maestro le enseñaría a utilizar sus poderes emergentes, guiándolo en la sabiduría. Solo si era apto para ser un verdadero mago sería aceptado en la orden y llevado al monasterio, de lo contrario, el maestro lo dejaría. Vea sería el primer maestro, que les enseñaría a los primeros magos que llegasen por sus propios medios.
Con el tiempo, la orden creció. Sus integrantes vivían en el secreto y la soledad que los aislaba del mundo, perdidos entre las montañas y separados de la civilización y fuera de todo tiempo. Nunca fueron demasiados, en general no superaban los veinte o treinta magos. Practicaban la magia y meditaban sobre las razones de la verdad, según lo que habían legado el dios.
Vea, que había sido el maestro de todos y el discípulo inicial del dios, ya no estaba cuando Dorf se unió a la orden. Según le fue relatado, Vea se había ido a esconder la caja de Laeb, donde guardaba la magia verdadera. La escondería en uno de los rincones del laberinto que el mismo había construido, y luego dejaría el mundo. Aunque su espíritu se quedaría protegiendo el secreto de los magos.
Todo esto fue lo que Dorf le había contado a Amot durante los días que recorrieron el largo camino al monasterio.
Finalmente, en un remoto lugar, oculto entre las altas cumbre, Amot había llegado a su nuevo hogar.
Dorf le explicó el porque de su búsqueda. Los magos, como había previsto Xut Azor, tenían el poder de escuchar el sonido de la magia y de percibir la fuerza de un nuevo mago en el mundo. Por eso, aunque con poca nitidez, casi como un susurro, Dorf había podido escuchar su magia desde los veintitrés años, edad en la cuál comienza a desarrollarse con suficiente poder aquel don. Dorf, había sido el que percibió primero y con mayor nitidez la fuerza, esa era la clara señal de que él debía ser su maestro
El lugar era una fortaleza en la montaña. Se asemejaba a un antiguo castillo, emplazado sobre una ladera de una de las tantas montañas de aquel maravilloso valle. El monasteio estaba casi integrado a la roca, interrumpiendo al pendiente vertical. Sobresalían los muros que lo protegían, tanto de posibles enemigos como de los fuertes vientos y las potentes avalanchas que caían con frecuencia desde las altas cumbres.
El templo estaba compuesto de un gran patio central y muchos salones, distribuidos en varios niveles. Se internaba en el corazón de la montaña. Había sido un duro trabajo de Vea, crear todos esos pasillos. Eran túneles que recorrían la montaña desde su interior. Ninguno de los magos del monasterio se había atrevido a recorrer esos túneles, solo permanecían en el monsaterio.
Los cuartos de los magos se encontraban en subsuelos y estaban decorados de manera sencilla. También en un subsuelo había un amplio salón donde se comía y la cocina a su lado. En la planta de la superficie se encontraba el salón de meditación, el cuál sí estaba mejor decorado, con imágenes y representaciones de Xut Azor. También en la misma planta se encontraba una valiosa biblioteca cuyos libros, en su mayoría, habían sido redactados por los mismos magos y hablaban tanto de técnicas y hechizos de la magia como de la verdad y la supervivencia según su dios. En la planta superior estaba el templo. Detrás del atrio principal se encontraba una angosta escalera que descendía hasta una pequeña puerta de madera que habría el camino hacia el centro de la enorme montaña.

…

Amot no tardo demasiado en adaptarse al lugar y a las costumbres de los habitantes del monasterio. En pocos meses se sintió parte de ellos. Dorf en un principio fue algo criticado por sus colegas por traer a su discípulo sin asegurarse que él estaba de acuerdo y que era merecedor de formar parte de la orden, pero como todo daba a entender que el nuevo huésped se integraba de manera correcta al grupo, los comentarios fueron quedando en el olvido.
Amot aprendió mucho acerca de los poderes que poseía. Comprendió cuando y porque tenía esas premoniciones de que algo ocurriría, y, lo mas importante de todo, con el tiempo fue logrando dominarlas. Así llegó el momento en que, cuando se lo proponía, podía conocer algún hecho del futuro inmediato que no dependiese de él, como el vuelo de un pájaro, la caída de una roca de la montaña por efecto del viento y demás hechos. Sabía que si lo practicaba con frecuencia podría llegar a adivinar hechos de mayor importancia y más lejanos en el futuro. Por ello todas las mañanas se dedicaba a practicar una y otra vez, concentrándose para lograr cada vez mas poder.
También fue mejorando su capacidad para mover los objetos de tamaño pequeño. Aprendió como hacerlo y como llevarlos en la dirección a la que deseara. Por supuesto, no conforme, continuaba practicando para que los objetos fuesen cada vez de mayor tamaño. Por último, pudo, después de grandes esfuerzos, dominar el principio de la magia y de todo mago; lograr hacer aparecer y desaparecer objetos. Esto era una de las tareas mas rigurosas y difíciles. La técnica era sumamente importante. Todo se basaba en una profunda meditación y extremada paciencia. Por mucho tiempo solo lo lograría realizar con objetos muy pequeños.
Se esforzaba mucho por lograr tener mayor fuerza, que su magia fuese cada vez mas poderosa, y eso estaba bien para Dorf, pero su afán empecinado por crecer era una potencial amenaza para los mas conservadores magos del monasterio, los cuáles, de todas maneras, no querían entrometerse en su formación.
Pasado el año de su ingreso se anunció que otro joven mago llegaría pronto. Solo unas semanas mas tardes se presentó en las puertas de la edificación. Avanzó sobre le patio principal, contemplando con sorpresa su alrededor. No estaba sorprendido por el lugar en sí, sino porque sentía que había visto ese lugar muchas veces antes, quizá en sus sueños. Ese hombre ya conocía el lugar. Era alto, de rasgos arios, piel blanca, ojos y caballos claros, expresión objetiva y musculatura débil. Se presentó frente a todos, su nombre era Edibio y explicó que desde los veintitrés años que tenía visiones, cada vez que se encontraba solo la oscuridad, sobre aquel lugar en la montaña.
Edibio era un muy buen mago, se especializaba en la visión de acciones que estuviesen sucediendo en otros lugares en el mismo momento. Podía ver al mismo tiempo las guerras que estaban entablándose en el Golfo de Gessio, un maremoto que se gestaba en las costas de Odes, o la peste que atacaba a las tribus de la selva de Lapir. También era apto para, acercándose a una persona, poder visualizar su pasado desde sus mismos ojos. Con el tiempo logró poder percibir algunos detalles mas, como el estado de animo de una persona en un preciso momento de su pasado.
En un corto tiempo, Edibio y Amot entablaron una buena amistad. Eran los mas jóvenes de los magos y tenían bastantes cosas en común.

...

Los magos, cada tanto podían dejar el monasterio y recorrer las cumbres, así lograban un acercamiento con sus propias almas y una profunda meditación. Permanecían durante un largo período soportando intensos fríos y nevadas.
Amot fue uno de los que decidió salir a conocer la cumbre de la montaña sobre la cual había descendido Xut Azor, la misma donde estaba el templo. Salió una mañana temprano y subió durante todo el día. El sol estaba siempre oculto detrás de unas espesas nubes grises. Al atardecer buscó un refugio entre las grietas. No tardó en encontrar una especie de abertura entre grandes masas de piedras unidas. Entró y buscó un lugar seguro donde poder descansar, entonces descubrió que el lugar era una especie de cueva. Con la tenue luz de la tarde que penetraba por la abertura pudo ver que había restos de huesos en los rincones y que las paredes estaban pintadas con extraños símbolos. Describían una especie de ritual de caza, probablemente de alguna tribu aborigen.
Recordó que su maestro, Dorf le había contado que hacía muchos años había habído varias tribus de indios nomades que habitaban la zona. En su mayoría, los de los valles eran pacíficos, pero en las montañas había algunos grupos de feroces guerreros. Combatían entre ellos y, cada tanto, bajaban a los valles a saquear y atacar las aldeas. Los llamaban Los Hocks. Tenían el aspecto de hombres primitivos, con cráneos redondeados y mandíbulas que sobresalían de manera llamativa sobre sus perfiles. Caminaban encorvados y median un poco mas que la media de un hombre común. Tenían mucho pelo en el cuerpo, sobre todo en el torso y piernas, lo cuál los ayudaba a soportar las bajas temperaturas.
Nunca se enfrentaban con los magos, no se atrevían a acercarse demasiado al monasterio porque sabían que se enfrentaban a poderes sobrenaturales y les temían.
Finalmente, desaparecieron. Los magos aseguraban que la razón por la que se habían extinguido fue un invierno muy frío que trajo consigo intensas nevadas, las cuáles causaron numerosas avalanchas y derrumbes. Pasado ese invierno, nunca mas se había visto a uno de esos indios.
Sin embargo, Amot notó rastros de una hoguera recientemente encendida. En realidad le era útil, porque podía volver a encenderla y así soportar el frío de la noche. Tomó dos piedras y las frotó hasta prender una pequeña rama, y con esta generó el fuego que lo abrigaría durante las siguientes horas. Se recostó sobre una piedra lisa y buscó conciliar el sueño.
No supo cuanto había estado dormido, pero unos extraños ruidos lo despertaron. Parecían como tambores, levanto la vista en la oscuridad. La hoguera ya casi se había consumido y ahora solo iluminaba unas cenizas rojas intensas y algunas pequeñas llamas que aún sobrevivían.
Entre las sombras vio una figura semejante a una humana, pero mas ancha, a su lado había otra. En total eran unos cinco, y lo rodeaban. Los tambores seguían sonando ahora con mas fuerza, aunque aun se escuchaban a la distancia. Le llamó la atención que el sonido partía del interior de la caverna.
Los extraños seres portaban cada uno una especie de lanza ancha y corta, cuyas terminaciones eran de piedras afiladas. Amot sintió miedo, se puso de pie y retrocedió hasta un rincón. Luego trató de concentrarse para realizar algo de magia, mover algún objeto o algún truco que puediese asustarlos. Pero, a pesar de que sentía un poder extremadamente mayor al que comúnmente dominaba, sus nervios no le permitían concentrarse. Todavía era muy joven como mago, no tenía la experiencia suficiente para mantener la tranquilidad y la concentración en situaciones difíciles. Los cavernícolas, cuando vieron que intentaba algún truco se asustaron porque sabían que era un mago, pero al verlo dudar y no lograr nada comenzaron a acercarse, apuntando sus lanzas amenazadoras hacia el intruso.
No había salida, el ataque era inminente, cuando se escucho una voz conocidas, y a continuación la hoguera se encendió sola. Las llamas, amarillas y rojas, llegaron casi hasta el techo de la cueva. Los aborígenes, alarmados, huyeron emitiendo extraños sonidos, apenas comparables con un idioma. Mas tarde los tambores dejaron de sonar y volvió la calma al lugar. Todos se habían ido, todos menos un hombre que estaba parado sobre una piedra, mirando a su discípulo, aún refugiado en el rincón.

...

- ¿Dorf? - preguntó Amot.
- Si - respondió el viejo hombre que le había salvado por segunda vez la vida a su alumno. - En realidad los ancianos sabemos que estos cavernícolas aún viven. Por eso subir a la montaña significa una prueba para los jóvenes, porque tarde o temprano se enfrentan a ellos y ahí se ve si son capaces de utilizar sus poderes en situaciones límites - explico mientras descendía de la piedra.
- Es que no lograba centrar mis pensamientos - se excusó Amot acercándose a su maestro.
- Todavía no estas preparado para ser un mago, pero vas por buen camino. Demostraste coraje y valor en venir hasta acá y permanecer solo, enfrentando los peligros de la montaña, sin saber si alguien podría rescatarte - afirmó Dorf.
Recién entonces Amot notó lo preciso y calculada que fue la intervención de su maestro. - ¿Cómo fue que supiste que estaba acá, y como llegaste? - preguntó desconcertado.
- Edibio, mientras realizaba sus prácticas, tuvo la visión de los Hocks cercando la cueva donde dormías - respondió.
- ¿Pero como fue que llegaste en el momento justo?, debiste subir la montaña durante horas para llegar y encontrarme - analizó el joven.
- Al igual que cuando me hice presente en los acantilados, cuando estabas por caer al mar - agregó Dorf.
- Es verdad - dedujo Amot, el cuál nunca antes se había preguntado porque, en esa ocasión, el anciano se había presentado en el momento justo en que lo necesitaba.
- Elevar objetos no es mi única virtud - explicó, - también, con la debida concentración y con la ayuda de la magia verdadera, puedo transportarme donde lo desee, a cualquier lugar de la tierra - dijo.
- Es increíble - se asombró.
- No, no lo es. Es posible, aunque muy difícil - corrigió.
- Quiero aprenderlo - enseguida declaró Amot.
- Me lo esperaba. Pero no es fácil, es necesario tomar muchas energías de la magia verdadera. Aquí, sobre la montaña donde se guarda es mas fácil, pero lejos de ella requiere de un gran esfuerzo - expresó Dorf.
Amot en realidad todavía no comprendía el significado de la magia verdadera, ni porque estando sobre esa montaña su poder era mayor, entonces, pidió a su maestro que fuese mas claro y le explicase de que se trataba la magia verdadera.
Entonces Dorf le explicó que Xut Azor había dejado un cofre, llamado “La caja de Laeb”. Vea, cuando se cumplió el día de la cumbre, según el calendario que regía a la orden, que, a su vez coincidía con su cumpleaños setecientos, fecha final de su vida, debía abrir la caja. Al hacerlo, encontró en su interior una lápida tallada con instrucciones que solo aquel hombe podía comprender. Las instrucciones eran una serie de conjuros y hechizos. Al realizarlos, Vea logro atrapar el corazón de la magia, y encerrarla dentro de la caja mágica. Desde entonces, el centro del poder de toda la magia quedaría allí, en aquella caja. No existiría fuerza más poderosa en la tierra que lo que contenía ese objeto. En realidad, hasta ese entonces, Vea mismo era el centro de la magia. A continuación, Vea ingresó al laberinto que durante seiscientos años había construido, escondió la caja en algún lugar de los interminables pasadizos y descanso en paz junto a su dios.
Nadie sabe bien porque fue creado la caja de Loeb ni que contenía en realidad, mas allá de aceptar que en su interior se encontraba el alma de la magia verdadera, fuente de todo el poder que les permitía realizar obras sobrehumanas.
Amot todavía se encontraba muy atemorizado por el momento que había vivido. Por otro lado, se había quedado sorprendido por el poder de la magia verdadera. Pensó que, si solo por estar sobre la montaña donde se escondía la caja, su poder aumentaba en tal magnitud que él, sin aún lograr dominarlo, podía notar las diferencias, si tuviese la caja con la magia verdadera en sus manos, su poder llegaría a su mas alto potencial. Se preguntó porque ningún mago lo había pensado antes. Tener la caja con la magia verdadera sería el máximo trofeo para un mortal, podría hacer cualquier cosa, dominarlo todo, saberlo todo, conocer el futuro, el pasado, estar en el lugar que lo desease con solo proponérselo, anticiparse a cualquier hecho de la naturaleza. Cualquier cosa, todo estaba allí, dentro de un cofre, escondido en la montaña.
Meditó largo tiempo sobre el tema. Quizá existía alguna razón por la cuál nadie tenía intenciones de encontrar la magia escondida, o quizá si había quienes la buscaban pero no lo decían, tal vez lo hacían a escondidas, con la excusa de subir la montaña. Lo que era seguro era que si se proponía buscar la caja nadie debía saberlo. Eso no era ningún problema, salvo porque algunos magos, como Edebio, podían tener visiones sobre él, y así como lo habían visto rodeado por los cavernícolas, lo podían ver buscando la caja. Por eso, primero debía estudiar y practicar la manera de bloquear las visiones de sus colegas. Sabía que tenía el poder para hacerlo, después de todo era un mago también. Además, contaba con la ventaja que nadie tendría la intención de tener visiones sobre él si nadie sabía que pretendía hallar la caja.
De todas maneras, ante todo, comenzó a hacer prácticas para bloquear su mente y que nadie pudiese leer sus pensamientos ni ver a través de sus ojos. Practico durante meses hasta que todo parecía funcionar. Sentía que nadie podía saber nada de él, al menos lo intuía de tal manera ya que, por momentos, ni el mismo podía recuperar pasajes de su inconsciente inmediato. Era como si sus pensamientos quedasen en un negro absoluto, una oscuridad, un pozo, un espacio vacío, sin sentimientos ni rastros de vida. Luego, en una confusa nebulosa, los pensamientos volvían a su cauce y tomaban nuevamente su forma natural. Pero para saber si eran realmente efectivas sus prácticas, debía probar que alguien intentase ver a través de sus ojos, es decir que tratase de penetrar en su visión. Edibio era la persona indicada. Decidió que lo mejor era confesarle lo que pensaba hacer.
Los magos no parecían sospechar nada acerca de sus intenciones. Dorf como su maestro, a veces se sentaba a su lado, cuando estaba meditando, sentado sobre las paredes del monasterio, mirando el brillante sol agachar sus rayos entre las montañas lejanas, y le preguntaba como estaba siendo su crecimiento. Le interesaba que su discípulo se sintiese confortable y acompañarlo parar que lograse alcanzar lo mayor posible. Cuando el anciano se encontraba a su lado Amot actuaba como si su próxima meta a superar fuese la de poder elevar algún objeto. En su presencia transportaba piedras de lugares o desviaba el curso de nubes cercanas, pero no hacia demasiado, y demostraba mucho esfuerzo para superarse, aunque en realidad le resultaba increíblemente sencillo.
Por las tardes, Amot solía salir de las paredes del monasterio y caminaba por la pendiente de la montaña. Le había explicado a su maestro que lo hacía para concentrarse en los objetos del mundo físico que lo rodean sin perder su esencia y su dominio sobre ellos, apoyado por el poder que le entregaba la montaña, pero en realidad su objetivo era buscar alguna puerta, algún pasaje secreto que lo introduzca al laberinto donde se encontraba la caja con la magia verdadera. Lo guiaba, mas que ninguna otra cosa, los aumentos de su poder. Por momentos podía sentir que su fuerza se incrementaba, era como si sintiese el poder de la magia en su cuerpo, dentro de sus venas, a través de su mente, como un flujo magnético. No podía explicárselo, solo sabía que estaba cerca de algún pasaje subterráneo, entonces buscaba entre las piedras cercanas alguna manera de penetrar, alguna puerta oculta, algún pasaje. Pero no encontraba nada. Sabía que una puerta segura se encontraba detrás del atrio del templo, pero no podía pasar todas las tardes por allí y entrar sin ser visto por los magos que frecuentaban el lugar para orar y meditar. También necesitaba contar con la ayuda de alguien, ya había elegido a Edibio, pero todavía no había hablado con él.
La mañana siguiente, al cruzarlo en el patio, le pidió si al caer la tarde podían verse. Eligieron como punto de reunión el arrollo de deshielo que abastecía de agua al monasterio. Esa tarde los dos se encontraron allí. El lugar elegido estaba en lo alto de la montaña, contra un muro de piedras que formaban una cascada con el paso del arrollo, en su feroz descenso desde los hielos eternos de las cumbres hasta el río principal que dividía el valle entre laderas. El agua era cristalina y reflejaba la luz, encendiéndo los rayos apagados del sol del atardecer. Luego el agua formaba un pequeño estanque donde se almacenaba el líquido, para luego volver a escurrirse entre las piedras y golpearlas, emitiendo un susurro agradable y continuo que daba vida a la soledad y rompía con el silencio ahogado de la montaña.
Edibio lo esperaba de pie sobre una gran masa de rocas apiladas en forma natural y desordenada, probablemente producto de algún derrumbe del cañón que formaba el río. El joven mago miraba hacia el valle, clavando sus ojos en el lado opuesto. Amot le interrumpió con un saludo.
- Aquel Cóndor, el que vuela en círculos, allá a lo lejos, esta por cazar a un roedor escondido entre las piedras aquellas - dijo enseguida, señalando hacia un lugar lejano donde apenas se podía ver lo que indicaba. Efectivamente, una gran ave estaba volando en picada, atravesó el piso rasante, estiró sus garras y, en pleno vuelo, atrapó algo de forma redondeada, enseguida se elevó y voló alejándose, con su presa entre sus garras, víctima de la naturaleza.
- Buena observación - indicó Amot mientras se colocaba a su lado y buscaba una piedra adecuada para tomar asiento. - Ahora, ve lo que estoy pensando - le propuso.
- Con gusto - respondió Edibio, afrontando el desafío. Entrecerró sus ojos, buscando aumentar su concentración al máximo e intentando atraer la magia verdadera, esparcida por los arrededores de aquella montaña. Se colocó frente a su victima, lo miró a los ojos, tratando de extraerle su interior, leyó detenidamente sus pupilas, buscando algo comprensible, pero no pudo lograr nada, todo estaba vacío, impenetrable, como una pared blanca que se interponía entre su visión y la de su colega.
- Nada - dijo finalmente, vencido.
- Puedo ocultar lo que pienso, ningún mago puede saber que pienso si yo no lo deseo - explicó.
Sin vueltas, Amot lo enfrentó y le explicó le que tenía pensado hacer. Le dijo que si encontraban la magia verdadera escondida dentro de esa caja podrían ayudar al resto de los magos a incrementar sus poderes y a conocer mas secretos sobre lo que tienen entre sus manos, sobre el don que les fue concedido. Trató de convencerlo de que debían ir en busca de la caja, para lo cuál debían encontrar una vía de ingreso al laberinto donde estaba oculta.
Edibio enseguida se opuso, alegando que si los magos ancianos no lo habían dispuesto así, es decir, si nadie se preocupaba por encontrar esa caja, por algo sería, - quizá - le dijo - estaba mejor allí -.
- Quizá, pero lo correcto sería buscarla, tenerla entre nuestras manos y ver realmente como es la magia verdadera, creo que tenemos derecho a conocer la fuente de nuestros poderes - respondió Amot, en un nuevo intento de persuasión.
- Pero hay muchas cosas por aprender. No conocemos toda la verdad de las cosas, no debemos ser tan impulsivos para alcanzar la sabiduría - acotó Edibio, intentando deponer la actitud de su compañero.
- Todo esta ahí. Es la fuente de nuestro poder, es la única verdad que existe sobre la magia - respondió Amot. - La oportunidad esta en nuestras manos - concluyó.
Edibio levantó la vista. Miró las inmensas montañas en la margen opuesta del valle, sus majestuosas cumbres bañadas de nieve, su esplendor, mostrando lo ínfimo que es el hombre en comparación al milagro de la creación. Pensó en lo relativo y débil que resulta ser la humanidad ante la naturaleza, ante el mundo. Pero, a pesar de sus limitaciones, nadie podía negarle la virtud de la lucha por la revelación de los conocimientos, pilar de la sabiduría. El hombre tiene el derecho a utilizar todos los medios posibles para alcanzar el saber, para quitarse el peso de la duda, para combatir la ignorancia.
- De acuerdo - aceptó finalmente Edibio.
- Bien - festejó, - mañana debemos comenzar a buscar una puerta para ingresar al laberinto - explicó.
Edibio estaba de acuerdo, sentía que no podía estar a medias, o se sumaba o se excluía, y había decidido sumarse, por lo que haría lo necesario para que las cosas saliesen como debían.
A la mañana siguiente volvieron a verse en el mismo lugar, desde allí partieron hacia arriba, buscando, entre las formaciones rocosas, algún indicio de cuevas. Treparon una empinadas pendientes, que con el frío y el viento resultaban extremadamente peligrosas. Entre las gritas en las cuales introducían sus dedos para impulsarse, verificaban si no habría una entrada profunda que pueda ser parte de un túnel o algo semejante.
Legaron hasta una de las cumbres, allí descansaron y concentraron sus mentes para soportar el intenso frío, el cuál a cualquier ser humano común ya abría matado. La concentración les permitía mantener su cuerpo cálido, generando un mayor flujo sanguíneo y tomando energía calórica de los cuerpos inertes. Era una práctica que habían desarrollado hacía mucho tiempo los magos y, por las extremas condiciones de vida del monasterio, todos los nuevos aprendían durante sus primeros meses de estadía.
Todavía había luz, y comenzaron el descenso para llegar al monasterio antes del anochecer. Bajar a veces resultaba mas complicado que subir en las montañas de aquel valle. Debían ir de espaldas a la pared, buscando reducidos espacios donde colocar sus pies.
Se encontraban a media altura, colgados en una pendiente casi vertical cuando Amot se aferró a una grieta con fuerza, la cuál lo sostuvo mientras buscaba un nuevo apoyo para su pie derecho. Entonces notó que se sostenía de una especie de hueco artificial, demasiado redondeado y pulido para ser una abertura natural. Bajó hasta que sus ojos estaban a la altura del hoyo y miró hacia el interior. Era una especie de respiradero de un par de metros de longitud, luego se veía un largo pasillo, cavado en la roca, que se internaba hacia adentro, llegando hasta unas escaleras que descendían desde uno de los lados, y, hacia el lado opuesto, bordeaba la pared de piedra para luego subir por otra escalera. Era una parte del laberinto que recorría el corazón de la montaña. Estaban tan cerca, pero no existía manera por la cuál pudiesen pasar al interior. Apenas podían mantenerse sostenidos en la posición en la que estaban y no había forma de atravesar la dura pared rocosa. Debieron conformarse con observar su objetivo desde el exterior y continuar el descenso, no sin antes marcar el lugar para, en caso de que fuese necesario, retornar con algún tipo de herramienta para tratar de penetrar en la roca.
Llegaron muy tarde al monasterio, el último tramo lo recorrieron sin luz. En el trayecto hablaron sobre como podrían entrar al laberinto y encontrar la caja, desde ese punto. Por otro lado, una vez que entrasen podrían pasarse años buscando entre los pasajes del laberinto que Vea había construido durante tantos años. Necesitaba un mapa, si es que existía. Se preguntaron donde podrían encontrar uno.
La mañana siguiente se sentaron a leer diversos manuscritos en la biblioteca, cuando los pocos magos que estaban allí estudiando dejaron el lugar, comenzaron a revisar los libros, uno a uno, buscando algún indicio de indicaciones o notas sobre los recorridos del laberinto. El salón era amplio, las paredes estaban repletas de libros, una tarima de madera de roble, a la cuál se subía por una angosta escalera, también de madera, permitía acceder a los estantes mas altos. En el resto del salón había escritorios y asientos dispersos para leer. Había una gran cantidad de tomos, sin embargo la suerte los acompaño y en lo mas alto de los estantes, escondido entre manuales que hablaban de las montañas y sus secretos, hallaron un pequeño libro con extrañas ilustraciones en su encuadernado. Cada hoja contenía solo líneas que recorrían de manera vertical las páginas. A los lados de las líneas había indicaciones y sobre los extremos unos números. Los valores coincidían entre sí con otras páginas, y en algunos casos se unían o separaban. Era un promiscuo mapa encuadernado. Las explicaciones no era demasiado claras, pero era un mapa al fin.
Pasaron algunos días tratando de descifrarlo, encontraron el lugar donde, según las anotaciones, se hallaba la caja, y también el lugar donde se suponía habían estado al descender por la montaña. Trazaron el recorrido que unía los puntos y así tuvieron lista la ruta hacia la caja.
Al día siguiente, salieron al alba hacia la montaña, en busca del lugar donde habían encontrado el pequeño camino hacia el laberinto. Era un día nublado. Ascendieron con mucha dificultad por el fuerte viento que soplaba. Llegaron pasado el mediodía al punto donde se encontraba el pequeño respiradero. Treparon sobre él y colocaron sogas para poder mantenerse suspendidos en el espacio. Amot tomó una herramienta similar a un martillo, pero con la masa afilada, y comenzó a golpear el borde del angosto pasaje, con el fin de ampliarlo lo suficiente para lograr que fuese posible que un cuerpo humano lo atravesara. La piedra era dura pero de a poco cedió. Lograron abrir la ventana lo suficiente para ingresar al pequeño túnel que llegaba hasta el pasillo. Edebio se ofreció a ingresar primero. Amot también lo deseaba pero no se opuso. Su compañero comenzaba a entusiasmarse con la idea de estar tan cerca de la magia verdadera.
Colocó su cuerpo dentro de la abertura, soltó la soga y se arrastró en busca del extremo opuesto donde se podía ver un pasillo de los tantos que poseía el interior de la montaña.
- ¿Y? - pregunto Amot.
- Ya falta poco, casi puedo llegar con mis brazos extendidos al pasillo - respondió Edebio. Luego hubo un pequeño silencio, enseguida dijo - aquí hay algo, es como una madera atravesada, cubriendo la entrada al pasillo. Recién ahora la veo - explicó Edibio.
- Debe ser algún tipo de protección - dedujo Amot - ¿es posible hacerla a un lado? - preguntó.
- No estoy seguro, debe ser pesada. Voy a intentarlo - concluyó.
Edebio tomó la madera con fuerza e intento empujarla hacia adentro del pasillo. Colocando sus manos alrededor de la misma, impulso con fuerza hacia adelante. En un primer momento no ocurrió nada, la madera seguía allí, inmóvil, pero unos segundos mas tardes ésta cedió, corriéndose lentamente. Pero entonces un extraño sonido surgió de lo profundo de la piedra. Edebio no lo había notado, pero a un lado de la madera había una especie de tubo hueco, cavado en la roca, que desaparecía en la oscuridad. El sonido provenía de aquel tubo, como un susurro lejano, cada vez con mayor intensidad. Edebio sintió temor, era algo que el mismo no había podido prever. Inclusive con su magia potenciada por la cercanía a la magia verdadera pudo adelantarse a la situación. Probablemente la misma magia verdadera había anulado sus poderes cuando ingresó al túnel. Si así fuese, se trataría de una trampa.
El ruido creció hasta estar muy cerca, entonces Edebio comenzó a retroceder, arrastrándose lo mas rápido posible hacia atrás por el túnel. Pero fue demasiado tarde, una masa de agua surgió del túnel, impulsada con una fuerte presión, seguramente debido que caía desde muy arriba, como un tobogán. El agua golpeó con violencia el cuerpo del mago, lo arrastró hasta el borde del túnel y lo arrojó hacia el vacío. Amot nada pudo hacer, no llegó a detenerlo y, aunque lo hubiese hecho, no habría podido sostenerlo.
El cuerpo de Edibio se perdió en el vacío, acompañado solo por el sonido del viento, susurrando la caída. Seguramente terminaría enterrado en la nieve, mucho mas abajo, y quedaría allí por siempre.
Amot sintió un fuerte dolor de cabeza, una parte de la energía de su magia había sufrido un extraño cambio, duró unos minutos, sus manos temblaban incontrolables, luego volvió a restablecerse. Era la muerte de un mago, y las fuerzas de la magia, que estaban reacomodándose en el universo, para suplantar la pérdida.
Amot decidió volver. Trepó hasta el lugar donde colgaba la soga, deshizo el nudo, y comenzó el descenso.
Pensó que ya era demasiado tarde, los demás magos también debían haber sentido la muerte de Edibio, su intensidad había sido muy poderosa. Si volvía al monasterio todos le preguntarían que era lo que había sucedido, quizá, inclusive, ya todos conocerían sus intenciones. Decidió buscar en el mapa alguna otra puerta al laberinto. Sabía que la noche anterior, cuando estudiaba el libro con las indicaciones, había encontrado al menos una más.
Pasó las siguientes horas de la tarde buscando la puerta marcada. Subió hasta un cañadón, había un pequeño arroyo que bajaba entre las piedras. Mas arriba el agua daba un gran salto. Era una hermosa y espumante cascada que caían sobre una especie de estanque natural cavado por el impulso del agua. Observó con cuidado las indicaciones del mapa, la puerta debía estar allí, detrás de la pared de agua.
Bordeó la ladera hasta llegar a la base de la caída, allí tomó impulso y saltó a través del agua. Cayó sobre una piedra dura, del lado opuesto.
Había un marco de piedra desde el cuál nacía un largo y angosto pasillo que se perdía en la oscuridad del corazón de la montaña. El camino parecía recto. La superficie era de piedras lisas, las paredes estaban cubiertas de musgo verdoso.
Amot había traído consigo una antorcha, la cuál tardó mucho en encender debido a la intensa humedad del lugar. Con la fuente de luz en sus manos y el mapa en la otra, comenzó a avanzar por el interior del largo pasillo.
Caminaba con suma precaución, intentando visualizar siempre donde pisaba y que había mas allá de lo que la luz podía iluminar. Según el libro con las indicaciones, el pasillo se internaba casi hasta el centro de la montaña. Las paredes ya no tenían mas humedad, ahora cambiaban el color de acuerdo a la piedra que las componía, variaba de tonos grises amarronados a amarillentos. El ancho también variaba, en algunos tramos, apenas podía atravesar su cuerpo derecho y en otros sus brazos estirados no llegaban a tocar las paredes.
Finalmente llegó al final del recto camino. Había una escalera que ascendía de manera despareja y otro camino que doblaba hacia un lado y proseguía la ruta inicial. Amot observo las indicaciones y decidió subir.
Durante su ascenso llegó a diversos cruces desde donde llegaban y partían diferentes túneles. En cada bifurcación tomaba el libro y lo estudiaba con cuidado hasta asegurarse de elegir la dirección correcta que lo llevase hasta su destino. Mas complicado aún era cuando llegaba a unas especies de salones desde los cuáles partían numerosos caminos.
Así fue avanzando y eligiendo caminos, acercándose cada vez mas a su objetivo. Interiormente, por momentos podía sentir la cercanía al poder de la magia verdadera, eso le ayudaba a seleccionar el camino correcto cuando las indicaciones del mapa no eran demasiado claras.
Subió y bajó escaleras y recorrió muchos pasillos hasta que, por fin, encontró el lugar. Era un salón parecido a los anteriores, salvo por el techo, que se encontraba a mayor altura. Había un atrio tallado en la piedra. Una roca pesada, con ángulos rectos y perfectamente pulida, servía como mesa. Sobre esta se apoyaba la caja. Detrás se encontraban algunas piedras con forma de rostros extraños, como las caretas que adornaban algunos de los salones del templo. Eran figuras que representaban al dios protector de la magia, Xut Azor. Protegían a la humanidad de las maldiciones y velaban porque los poderes mágicos sean utilizados siempre para el bien de los hombres. A los lados había dos antorchas preparadas para ser encendidas por los visitantes. Amot acercó su fuego a las copas de las mismas y las encendió. El lugar se iluminó lo necesario para ver cada detalle con mayor claridad.
El mago dio media vuelta para ver el resto del lugar cuando noto que, casi pegado a su espalda, había un hombre mirándolo fijo. De inmediato, exaltado por el susto, retrocedió atemorizado hasta golpear su cintura contra el atrio.
El sujeto era un anciano, de piel arrugada, su rostro se mezclaba con el blanco de su cabello. Sus ojos eran grandes, acostumbrados a la oscuridad.
- Puedo percibir la magia en tu interior - le dijo el anciano. - Mi nombre es Vea, el elegido por Xut Axor para custodiar la magia verdadera. El que construyó a mano todos estos túneles, durante seiscientos años y el que protege la caja -.
- Mi nombre es Amot - se presentó sin saber que mas decir.
- El mago que llegase al atrio será el que tome mi lugar, así lo decía mi Dios. El elegido se presentará solo, por sus medios, y será otro mago - explicó haciendo mención a su presencia. - Tendrá la vida de setecientos años y quedará en el laberinto, siendo el dueño de la magia -.
Amot se intereso por sus palabras, quería la caja y no le importaba aceptar cualquier titulo que aquel anciano le diera para obtenerla.
- Entonces ese es mi destino - dijo.
Vea se acercó lentamente a él y le tendió la mano. Amot la tomo y enseguida sintió una fuerza que ingresaba en sus venas y recorría todo su cuerpo. Era el poder del tiempo, los años que tendría su vida que se estaban transmitiendo a su alma. Sus ojos se iluminaron llenos de tiempo. Luego Vea se alejó a un rincón y su cuerpo comenzó a temblar. Unió las palmas de sus manos y miró hacia arriba, después su materia se disolvió, dejando en su lugar solo polvo que se esparció por el vacío mientras caía al piso.
Amot tardó en recomponerse de las sensaciones que se establecían en su alma. Permaneció de pie, tratando de ordenar su mente y volver a la calma natural de esta. Cuando ya sentía que todo estaba restablecido se acercó al atrio donde se encontraba la caja. Era pequeña, de madera pesada, tenía un símbolo tallado en su tapa, era una montaña, representada por un triángulo, sobre la cuál un circulo representaba al sol que la iluminaba. Tenía los bordes de la tapa sellados con cera. No requeriría demasiado esfuerzo abrirla. Se preguntó que había allí, que era realmente la magia verdadera. Podía sentir la intensidad del poder de la magia en su cuerpo, rodeándolo y atravesándolo. Era, en ese momento, el mago mas poderoso de la tierra, y estaba seguro que, cuando abriera la caja y descubriese la magia, tendía el máximo poder que existía en el universo. Pensó para que utilizaría toda esa fuerza. No sabía la respuesta, quizá para ayudar a las personas, para castigar el mal, o para evitar tormentas y catástrofes. Pensó también porque ninguno de los magos del monasterio, jamás se había propuesto llegar hasta allí, ni porque Vea nunca había abierto la caja, a pesar de haberla custodiado tantos siglos, pero ya no le preocupaba demasiado.
Tomó la tapa con sus manos, colocó sus dedos en la abertura y empujó hacia arriba. Entonces un fuerte viento lo arrojó, con fuerza, hacia atrás. Pero no era solo un viento, tenía una extraña consistencia, era como una forma inerte que se distribuía por el espacio, como una fuerza invisible.
Amot quedó tendido en el suelo mientras observaba como esta fuerza salía disparada por los pasillos de la montaña. Recorrió como un rayo los caminos hasta encontrar la salida, dejó la montaña y se escabullo entre los valles, donde se ocultó. Luego se oyó un intenso sonido que fue aumentando, comenzaron a temblar las paredes y el techo. Duró unos segundos y luego se detuvo. Enseguida sintió una intensa sensación de desbalance en el universo de la magia, similar al que había sufrido cuando había muerto Edebio, pero es esta ocasión la sensación había sido considerablemente mayor.
Amot recorrió el camino inverso hasta encontrar la salida por la cascada. Descendió por el cañón hasta llegar a un pico desde el cuál se veía el valle y el monasterio. Pero ya nada quedaba del edificio, una enorme avalancha había arrasado con todo, ahora solo podía observar una pila de rocas que cubrían el lugar donde alguna vez había estado su hogar. La intensidad provenía de allí, de los magos que habían muerto enterrados por las piedras, indefensos, sin los poderes que les brindaba la cercanía a la magia verdadera.
La magia se había ido, ya nadie la tendría cerca, pero él seguiría vivo otros setecientos años, ese era el tiempo que Vea le había dado. Años que se condenaría a estar solo, solo buscándola, buscando lo que había perdido, para tratar de reconstruir todo lo que había destruido y comenzar otra vez.
Amot tomó sus pertenencias y partió, en soledad, a recorrer las montañas en busca de la magia, la cuál se había ocultado en algún lugar de los interminables valles, y por eso, si alguien alguien ve a un extraño caminando herrante por las montañas, alguien que aparece y desaparece, y siempre parece estar buscando algo, debajo de cada piedra, entre las grietas, sobre las cumbres nevadas, ese, seguramente, es Amot, último de los magos de la orden de Xut Axor.

LA LEYENDA DEL FARAON

Dio media vuelta y pudo ver la luz del sol atravesando, como una enorme lágrima, el horizonte montañoso. Era como si un ojo lo observara, sentado sobre todas las cosas, desde cada objeto, promulgando sobre su espalda un profundo saber, que intentaba infiltrarse por los sentidos de aquél sombrío espectador.
Identificó, por primera vez una obra perfecta, la belleza natural de su imperio, una porción en un pequeña y desconocido marco del universo. Pero para el espectador, que por fin reconocía sus limitaciones e imperfección, aquella distancia era un gigante compuesto de fuerza, una fuerza diferente, y afectada de inmensidad.
Reconocía la oscura verdad, las cosas no eran como le habían enseñado ni como creía, mucho menos como se había mentalizado él mismo. Su mirada era triste, gastada, sin valores.
- Pero Raham siempre tendrá el poder, porque él es el poder -, así había educado al pueblo desde pequeño.
En su imperio, desde un extremo al otro, se practicaban los cultos del Yahvu, una religión cuya estructura partía de la existencia de cientos de dioses mundanos, nacidos de la tierra, mares y estrellas, y que recorrían continuamente el mundo como hombres, animales y árboles, escribiendo la historia de cada civilización. Desde el nacimiento de un insecto hasta el movimiento de las mareas, todo era creado por estos dioses. Pero a los hombres les daban el poder de elegir sus obras y sus destinos.
El reino de lo divino no era precedido por alguno de los dioses en especial, era el conjunto de los cientos de dioses unidos, que gobernaban con el mismo poder por igual. Cualquiera podía crear o deshacer. Las leyes divinas se consensuaban y se redactaban en unos papeles llamados Tirubios, que los emperadores, o demás gobernantes humanos, transmitían, luego a través del clero, a sus pueblos.
Según el Yahvu, los dioses eran observadores del mundo. Cada uno tenía funciones diferentes, distribuidas de manera perfecta. Para cumplir sus tareas podían valerse de cualquier recurso, esto incluía encarnarse en un hombre, ser un bosque o una montaña, formar parte de las aguas del mar, ser tierra, nube o cualquier otro elemento. Ellos podían ser y hacer lo que quisieran, y de alguna manera, inexplicable para la débil mente humana, lo hacían de manera perfecta y sincronizada entre todas las partes. Ninguna entidad humana, jamás, podía compararse al reinado, tan perfecto, de estos dioses. De alguna manera, estaban todos conectados para hacer las cosas perfectas, eran todos uno mismo, pero al mismo tiempo cada uno era uno y solo uno.
Inclusive estas enseñanzas de cómo resultaban los dioses era muy difícil de comprender para los hombres y a los sacerdotes del Yahvu les costaba mucho explicarlo, por lo que debían dedicar gran parte de sus vidas estudiando los métodos de enseñanza de los Tirubios. Allí todo era bien explicado, pero exigía plena concentración al culto.
Los sacerdotes vestían sombreros altos y túnicas bordadas. Eran elegidos por los más ancianos al momento de su nacimiento y se dedicaban, desde pequeños, a estudiar las escrituras de los dioses para recién, casi al llegar a la vejez, poder profetar sus enseñanzas.
Pero algunos Tirubios no eran favorables para los gobernantes, sobre todo aquellos que les restaban poder o les impedían expandir sus tierras y hacer la guerra con el único fin de juntar riquezas y destruir otros pueblos. Por eso era que Raham pocas veces profesaba, como lider de su pueblo, los Tirubios tal cuál eran enviados de los cielos del mas alla.
Los dioses buscaban la paz y la comprensión entre las razas y los pueblos, por ello solo justificaban la guerra en defensa de los pueblos bárbaros de las montañas, los cuáles no profetaban ninguna religión y atacaban sin piedad a las tribus del desierto saqueando, matando a sus hijos y destruyendo sus hogares.
Pero entre los mismos pueblos del Yahvu, la guerra era prohibida. Un Tirubio explicaba claramente que a los emperadores que desatasen combates entre los pueblos de los dioses serían castigados al crepúsculo de sus vidas. El Tirubio describía como, una tormenta de arena nacida desde el corazón del desierto, irían en busca del emperador a la hora de su muerte, y lo arrastraría a las tierras del castigo eterno, donde sufrirían, uno por uno, el dolor de todas sus víctimas.

“ Cada espada clavada, cada lanza areavesada en un cuerpo inocente será devuelta en la agonía del hombre que ordenó esas matanzas”

Decía el Tirubio.

“La furia del desierto emergerá de las arenas y buscará al tirano, al final de su vida”

Raham era uno de los emperadores que no creía, o no le interesaba creer en todos los Tirubios. Por eso prohibió este que hablaba de la paz entre los pueblos, y ordenó al clero de su reino que promuevan a los dioses como guerreros que disfrutaban de las conquistas de sus súbditos. De esta manera, creo un ejercito de alta moral que, creyendo luchar por sus dioses, partió a la conquista de otros pueblos los cuáles, indefensos por respetar las escrituras, caían rendidos a sus pies.
El emperador no creía en la tormenta ni en la furia del desierto, por eso vivió una vida de conquistas y triunfos. Sus riquezas eran incalculables, cada día llegaban mas y mas tesoros de los confines de su imperio, las fronteras se expandían y también su poder. Pero todo tiene un final, y el tiempo no se puede conquistar. Ahora era un anciano y sus días terminaban.
No quería morir, no debía morir. El era un dios según su propia religión, la que había elaborado para su pueblo, rescribiendo los Tirubios sagrados. Y los dioses no mueren. El poseía el poder frente a todas las cosas, el poder de la vida y la muerte, al menos eso les habían ordenado a sus sacerdotes que profesen a sus súbditos. Y tantos años había sido así que hasta él mismo había comenzado a creerlo. La gente rezaba a su nombre, pedían por las cosechas, por las lluvias, tan preciadas en el desierto, y por la vida.
No quería abandonar los placeres de su privilegiada vida y enfrentarse a lo desconocido. Pero peor aún fue cuando, unos días antes, había visto sobre el horizonte la tormenta acercándose. Entonces supo que era verdad, los Tirubios decían la verdad, y ahora las arenas venían a reclamar por su alma.
Debía escapar, encontrar una manera de sobrevivir, de eludir el poder de los dioses. Se reunió durante varios días con sus sacerdotes y planeo una trampa que, con suerte, lo librarían del su castigo.
Miraba el majestuoso azul del cielo, solo interrumpido por unas pocas nubes de indeterminados tonos claros y por el sol; un círculo del fuego mas crudo que un mundo pueda desear para los habitantes de aquellas áridas tierras. La bola dorada era el verdadero señor del desierto. Todos los días, sus rayos desprendían dagas ardientes de asfixiante calor hacia los terrenos arenosos. En la superficie, incontables dunas adornaban el paisaje desértico de un lugar venerado por odio y gloria.
Sus penetrantes ojos permanecían fijos, inmóviles, como una estatua de piedra. El silencioso espacio vacío era solo afectado de momentos por la dulce sinfonía del viento. En cambio, a lo lejos y acercándose como todo en esta vida, otro viento esparcía su vientre elevando gigantescos cuerpos deformes con la arena. Los cuerpos demoníacos nacían y morían bajo el poder del torbellino. Los rayos solares hacían de éstos un virtuoso brillo dorado como el de una pepita de oro. Las figuras se acercaban lentamente. Era extraño, pero al observarlas percibía una sensación catastrófica, de destrucción, su fin, algo inevitable. Era solo un presentimiento pero a veces la vista nos engaña, los objetos esconden el futuro y las creencias son cómplices de la realidad. Esa tormenta tan extraña debía ser su fin.
Todo estaba allí, escrito en las páginas del libro de su religión, aquél libro, el único que era verdadero. Lo que escribió el creador de cada mundo, el autor de cada ser. Las sagradas escrituras de la vida, de su vida, de su ser, del emperador Raham.
Pero el dios que invocaba sería traicionado y caería en la trampa de un mortal. Raham había planeado algo para darle una pequeña esperanza, una salida, una manera de sobrevivir a su prematuro final. Porque en un mundo siniestro toda existencia debía ser siniestra.
Aguardaba el momento, un único momento. ¿El final o el principio?, su pregunta. Al fin y al cabo la que todos los seres de los todos los mundos deben, en algún momento, realizarse.
Transgredir la muerte, raíz de todos los misterios de la vida. El eterno temor de enfrentar involuntariamente lo desconocido. El miedo a descubrir que no había interpretado las enseñanzas como los Tirubios le habían descripto, como los dioses le habían pedido. Por eso lo había desafiado, le había preparado la trampa a uno de sus dioses, deseando que no sea absoluto ni perfecto como los hombres creían. Y la esperanza de sobrevivir lo mantenía en pie, era lo único que lo hacía, pero hallarla, a veces resulta tan difícil, y al ver moverse las agujas y que no avanzaban, lo hacía dudar. Si era un ser precavido descubriría, y hasta consideraría infantil aquella elaborada trampa.
Donde se escribe un cuento se crea un mundo, se crean personajes, se les da espacio, tiempo y lazos que los relacionen. En resumen: se les da vida. Y nuestra vida es un cuento, somos parte de un libro, el libro de la vida. Estamos involucrados en una historia en la que por momentos somos actores principales y por momentos secundarios. Interesante y renombrada visión. ¿Y el autor?. No lo conocemos. ¿Y si de alguna forma lográsemos relacionarlo con su obra, contactarnos con él?. Nuestras vidas cambiarían. Eso era exactamente lo que pensaba.
Los dioses de Yahvu, que gobernaban el universo, eran de diverso carácter, los había estrictos y exigentes y los había flexibles y curiosos. Su víctima, sería su propio creador. Junto a los sabios del clero, invocaron, un conjuro para atraer el alma de un Dios a su cuerpo. Querían reemplazarlo para siempre, así el Dios moría en su cuerpo y en su lugar y el viviría eternamente como ese mismo dios. Pero para ello debían confundirlo, hacerle olvidar quien era.
Buscó a su creador, el dios de las arenas, tenía solo ciento cinco mil años como dios por lo que era joven e inexperto aún. Su nombre era Odeklis, había formaba parte del mundo del desierto y controlaba las arenas, él había creado al pueblo de Raham, también había creado la vida del emperador, y debía guiarla, pero su alma se había perdido para el lado del mal, y por eso la había abandonado en manos de la tormenta.
Los dioses escribían las historias de los hombres como cuentos. Odeklis había dado vida a aquel hombre dentro de un cuento sobre un pueblo en las arenas. Daba vida a cada gobernante y brindaba las lluvias y las tormentas, pero en lo referente al resto, lo dejaba libre para que los hombres aporten a la historia y creen su propio futuro. Distribuyó las leyes en los Tirubios y dejaba que cada ser fuese libre de cumplir o no con los mandamientos divinos.
Las escrituras plasmaban datos que los hombres debían conocer para guiarse en el tiempo de estas historias, escritas por los dioses, pero siempre les daban la libertad para que los humanos tomasen los caminos que ellos mismo prefiriesen, sin ninguna restricción mas que la que la suerte les desaparece.
Como Odeklis había sido el que escribió la historia del pueblo de Raham fue el que dio los Tirubios del desierto a los pueblos de las dunas, y por su inexperiencia como ser divino, sería una fácil presa.
Solía hacerse hombre para recorrer el desierto, un hombre mas, común y corriente. La trampa lo conduciría al cuerpo que el mismo había creado y que ahora era su enemigo. Creería que todo era un sueño, y a la vez, sería un sueño. Los sueños de los dioses son siempre dentro del mundo humano, ellos perciben la realidad como un sueño. La vida de un hombre, vista desde su interior es un sueño, y cuando despiertan volvían a ser dioses.
Había otros dioses que habían formado parte de la creación de los mundos de las arenas, Otrion, Oderkiles, Ofrein, pero estos no se dejarían engañar, ni solían recorrer el mundo haciéndose hombres.
La religión era clara y decía que el hombre debía vivir en libertad. El gobernante debía asegurar la protección y el bienestar se su pueblo, pero los hombres siempre cambian las religiones, porque son hombres, para su conveniencia y por eso Raham gobernaba con tiranía y crueldad hacia su pueblo y desoyendo de las profecías.
- Majestad, los oráculos indican que hoy llegará la tormenta - dijo con calma el mas alto de los tres hombres que se encontraban juntos y alineados a un metro de su espalda, observándolo. El ambiente poseía animación real, era un mundo vivo, de alguna forma diseñado para ello. A pesar de ser parte aún de aquel anciano y gastado cuerpo, casi pudo percibir como elevaba los brazos con las palmas de las manos abiertas al cielo, como si su objetivo fuese unificar las escasas nubes. Los mantuvo allí, era la señal de los magos, su última esperanza lanzada sobre el celeste infinito, sobre la nada que lo rodeaba.
Buscaba al ser supremo. El mismo que cuando le dio la vida le otorgaba esos poderes sobrenaturales que, según el Tirubio del rey, solo un emperador podía utilizar.
A lo lejos, el claro movimiento tormentoso perturbaba el pacífico desierto mientras iba acercándose y hacía temblar a los mortales.
Luego de una breve pausa en la cuál repasó cuidadosamente sus palabras, el hombre alto volvió a hablar. - Sería conveniente... -, pero el segundo de los hombres, a su derecha, lo interrumpió levantando una mano para que callara y, sin perder de vista en ningún momento a su señor.
- Debemos dejarlo, necesita estar solo para comunicarse con el mas allá y hacer el cambio -, ordenó en voz baja. Se miraron entre ellos y luego los otros dos hombres asintieron.
Los tres vestían largas túnicas blancas bordadas con coloridas imágenes de feroces tigres de bengala. Eran un símbolo de una posición jerárquica, símbolo del poder del imperio. Cubrían sus cabezas con pequeños sombreros de un rojo penetrante que los categorizaba como una especie de sacerdotes o algo similar relacionado con la religión y con altos puestos políticos.
Con el brazo izquierdo, en vano, efectuaron una señal de saludo al hombre que, en silencio, observaba el espacio desértico dándoles la espalda. Luego dieron media vuelta y a paso lento descendieron el pequeño monte de arena en el que se encontraban. Al caminar dejaban profundas huellas que la arena volvía inmediatamente a tapar.
Ahora la soledad era lo único que lo rodeaba.
- Sabios son los hombres. Sabio es mi pueblo, los esclavos, los amos, los profetas y los pobres, pero más sabio es el viento, más sabia es la tormenta. Y las arenas del desierto, la fuente de los conocimientos. Dios falso y verdadero, existente y diseminado. Pero puedo verlo, puedo sentirlo, en la oscuridad, indefenso, confundido y solo. Va a caer en la trampa, si no quiere venir en mi rescate, él será mi rescate -.
- Dios humilde y desprotegido, confuso e indeterminado, ven a mí, y ya no seré el esclavo de la muerte, seré el nuevo hijo de la vida -.
Su mirada buscó refugio en las montañas que interrumpían la línea del horizonte. En lejanas y altas cumbres nevadas.
¿Cómo pueden coexistir el calor y el desierto con las cumbres nevadas del horizonte en una sola mirada?. Porque el autor del mundo lo puede todo, y dispuso que así fuese. Pero su mente estaba vacía, aguardando el instante exacto, como un tigre oculto en la maleza, para clavarle sus garras.
Las figuras que el devastado viento construía se acercaban cada vez mas a él, como un ejercito, el ejercito de las tinieblas, de la nada. Los tigres eran la gloria y la tormenta la derrota.
Era el momento. De lo más profundo de la nada, sobre la claridad del cielo, una especie de luz blanca, diferente a todo lo existente, vino del infinito, de otro universo en otra dimensión.
Descendió sobre él a la velocidad del viento. Brillaba como una estrella, iluminando el cielo y el día. Al golpear la tierra se oyó un fuerte estruendo y, por un segundo, el piso tembló como en un terremoto. Pero el cuerpo del anciano permaneció en su sitio exacto, completamente inmóvil, como una estaca.
La luz sobre la arena producía un efecto de reflexión impactante, aparecían cientos, miles de rayos acompañando al resplandor principal en su recorrido por el espacio azul del cielo hasta la tierra, terminando todas las luces unidas sobre un cuerpo luminoso, el anciano cuerpo de aquel hombre.
Ahora toda la luz se centraba allí. Se formó una estela que lo rodeaba. Se tornó casi transparente y se iluminó aún mas desde su interior, como una lámpara de color indefinido.
El resplandor fue uniéndose. Toda la luz se concentraba en el cuerpo, cada vez más potente. Era un segundo sol en la faz del desierto, más luminoso aún que el verdadero, pero que no irradiaba calor ni energía, solo iluminaba una transformación cinética, un cambio incoherente, el acceso al extremo de un tendón incontinuo. El incandesente brillo se divisaba de kilómetros, sin embargo, nadie parecía verlo.
Finalmente la luz fue despedida. Despegó de la superficie de la tierra, como un fuego artificial. Pero un nuevo cuerpo apareció de pie en el lugar del brillo, e inconsciente se desplomó sobre la arena.
Al alejarse, aquel resplandor no solo poseía una inmensa luz, sino que además se llevaba del mundo un factor indefinido, inexplicable, pero esencial para la definición de ese universo. Era como si algo hubiese perdído la esencia de la realidad. Algo inentendíble pero que formaba parte del espacio. Ya no existía lo verdadero, solo una extraña fantasía, similar a la que llevan los sueños.
El destello luminoso atravesó el cielo como una estrella fugaz hasta perderse entre las montañas del vasto horizonte que ya no era como antes. El ente luminoso había cambiado muchas cosas, entre ellas esa pequeña pero necesaria diferencia en el horizonte, en el cielo, en la tierra y en todo lo demás.
Estaba tendido en la arena, ahora era otro cuerpo, diferente al de la persona que ocupaba el espacio hacía un instante. No daba señales de vida. Un lazo de creador y creación los había unido aunque él no lo sabía. Permaneció allí, tendido como un soldado muerto en el campo de batalla. El sol, que había vuelto a ser el único cuerpo que emitía luz, se reflejaba en su rostro. Le daba la espalda al cielo y no respiraba. Era como si hubiese perdido el alma.
Cayó en la trampa y ahora era un hombre, reemplazando el cuerpo del anciano sin saber porque. Pero el porque estaba en el hechizo creado por los magos y sacerdotes del Faraon, lo había cegado, haciéndole creer que en realidad era un hombre.
A pesar de todo, lentamente comenzó a efectuar leves movimientos en las articulaciónes de los brazos y el torso. Era como si siempre hubiese estado allí, como si fuese él mismo, aunque en nada se parecía a un emperador.
El aire se había transformado en una sustancia espesa y siniestra, como agua estancada. Podía respirarse con normalidad, pero que carecía de cierto irreconocible compuesto, sin el cuál, adquiría la peculiar rareza.
Movía solo la espalda y el cuello, como un enfermo que padece construcciones graves. Sin embargo, ni los tres hombres, que ya se encontraban a mas de trescientos metros, ni los otros miles que había mas abajo, interrumpieron lo que hacían.
Los de abajo continuaron trabajando y los sacerdotes alejándose, sin percatarse de lo ocurrido en la cima de la duna mas alta del lugar, quizá de todo el desierto. Nadie había visto la luz que iluminó por completo el cielo, nadie había oído el estruendo que produjo al despegarse de la tierra, solo percibieron un leve movimiento de tierra al que no se le dio ninguna importancia. El cuerpo yacía sobre la arena y sobre el mundo. Ahora pertenecía a una indescriptible irrealidad, a un vínculo distante de la verdad. Aunque, de alguna forma edificado sobre una base cierta.
Recién unos minutos después logro abrir sus rojizos ojos. Aún sin comprender, fue acostumbrándose a la claridad del día. Su mente sufría una especie de trastorno casi incontrolable. Se sentía mareado, un mareo inédito, un desorden de ubicación. Estaba desorientado en espacio tiempo y necesitaba con desesperación saber que sucedía. No había coherencia dentro de su mente, ahora humana.
Mientras tanto, el sol seguía, como un clavo dorado en una pared celeste, enviando toda su energía sobre el árido territorio y dando brillo a una tormenta que cada vez se aproximaba más.
Todavía, y sin energías, le era imposible reincorporarse. Un crudo abismo se interponía en su mirada. Las cosas giraban a su alrededor mezclándose en un confuso círculo de colores, como un disco.
Debió esperar a que cesara el mareo para ponerse de pie, cuando adquirió las fuerzas necesarias para hacerlo. Se arrodilló, respiró profundamente, y con un gran esfuerzo por fin se paró.
Su visibilidad era borrosa, solo distinguía deformes manchas de variados tonos, pero no lograba enfocar sus contornos.
-¿Donde estoy?- se preguntaba mientras los colores iban adquiriendo forma. Se encontraba en un montículo de arena. Muy cerca de la más prodigiosa obra de ese mundo, a los pies de lo más sorprendente que hubiese imaginado como hombre. No lo había visto aún.
Dedujo que parecía un desierto, fijando la vista en la arena del frente, mientras el paisaje y todo lo demás adquiría una forma estable y definida para sus ojos. Las piernas le pesaban mas de lo cotidiano, como si la fuerza de gravedad hubiese aumentado.
- Es un desierto - se aseguró observando con mayor claridad la inmensidad. - ¿Que hago en este lugar?. ¿Cómo llegué? - se preguntaba frente la imponente imagen del espacio vacío.
Aún no deseaba girar para ver todo a su alrededor. Le llamó la atención la arena que a lo lejos describía remolinos, producidos por un poderoso viento. A simple vista se deducía claramente que estaba avanzando hacia él y hacia todo lo que estaba detrás.
Recién entonces notó que vestía una túnica blanca, plagada de escudos rojos en las mangas y con uno mayor que cubría todo su pecho. Eran todos iguales, parecían una especie de símbolo, un símbolo de poder o algo semejante. Ni siquiera se preguntó como o porque estaba vestido con esas ropas, entre la columna de preguntas sin lógica ni respuesta, una más no variaría su desconcierto.
Había algo distinto, algo fuera de lo común. Estaba en todas las cosas que miraba, en todo lo que existía allí. Era como si fuese un mundo falso, irreal. Se trataba solo de una sensación, una alerta de su sistema nervioso, como una advertencia.
Parpadeó, como si algo hubiese pasado cerca de sus ojos. Los remolinos continuaban avanzando.
Sabía muy poco aún. No esperaba ver algo así.
En mitad del árido paisaje desierto, había una colosal pirámide. Su primer pensamiento era la de tener alguna relación con todo ese lugar, quizá en algun otro pasado. Fue extraño pero buscó una situación similar que, por su puesto, no se presentó.
El tamaño de la edificación casi atravesaba la barrera de lo imaginable.
Recién entonces escucho sonidos, cientos de voces que se entremezclaban en un pequeño susurro. Provenía de una multitud. Era un zumbido seco, como si al aire le costase transmitirlo. - ¿Que es esto? -, se escucho decir mientras desfilaba por su mente el asombro.
Llegaba hasta el cielo, por lo menos se extendía mil metros hacia arriba. Era prácticamente una montaña artificial. Indiscutiblemente, la construcción más grande que sus ojos jamás habían visto.
Pero fue mas que eso la causa de su asombro, la presencia de algo extraordinario y misterioso, tan difícil hasta de creer, pero real.
Estaba allí, tallado en la piedra, era su rostro.
Estaba lejos de la base, aunque parecía más cercana. Era una construcción perfecta, hecha con miles de pequeños cubos que en realidad eran enormes y pesadas piedras. Una montaña con forma de pirámide regular, perfecta.
Miro su escultura tallada y vociferó algo mientras, como por un impulso involuntario, se frotaba con las palmas de sus manos su rostro.
Había un recuerdo olvidado que circundaba su mente deseando volver a entrar, era de su pasado, tal vez un simple producto de su imaginación. Cualquier opción era válida, el hecho era que sin saber cuando ni donde, estaba seguro de haber estado, o al menos imaginado, aquella situación en el pasado.
Hasta la sensación impactante, producto de ver aquella pirámide y todo su contorno, en cierto modo desconocido, le resultaba parte de él.
Un recuerdo nublado, borroso, sin lugar ni tiempo, sin ninguna referencia exacta, solo el hecho, la imagen, como un cuadro en movimiento. Se expandía en su mente como agua sobre una mesa. Pensaba en una sensación de deja-vu. Era la palabra que buscaba para definir lo que padecía su hostigada conciencia. Un absurdo deja-vu. ¿Pero cuando?. ¿Como?.
Sus ojos seguían prisioneros de la edificación. Su imagen estaba a media altura, entre la cima y la puerta y también en las cuatro caras del tetraedro. Estaba esculpida en la roca, perfectamente delineada, perfectamente reproducida. Tendría una altura de cien metros, quizá mas, y no estaba en el plano, sino que sobresalía de la superficie, como acercándose a los ojos del que la mirase, en tres dimensiones.
Sin embargo, había algo mal. Era la expresión, la expresión con la que lo describía la escultura. No le pertenecía. Se veía distinto, como si escondiese un propósito maligno. La inmensa escultura expresaba una ambición de poder, de aquella que invoca al mal como cómplice. Los vio tallados, estaban llenos de ira y la expandían por todo el desierto, como agua por una regadera.
Solo podía ver la cara frontal de la construcción. Una escalera recorría desde la base hasta una pequeña puerta a la distancia que atravesaba lo que sería el cuello de su rostro, allí grabado.
Ya no sabía quien era. Se resignó mientras bajaba la vista casi con esfuerzo.
Reunió fuerzas para combatir el desconcierto que atacaba su racionalidad. Estableció un punto imaginario en el cuál recostó su mente y canalizó el resto en una vía que derivaba en un cajón de inquietudes postergables. Recién entonces le fue posible levantar su vista atravesando la distancia hasta la pirámide.
Allí estaba. Parecía ser un dios o un emperador, o al menos, era lo que aparentaba en la imagen. Pensó, que podía ser un recuerdo.
Prácticamente una ciudad entera residía a los pies de la edificación. Miles y miles de puntos negros como hormigas devorando un árbol, solo que no eran hormigas sino hombres, no era un árbol sino una inmensa estructura de piedra y en lugar de devorarla la estaban construyendo. Eran esclavos, esclavos que dedicaban integralmente su vida a la construcción, trabajando día a día, semana a semana, año tras año, sin descanso y en pésimas condiciones.
Nacían y morían allí, aunque no solían vivir mucho tiempo. Cientos de carpas de todo tamaño alojaban a estos obreros de por vida formando una ciudad.
Había distintas clases de trabajos para cubrir las diversas tareas. La mayoría se dedicaba a transportar las grandes piedras talladas en forma de cubos. Las trasladaban, hasta la base de la obra, desde un río lejano que bordeaba el contorno de la planicie. Utilizaban antiguos carros empujados por caballos o por los mismos hombres de la manera prehistórica, apoyando cada piedra sobre unas tablas y movilizándolas con troncos pulidos que colocaban debajo de estas. Dos hombres se encargaban de quitar el último tronco y ponerlo nuevamente al frente mientras otros cuatro empujaban. A veces con sogas y otra simplemente con sus brazos. Vestían algo similar a trapos viejos. Solo los capataces usaban túnicas que los cubrían del intenso sol.
Había toda clase de carpas desparramadas sin orden aparente por el lugar. La mayoría las utilizaban los esclavos para protegerse de las frías noches desérticas. En otras dormían los soldados del imperio que controlaban a los obreros, en otras, más grandes, guardaban herramientas y materiales, todos eran muy precarios y sencillos.
Solo un conjunto de viviendas, separadas del resto, parecían sólidas, elegantes y estaban muy bien custodiadas. Alojaban a nobles y algo de agua, única recompensa por un arduo día de trabajo, tesoro de todo desierto. Se guardaba en pequeños barriles custodiados en otro grupo de carpas. Los barriles eran traídos del río y repartían solo lo necesario para mantener a los hombres con vida y algo de energía para soportar el duro trabajo.
Las piedras que desembarcaban de precarias embarcaciones de madera a muchos kilómetros de distancia, luego recorrían un camino de desnivel hasta los cimientos de la construcción donde eran elevadas hasta el lugar que les correspondía. Al llegar a la base de la pirámide, se levantaban hasta donde fuera necesario con estructuras que parecían torres de madera, utilizando un sistema de poleas y fuerza humana.
Los arquitectos, que haciendo uso de una extraordinaria sabiduría matemática, habían diseñado la magnifica obra, supervisaban constantemente, dando indicaciones y controlando los movimientos.
Cientos de barcos iban y venían por el lejano río. Las embarcaciones mas pequeñas, que descendían de las montañas, transportaban parte de los ejércitos del Faraón. Cientos de soldados sedientos de combate eran llevados a través del imperio y hacia las fronteras donde siempre existían batallas para expandir más y más los límites. De algunas barcazas desembarcaban baúles custodiados, posiblemente de recaudación o riquezas obtenidas en las conquistas. Los tesoros se introducían en el interior de la pirámide.
Era un mundo donde no se respiraba aire común, donde los sonidos eran diferentes y donde las imágenes eran increíbles. Por momentos todo se nublaba, como si el mundo fuese falso. No hacía ni frío ni calor, no había humedad ni viento. Era un lugar muy extraño.
Odeklis observaba todo, analizando su alrededor. En cierta forma no le sorprendía como era de esperarse. Algo que sabía y aseguraba, le daba la amarga sensación de poseer viejos y conocidos lazos con el lugar.

“El cielo, el color de la arena, amarillo desteñido como las hojas de un libro viejo”.

Quedaron en su mente esas palabras, no sabía de donde ni como, solo aparecieron dentro de él. Se preguntó a sí mismo el significado. No lograba ubicar un recuerdo en el tiempo y ello le producía una intensa ansiedad. Formaban parte del Tirubio de la creación, él mismo lo había puesto allí.
Era evidente que la pirámide había sido elevada en su honor y ya estaba prácticamente terminada. La respuesta a todos los dilemas se hallaría en ella, en su interior. Un presentimiento sobrenatural se lo había estado diciendo, encontraría lo que buscaba, la razón que de alguna forma lo había traído hasta aquél mundo. El presentimiento crecía en forma de certeza.
La cima de la pirámide era como una pequeña cúpula y había sido bañada con un metal dorado, creando, cómplice del sol, un intenso brillo que cegaba al que lo mirase fijo. Era como una luz en pleno día. Un esfuerzo digno para un todopoderoso rey.
Y se repetía continuamente que todo eso le había pasado ya en algún lado. No podía eludir la sensación de deja-vu pero tampoco responder por ella. Pensaba en recuerdos, recuerdos inalcanzables, un entorno, un paisaje.
Mientras tanto, un grupo de cuatro hombres se aproximaban a él. Vestían ropas blancas antiguas con extrañas insignias bordadas en negro opaco. Los cuatro eran altos y corpulentos. De sus cinturones plateados colgaban espadas encorvadas.
- Son centuriones de la guardia real - pensó observándolos. Se preguntó, luego, por que estaba tan seguro de ello, como era que lo sabía.
- Señor - dijo el de mas a la izquierda con voz áspera, típica de un hombre que recién se ha despertado de la siesta. Mientras tanto los cuatro inclinaban la cabeza en señal de reverencia. Los imito, como respondiendo al saludo, sin saber porque.
- Debe buscar refugio de inmediato. La tormenta ya esta cerca. Si no se protege lo atrapará - le dijo.
Los hombres aseguraban que el viento era parte de un animal, con cientos de garras. No le preguntaron que hacía, quien era, o como había llegado. Lo trataron como rey.
Quería preguntarles muchas cosas, pero antes de comenzar la primera frase la tierra se estremeció. Una nube de arena cubrió el cielo junto al sol y las nubes. Todo quedó de un color grisáceo apagado.
El viento aullaba con todas sus fuerzas sobre la arena y esta giraba en remolinos como un tornado. Era demasiado violento para soportarlo de pie. No pudo evitar perder el equilibrio, cayó al suelo y rodó unos metros hacia abajo cubriéndose el rostro con las dos manos. Cerró los ojos mientras el peso de la arena golpeaban su cuerpo como un granizo.
El viento lo desplazaba cada vez mas abajo, obligándolo a rodar como una piedra por la pendiente. Llegó hasta la base de la duna. Allí, sin pendiente, intentó ponerse de pie. Entabló un combate con la furia del viento. Estaba mareado y apenas pudo abrir, un corto lapso, el ojo para mirar a su alrededor.
Uno de los hombres de blanco gritó: - ¡Es Kripses!, ¡llegó el final!. El espacio será vaciado...-. No llegó a terminar sus últimas palabras. Una corriente lo absorbió elevándolo varios metros y luego de describir una parábola, fue arrojado con todo la furia de sus dioses hacia la tierra, enterrándolo de cabeza en la arena hasta la mitad de su cuerpo.
Se hundió y no volvió a moverse.
Su mirada no halló a nadie mas en las cercanías. Volvió a caminar sin dirección exacta, pero con la esperanza de topar con algún refugio cercano a él. Fue una larga caminata, un intenso castigo. La arena daba latigazos en su espada con ráfagas interminables de aire que lo volteaban y arrastraban para distintos frentes.
Luego de un tiempo incalculable, por fin, como un milagro después del arduo combate, llegó a palpar una superficie dura. Era mas dura que la tierra y mucho mas que la arena. Dos pasos al frente se topó con un escalón. Subio este y halló otro a la misma distancia que el anterior. Luego otro, otro y casi cien mas hasta que se presentó, frente a él, un portal.
Pensó en el nombre que aquél guardia había pronunciado antes de morir, Kripses. Lo había vencido, había vencido su poder, su furia, pero aún le temía, le temía mucho, porque su presencia en el desierto era maligna. Por algún motivo lo sabía, sabía que era esa tormenta, sabía que solo bajaba de las altas montañas del horizonte para presenciar la muerte de los emperadores y para llevarse a los que fueron tiranos, sabía que los llevaría a las tierras oscuras, al basurero del universo. El castigo de los malvados, el infierno de un mundo que ya lo era.
La velocidad de los hechos no le deban tiempo para detenerse y analizar donde estaba y porque conocía tanto de aquél mundo.
Cruzó la puerta y se introdujo en la construcción solo lo necesario para evitar la tormenta de arena. Miraba hacia afuera esperando que alguien más de toda esa multitud entrase allí para refugiarse, pero nadie lo hizo, ese lugar era prohibido para cualquiera, menos para él.
Apoyó sus manos sobre sus rodillas y se agachó un poco mientras se recuperaba de la lucha. Un rato mas tarde, su respiración se normalizó. Quitó arena de sus orejas y se sacudió el cuerpo con las manos. Dio media vuelta y se encontró frente a un largo corredor.
Las paredes eran de roca macizas y pulidas, adornadas con miles de jeroglíficos. Se trataban de figuras simples en el plano que simbolizaban actos o algo similar, pero no podía comprenderlos. No comprendía nada de lo que estaba allí pintado, sin embargo volvía a percibir algo anormal. Era como si debieran entender aquellos símbolos, como si estuviesen escritos de manera perfecta, solo que no podía relacionar las palabras.
A media altura, sobre las paredes, colgaban antorchas encendidas que iluminaban cada espacio. Estaban separadas unas de otras casi diez metros pero emitían mucha luz. Estuvo por preguntarse cuando y quién las había encendido, pero no lo hizo.
El corredor era definitivamente largo, muy largo. Se internaba, hasta desaparecer en el corazón del lugar y solo se extendía en línea recta. Calculo vagamente que sería de unos cuatro metros de ancho por tres de alto pero daba la sensación de ir perdiendo tamaño por la profundidad. Sabía que se hallaba dentro de la pirámide que había visto desde lo alto de la duna. Nadie mas que él había entrado allí y nadie mas de los que sobreviviesen a la tormenta lo haría. Estaba completamente solo.
Comenzó a recorrer lentamente el pasillo, moviéndose con cautela, como un gato que sale a cazar de noche, esperando lo imprevisto, lo inesperado. El aire era aún mas raro allí, no tenía sabor ni gusto. Era una sensación jamás percibida y difícil de definir, pero distinta. Sus pasos no producían ninguna clase de eco. No existía resonancia, o, al menos, no era transmitido por aquél aire. Solo hacía un sonido ahogado, muerto, que se perdía en la nada.
Mientras avanzaba, cada tanto, miraba hacia atrás, como si alguien lo síguese. Una idea bailaba por el fondo de su mente pero todavía no le podía otorgar forma definida.
El piso era liso, por lo tanto ni se preocupaba en mirar donde apoyaba, solo mantenía sus ojos en el lejano pasillo. No percibía sonidos distintos al lastimoso silbido del viento que llegaba a sus oídos en cortos intervalos. Las inscripciones continuaban todo el recorrido recto pero ya no les prestaba mayor atención.
El pasillo llegaba, por fin, a lo que era el fondo de su recorrido. Giró pero solo, a lo lejos, se veía un punto blanco en lugar de la gran puerta por la que había ingresado.
No era el final del corredor, simplemente, una pared que dividía el túnel en dos pasillos, uno hacia la derecha y otro hacia la izquierda. Ambos eran exactamente iguales. Hasta los símbolos tallados en la roca de las paredes eran los mismos.
Sus ojos realizaron un pantallazo alrededor y luego se detuvieron en el frente. Incrustada en un hueco semicircular que habían hecho en la pared, posaba la estatua de un tigre de bengala prolijamente sentado y mirando de frente a quien recorriese el largo corredor principal. Mantenía las patas delanteras juntas y apoyadas frente a su cuerpo, que descansaba sobre las traseras. La escultura era perfecta. Sus ojos no eran de piedra, eran de una especie de vidrio verde, y brillaban casi con mas intensidad que las mismas llamas de las antorchas que los iluminaban desde las paredes opuestas.
Parecían esmeraldas y eso fue lo que pensó. Antes de acercarse mas a ellos, recorrió nuevamente los dos corredores con la mirada. Se aproximó al rostro de la estatua del animal. No tenía expresión alguna, un rostro tranquilo. Pero, en cambio, los ojos, el brillo de estos, eso era toda una sensación de deseo, un valor, un pensamiento, de alguna forma una sustancia que predicaba temor.
Sobre la pared, de forma simétrica, se extendían idénticos símbolos hacia ambos lados, pero notó que no eran exactamente los mismos. Dos palabras diferían, dos palabras que en realidad eran dos dibujos. Eran grandes y llamativos, como para que a nadie que estuviese allí se le pasaran por alto. A simple viste no tenían ningún significado que pudiese descifrar, sin embargo, él supo enseguida que simbolizaban.
El de la derecha era un gran circulo con muchas líneas rectas normales a este y que partían de él, como un dibujo infantil de un sol, representando sus rayos. Eso era lo que veía, pero para él tenía otro significado, uno que conocía.
Aquél sol simbolizaba todo lo relacionado con la vida.
A la izquierda del tigre, perfectamente claro, estaba el otro símbolo, era un círculo, pero de este las rectas normales partían hacia su interior. Al revés del sol anterior y como un sol invertido o que implotaba.
El simple hecho de verlo, después de tanto tiempo, lo atemorizó. Representaba exactamente lo contrario que el sol de la derecha, era la muerte y todo lo referido a esta.
Había una estrecha relación entre esos símbolos y aquél mundo, pero aún no descubría porque. Por el momento, lo que atraía su mirada, casi involuntariamente, y colmaba su rostro de profundo asombro, como un niño que observa algo nuevo, eran los ojos del tigre, estaba seguro que ocultaban algún secreto. Acercó su mano izquierda a estos para palpar la textura del material, su esencia. Fue como una fuerza interior que lo atrajo.
Pero sus dedos nunca llegaron a tocarlos. Unos centímetros antes de que la yema de estos alcancen el objetivo, los ojos se cerraron, girando hacia atrás, y en su lugar, quedaba ahora la otra mitad de las dos pequeñas esferas que eran solo piedras.
Casi desapareció la luz cuando el brillo de las esmeraldas se dejo de ver. Ahora se encontraban del otro lado, hacia adentro, o quizá ya no estaban.
Entonces, se oyó un fuerte ruido de roces entre metales y piedras. El lugar de donde partió el sonido fue incierto, se oyó como un mecanismo, como un sistema de máquinas de engranaje que se ponía en marcha.
Luego de un par de segundos escuchó otro sonido. Este último fue un estruendo, como un trueno que anuncia la lluvia. Y se prolongó por largo tiempo. Tampoco pudo asegurar su origen, hasta que dio media vuelta, casi por un presentimiento, quedando de frente al corredor por el cuál había ingresado.
Primero vio temblar las incontables llamas de las antorchas que formaban dos prolongadas hileras hasta morir en un punto blanco de luz, la luz del día. En realidad lo que temblaba específicamente eran las paredes.
Cayó polvo del techo en variados puntos y, por fin, después de aquella ceremonia, toneladas de rocas se precipitaron a lo lejos, sobre los primeros metros del túnel. Quedó quieto, inmóvil, ante la escena, de todas maneras nada podía hacer. Su rostro era de inesperada desesperación, la frente seca, la boca abierta.
Nada podía hacer.
Las piedras continuaron acomodándose unas sobre otras en forma irregular y levantando una nube grisácea de polvo que oscureció y sofocó a las antorchas mas cercanas.
Finalmente, el lugar por el cuál había ingresado, tan solo algunos minutos antes, ahora era una pila de escombros imposible de atravesar. Quizá la única salida, se había transformado en una muralla impenetrable.
- Estoy encerrado. Ahora estoy encerrado - se oía decir con temerosa frustración mientras su pálido rostro enfrentaba el callejón sin salida.
No estaba vencido, quedaban muchas cosas por hacer. Miró el espacio vacío, iluminado ahora solo por antorchas. - Debe haber otra forma de salir - aseguró sin demasiada convicción.
El interior del pasillo se encontraba en una pesimista calma. El claustrofóbico silencio era invadido por pequeños ruidos y aislados golpes de piedras contra el piso. El color del fuego de las antorchas se tornaba mas rojizo, un rojo extraño, amenazador, como parte del infierno, pintando las paredes y el espacio.
Los desplazamientos de piedras comenzaron una vez mas, esta vez se oían mas lejanos e inconstantes. Aumentaban y disminuían irregularmente plasmando una impresión de acercamiento y alejamiento discreto. Aparecieron las columnas de polvo que descendían de distintos sectores del techo.
Debía apurarse en encontrar una puerta si quería salir vivo.
Se volvió hacia la escultura del tigre, observó su rostro. Un hilo de polvo caía sobre su oreja izquierda y se desviaba hasta formar una pequeña pila de tierra a sus pies. Los ojos del tigre estaban cerrados como si hubiese cumplido su misión y ahora descansaba satisfecho.
Progresivamente, el maligno lugar se derrumbaba en una reacción en cadena. Las paredes volvieron a temblar. Tenía que escoger un pasillo: izquierda o derecha.
El símbolo que había tallado a la izquierda del tigre era un sol que representaba la vida. Un aluvión de recuerdos corrieron al encuentro con su mente, pero aún no la alcanzaban a entender quién era y que hacía en aquel lugar.
- La vida - susurró a su mente mientras avanzaba por el pasillo izquierdo. El misterioso aire lo rodeaba e impregnaba todo aquel lugar lleno de irrealidad.
Las antorchas iluminaban el camino, las paredes y todas las incomprensibles inscripciones escritas sobre estas. Eran figuras y dibujos sin sentido; animales, soldados, pirámides, el cielo, el desierto. Todas en un plano, sin líneas de profundidad, como si fuesen falsas, como si las hubiesen mezclado para ocultar su significado, tal vez un mensaje, algo que debía descubrir.
Llegó hasta una angosta escalera que ascendía de manera recta. Subió mucho.
Imágenes y recuerdos sin sentidos lograban hacerse de formas lógicas. Se trataba de lo que estaba viviendo, un deja-vu que crecía. Lo había vivido, pero ¿cuando?. ¿Cómo se había sumergido en aquél mundo de fantasía?, en el cuál el paisaje parecía una ilusión y los lugares eran como de mentira. No podía recordar quién era, había como una barrera, como un velo que no le permitía ver para su pasado mas allá del momento en el que estaba recostado en la arena.
El desnivel de la escalera era muy pronunciado y avanzaba con suma cautela, no solo por el peligro de caer, sino por cualquier hecho inesperado que podría sucederle. De eso, de lo inesperado, se trataba aquél mundo. Clavaba sus ojos en la superficie visible del ángulo que observaba al avanzar. Subió mucho hasta que llegó al final. Había un pequeño umbral mejor iluminado que la escalera.
Las paredes se movían cada vez mas, dando siempre la impresión de estar a punto de caer. Era cuestión de tiempo para que todo se desmoronase. Mientras tanto, el techo, a duras penas, resistía. Subió los últimos peldaños y atravesó el umbral.
Se trataba de un salón, un gran salón circular. Miró hacia arriba, el techo era una gran cúpula que alguna vez había imaginado. Miró las numerosas estatuas de gatos, panteras, leones y demás felinos que, apoyadas contra las paredes, intercalaban un toque de misterio y poder al lugar. Sobre estas colgaban recuadros de un gris amarronado en las cuáles habían inscriptas frases. Los bordes eran de capas finas de oro y con piedras brillantes. Del resto de las paredes colgaban adornos plateados y esbozados en simetría perfecta de triángulos, cuadrados y rectángulos entrelazados. En el centro de la sala, bastante ancho, se exhibía un ataúd apoyado sobre una decorada mesa, del mismo estilo que las paredes. Era negro y relucía como su lo hubieran lustrado con cera por una década. Lo envolvían encajes brillantes y brotes de oro puro como adornos. Dedujo que debían valer una fortuna, mientras los rodeaba con la mirada.
Una columna de polvo nació de una fisura que, lentamente, se dibujaba en el techo, cayendo cerca de la estatua de un león sentado sobre sus patas traseras. El piso era de rectángulos blancos y negros de mármol. La luz de una vela, en el centro de la sala, se propagaba en todas direcciones y se reflejaba en los valiosos metales.
El ataúd estaba abierto en la mitad superior, mostrando un confortable interior blanco.
Había un cáliz, también de oro, sobre el ataúd. Contenía en su interior un líquido que, a pesar de no poder ver con claridad, sabía que era rojo.
Leyó un nombre inscripto, Raham. No sabía nada ese nombre, no sabía quien era, pero intuyó que, por algún motivo, se trataba de él. En su mente podía percibir algo, sabía que Raham a lo largo de su vida había ejercido de acuerdo a sus propios intereses, sin importarle nada de las escrituras. Su pueblo, que solo conocía de la religión lo que él les había transmitido, lo consideraba el único dios supremo y se entregaban a él. Pero de todas maneras le temía a la muerte, un factor inesperado que, sin embargo y a pesar de su infinito poder, no podría eludir. Llegaba su fin, el fin de su reino, sería despojado de todo lo que poseía, perdería su trono e iría al mundo de los muertos. Y la tormenta venía a cobrar por todo lo malo que había hecho en esa vida. Había sido cruel y tirano, había expandido su imperio venciendo y destruyendo a sus enemigos, aplastando ejércitos y asesinando pueblos enteros, pero ahora era el fin. Había llegado su hora y debía enfrentarse a su peor enemigo, uno distinto, el destino de todo mortal, la muerte.
Era su pirámide, idéntica a la que había descripto. El faraón perecía allí luego de una noche de tormenta pronunciando unas últimas rimas en las que reconoce su derrota.
Todo este, el hombre que ahora estaba en él, lo sabía, aunque no entendía que tenía que ver él.
Odeklis se acercó al ataúd, se inclinó y observó su superficie. Sobre la oscura madera a los pies del lugar donde reposaría el cadáver, estaban talladas en la madera las rimas:

“ De que sirve el poder y la gloria,
si cuando llega el fin de los tiempos
ricos y pobres mueren por igual “.

Entonces, de repente, supo quién era.
El cáliz contenía una espesa sustancia, semejante al vino pero más oscura. Exactamente la que veía.
Echó un vistazo a las estatuas, los animales parecían estar furiosos, mostrando sus ardientes ojos y filosas garras. Pero él ya lo sabía, lo sabía todo, porque había sido el que había creado todo ese mundo, y lo había hecho con palabras. Al igual que las paredes, el salón, la pirámide, todo era su creación. El era el dios de esas tierras, el verdadero ser supremo. Y ahora estaba extrañamente involucrado en su mundo. El faraón ya no estaba, él sí, y por alguna razón el templo se desmoronaba y estaba atrapado en su mundo, en el cuerpo de un hombre y en esa pirámide.
Tomó con ambas manos la copa dorada y la elevó hasta la altura de su garganta. Ni siquiera estaba seguro del porque lo hacía. Miró el líquido y lo acercó a sus labios. Entonces se detuvo. Volvió a observar, pero esta vez no miró nada en especial, solo el ambiente. Un ambiente estancado, sin vida, ni frío ni cálido, detenido, sin movimiento vivo, sin pasado, sin presente, sin futuro. No existía el tiempo, solo un mero y enredado espacio.
Demasiado estable, demasiado irreal. La copa se resbaló intencionalmente de las manos. Cayó lentamente hasta golpear el suelo con un sonido seco y apagado. El líquido se derramó en todas direcciones formando caminos rodeados de pequeñas gotas rojas. Desembocaban en el cáliz que al rebotar se había alejado de sus pies.
Estaba en un lugar creado por su mente, relatado por su alma sobrenatural, pero lo que sucedía no era su creación, era obra de otro ser, parte de otra historia, una historia que, en ese tiempo y en ese espacio, él protagonizaba.
Según los Tirubios, el vino rojo servía para vivir y creer, y como estaba por morir debía beberlo para redimirse, pero como él era un dios, si lo bebía quedaría como humano para siempre y la tormenta se lo llevaría. Pero, en cambio, si bebía el vino del otro lado, el de la muerte, como era un dios, volvería al cielo de los dioses y Raham sería el que arrastraría al infierno el viento.
Sabía que por el otro pasillo encontaría la misma escalera y el mismo salón, o uno exactamente igual. Sabía que en él habría también una copa de vino, pero que este era el que se utilizaba en los sacrificios, en realidad sería veneno para un mortal, vida para un dios. Debía tomar el veneno y sacrificarse en nombre del dios, en nombre de él mismo, para volver a ser Odeklis, el dios de las arenes.
La situación empeoraba, las paredes cada vez temblaban mas y comenzaban a desmoronarse pequeños trozos de techo acompañando al polvo que, como una lluvia otoñal, caía cada vez en mayor cantidad.
- Un sueño. No hay tiempos ni espacios reales, no hay vida en los objetos, solo hechos, solo hechos -. Volcó la cabeza hacia la pequeña puerta y la analizó ciegamente. - La tormenta de arena, las nubes, la pirámide, nada es real. Es mi creación, es la esencia de los sueños. El personaje, el ambicioso y temerario faraón, le teme a la muerte, no quiere morir y va a hacer todo lo posible para continuar con vida. Le otorgue sus poderes y los esta utilizando para reemplazarlo en su lecho de muerte. Intenta situarme en su lugar al momento de padecer, de forma tal que muera yo como hombre y el se convierta en dios -.
- La muerte, la muerte no existe para el que sueña -. Deducía todo aquello que se había propuesto el emperador de aquel pueblo y protagonista original del Tirubio que, mucho tiempo atrás, había escrito.
Pequeños trozos de piedra golpearon sus hombros, luego cayó una cantidad suficiente de polvo como para blanquear su pelo.
Tenía las respuestas, no reaccionaba pero podía palpar la libertad si lograba alcanzar el objetivo a tiempo.
El verdadero faraón, pronto estaría en alguna dimensión perdida disfrutando su triunfo sobre la muerte y su nueva vida en el lugar de su creador. Pero aún no lo había logrado, antes debía morir el dios en su lugar, bebiendo el vino de la vida en su cripta o aplastado por la caída del templo.
Mientras tanto, el Odeklis corrió a la pequeña puerta del salón y se introdujo en la escalera recta y profunda por la que había entrado. En cada escalón sentía como todo a sus espaldas se hundía.
El templo se estaba derrumbando, las paredes se rajaban, los techos caían. Era la tormenta, que desde afuera venía por un alma, la que encontrase dentro de aquella pirámide, esa sería la que debía llevarse a las tierras del dolor eterno, esa sería el alma que desobedeció las escrituras, y no importaba quién fuese, solo que fuese un alma.
Corría sin mirar atrás, llegó a la base de la escalera y sin detenerse dobló por el pasillo en dirección opuesta.
A su paso observaba las paredes. Los símbolos pintados sobre esta, ahora tenían sentido, sin haber variado en lo mas mínimo, se habían transformado en frases comprensibles. Eran frases de sus Tirubios, partes aisladas, relatos y descripciones del desierto, del mundo y de toda su creación e historia. Sintió alegría de poder reconocerlas puesto a que era un indicio de que iba por buen camino. En los sueños no se comprenden los números ni las letras, no existen palabras leíbles. Al darse vuelta un instante para mirar las paredes derrumbarse a su paso notó que sobre ellas veía nuevamente los símbolos sin sentido. Cuando volvió la vista al frente las frases claras reaparecieron. Fue otro indicio de que estaba haciendo lo correcto.
Pasó frente a la figura del tigre, ahora reposaba en un turbio descanso. El brillo de las piedras que ocultaban sus ojos parecían atravesar sus párpados. Aquel tigre fue el que desencadenó la secuencia de autodestrucción. Parte esencial del plan para obligar al dios a decidir con rapidez y torpeza el camino equivocado. Pero ya lo había descubierto, porque solo era un sueño, un sueño con una peligrosa porción de realidad. Lo había descubierto antes de lo previsto, solo deseaba que no fuese demasiado tarde.
Vio los dibujos que había reconocido antes, el sol de la vida y el de la muerte. Aquellos habían sido ubicados con el propósito de confundirlo y, de hecho, fueron la razón que consideró al elegir que rumbo debía tomar para hallar la salida. Era una trampa, el camino de la vida era el de la muerte, él lo había preparado así.
La muerte de un sueño es solo despertarse y volver al mundo de la realidad, pero morir como parte de un sueño es simplemente la muerte. Se trataba de un truco inteligente. La trampa perfecta para matar a un dios, a su creador y tomar su lugar en una próspera y larga vida nueva.
Luego de recorrer prácticamente la misma distancia desde el tigre hasta la escalera opuesta se topó con una nueva escalera similar a la anterior. Era larga, recta y se elevaba en forma pronunciada, como la anterior. Al verla se sintió, por alguna razón, mas seguro de sí mismo. Debía frustrar la trampa de Raham. Su fracaso era cuestión de saber que todo era nada mas que un sueño, un extraño y maligno sueño. La manera de escapar de un sueño es despertando y para ello es necesario una situación límite. Enfrentarse a una muerte segura. Eligiendo el camino de la vida se habría dormido, permaneciendo, entonces, en aquél sueño por toda la eternidad, y allí moriría. Sería un dios, un dios vulnerable a la muerte. Exactamente como en su creación.
Ahora subía, subía por la escalera con todas sus fuerzas, porque era el camino correcto y lo sabía.
Vio luz. Entró a un nuevo recinto. Se trataba de un salón similar al que había conocido del lado opuesto, así debía ser. La pequeña e insignificante diferencia resultaba ser que aquél lugar era una verdadera tumba, pensada para el descanso eterno, en lo que se refería a los seres de aquél mundo.
Su creación. Así se pasa a la otra vida, al otro nivel al que todos, sin discriminación de mundos, nos dirigimos.
En lo que se refería a su persona, solo despertaría de una peligrosa pesadilla, de un hechizo que había hecho que olvidase por unas horas que él era Odeklis un dios de las arenas, y lo había puesto en el lugar de un hombre que no era, justo en el momento de su muerte.
Se acercó al ataúd y tomó la copa que también, de viejo metal dorado, reposaba sobre el féretro. Contenía un brebaje blanco. La acercó a su boca y bebió sin detenerse.
Era un veneno poderoso, fue un suicidio dentro de las fronteras que limitaban la realidad de un sueño.
El tigre era de piedra, pero sabía muy bien que hacer. Raham ordena y sus súbditos se arrodillan, porque así se les responde a los dioses. De rodillas a sus pies. Pero solo hasta la hora de su muerte, luego, todo sería un rito y nada más.
- Soy un dios, ¿ porque debo morir?, ¿porque no puedo seguir, seguir viviendo por la eternidad? - se oyó en el templo, aunque la voz provenía de afuera, muy lejos.
Mientras tanto un dios mortal y de carne encontraba la puerta de salida.
El templo se transformó en un borroso recuerdo gris. La copa simplemente se deslizó de entre sus débiles dedos y cayó vacía sobre una superficie inestable. A cada momento recordaba frases de su religión, frases que después de mucho tiempo había vuelto a leer sobre unas paredes, unas paredes que eran parte de su historia. Un mismo pero distinto templo.
Raham vió todo lo que fue su vida: arder civilizaciones. Oír crujir las botas de los soldados cruzando ríos y montañas. Ver el brillo de sus lanzas atravesando los cuerpos del enemigo. Palpar el sudor de los caballos cabalgando sobre senderos de sangre.
En el templo se fundaba una ciudad de mentiras y hechizos, - es que el poder lo puede todo - había pensado el que había sido rey.
Las paredes perdían estabilidad, se tambaleaban y comenzaban a derrumbarse. Los bloques caían y se destrozaban contra el piso.
Afuera. Lejos, muy lejos y en soledad, bajo los misterios que ocultan la luna y las estrellas de un universo producto del imperio de los dioses, un alma derramaba, por primera vez en su existencia, tristes lágrimas, porque sabía que pronto estaría allí, en ese salón, el salón para los emperadores muertos. El ser presentía su inevitable final. Sus ojos se tiñeron de plateado cuando miraba el cielo nocturno y se volvía a preguntar: - ¿Por que debo morir?. Soy un dios, ¿porque no puedo vivir eternamente? -. Pero sus palabras se apagaban con la soledad. No era un dios, porque todos los hombres pueden serlo, pero cuando la vida se termina llega el tiempo en el que solo se es un esclavo, un esclavo mas al poder de la muerte.
Antes de que desapareciera su alma tuvo un momento y miro el ataúd. Los dioses lo crean todo, el mundo, la vida y las reglas, pero los hombres viven sus vidas y eligen los caminos. Así nació Raham y escribió su vida. Así nació todo lo que existía a su alrededor, sus privilegios y poderes, ahora se desmoronaban.
Fue como un relámpago que atravesó la turbulencia de un cielo perturbado por una difusa existencia. Y volvió ese brillo, avanzando entre las nubes hasta un cuerpo que yacía en las ruinas de una pirámide, el cuerpo que había tomado un dios.
El techo se había fragmentado y estaba a punto de caer. La luz era fuerte, mas fuerte que cualquier energía y devoró el tenue poder de las antorchas. Penetró en el templo derritiendo la superficie de las gruesas paredes de piedra a su paso.
El cuerpo dormido se volvió una luz. Un brillo de colores indescriptibles creció desde su interior y fue intensificándose hasta un nivel extraordinario. El rayo golpeó su piel haciéndola temblar. Luego desapareció bajo la luz. El techo y toda la inmensa estructura finalmente cayeron.
Todo se fue destruyendo, pero los escombros que se derrumbaron sobre el luminoso cuerpo se volatilizaron partícula por partícula antes de llegar a este. Mientras tanto, el brillo se acumulaba mas y más, como si estuviese tomando impulso.
Siguió creciendo y ocupando el lugar de piedras y paredes que aún caían, como una nova estallando. Tomó variadas formas hasta quedar con el de otro cuerpo, uno más pequeño y atestado de arrugas sobre una piel despareja, sin color. Y la tormenta tomaría ese cuerpo, esa alma, para llevársela consigo, para llevarla al sufrimiento eterno, a la venganza de todos los muertos por la ambición de poder.
Hubo un estruendo, como el de una estrella explotando en y el brillo despegó en un flujo de corriente luminosa.
Antes de irse, en una de las paredes del salón dejó grabada en la piedra una frase, que quedó escondida detrás del polvo luego del derrumbe de toda la estructura. Mas adelante, quizá, otros hombres que buscasen entre las ruinas de aquel imperio algún indicio del pasado, la leerían.

“Los escritores de todos los tiempos son los dueños de los mundos que crean y los dioses de sus personajes. Los dioses son escritores”.

La luz fue expulsada y un rayo partió zigzagueando hasta un horizonte lejano. El último cambio de rumbo eligió el centro del cielo para desvanecerse hacia la nada, para transportarse a otro universo, otra dimensión, creada por el verdadero dios de esos hombres. Un instante mas tarde ya no quedaba mas que un insignificante haz luminoso en el cielo y fue disipándose hasta desaparecer.
Y eso fue todo.

LA LEYENDA DE SIMON

Narciso venía a todo trote por el camino del pueblo, subiendo la loma, transpirando su cuello y espalda por el esfuerzo. Pasó por su propia vivienda, una pequeña cabaña dispuesta al frente de una finca que se extendía hasta el monte. Sin embargo, ante la mirada confusa de su esposa, que reposaba sobre un banco en el portal, siguió su rumbo derecho, siguiendo la pendiente hasta llegar arriba y luego desaparecer por el otro lado. Era un hombre mas bien pesado, de cabeza redondeada y poco cuello. De piel rojiza, por su estadía frente a los embates del sol diariamente, y grandes ojos marrones.
Continuó su camino hasta llegar las tierras de Simón, su vecino. Una vez allí detuvo su marcha, como disimulando el apuro, y camino por un sendero de piedras hasta la casa de su amigo.
La puerta estaba abierta, aunque Narciso bien sospechó que su vecino estaría al fondo, cerca de los nogales, por lo que no entró a la casa sino que directamente se dirigió hacia la finca. Atravesó los árboles frutales y, por el fondo, sentado debajo de un árbol, descansando del agobiante sol de la media mañana, encontro a Simón.
Había estado toda la mañana cosechando los frutos de sus tierras hasta que, cansado y acalorado por el sol, se había tomado un pequeño respiro para, luego, continuar trepando a los árboles, uno a uno, tomar cada fruto maduro y colocarlo dentro de unas canastas que, cada vez que se llenaban, eran transportadas al galpón para protegerlas del calor y las moscas.
Simón era un campesino sencillo, algo bruto y desconfiado quizá. Nacido apenas cuando comenzaba el tiempo en los campos cercanos al pueblo de Cirene. Descendiente de una familia dedicada siempre a la agricultura, él también había vivido sus años de la tierra. Conocía el terreno y había aprendido todo lo que se debe saber acerca del campo por boca de su padre.
Su padre había muerto solo unos años atrás, llegando a una edad muy avanzada para la época. Era un hombre testarudo pero trabajador, había casi construido con sus propias manos todo lo que había en aquellos campos. Simón lo había admirado siempre, y, a diferencia de sus hermanos, los cuáles tomaron diferentes rumbos al crecer y se alejaron de su hogar, él había permanecido fiel a los consejos de su padre y ahora era el único dueño de toda su herencia.
Estaba solo, le gustaba trabajar, siempre que podía, en soledad. Solo en la época mas fuerte de cosechas debía acudir a la ayuda de otros hombres que apurasen la recolección de sus frutos antes que estos se echaran a perder.
Desde muy joven, como se acostumbrada por esos años, se había casado con una, muy hermosa, mujer del pueblo, de nombre Careninna. Una alta niña de pelo oscuro, de mirada profunda, ojos negros y piel morena. Era quizás una de las mujeres mas bellas del lugar.
Interiormente sentía que la hermosa joven era mas de lo que creía merecer, y, para él, mas que una bendición era un problema, sobre todo en aquellos tiempos donde no siempre había ley. Era una persona celosa y siempre desconfiada con la gente que se acercaba a su mujer. Podía llegar a ponerse inclusive violento en ciertas ocasiones, aunque en el fondo era una buena persona.
Careninna provenía de una familia de comerciantes. Su madre había muerto cuando era todavía una niña por lo que se había criado rodeada de hombres; su padre y sus dos hermanos. Antes de conocer a Simón, cuando su hermano menor tenía nueve años, la misma enfermedad que mató a su madre acabó también con su vida. Unos años mas tarde su hermano mayor se unió a la legión y partió con el ejercito a combatir a lugares lejanos y desconocidos para ella. Prometió que volvería en tan solo unos meses, pero nunca regresó, y nunca supo mas de él. Su padre aún vivía, habitaba una pequeña casa en el pueblo. Ella solía visitarlo lo mas seguido posible, sobretodo porque los últimos años no se encontraba demasiado bien de salud y, aunque lo negaba rotundamente, requería muchas veces de ayuda. Careninna era una buena hija y siempre había hecho todo lo posible para realizar todas las tareas del hogar. Siendo la única mujer, al principio le había resultado muy duro ocuparse de tres hombre, pero con el tiempo logró adaptarse y ser una gran ama de casa. Por ello, ayudar a su padre no era demasiado sacrificio para ella.
En los últimos tiempos su salud estaba empeorando, por lo que sentía y debía pasar mas tiempo a su lado, cuidándolo.
Simón, a pesar del amor siempre correspondido de Carnina y de los dos hijos que había engendrado, mantenía siempre un ojo alerta a los movimientos de la muchacha, mostrándose muchas veces en extremo desconfiado y temiendo de la gente que la rodeaba.
El primer hijo había nacido apenas se casaron, su nombre era Rufo y ahora tenía cuatro años. Tenía la misma mirada que el padre, aunque sus ojos eran de distinto color. El segundo hijo lo llamaron Alejandro y apenas tenía un año. Ambos estaban durmiendo cuando llegó Narciso.
Durante los últimos tres años, el cultivo de los campos de Simón habían rendido notablemente bien. Las cosechas eran abundantes, el tiempo y las lluvias ayudaban, la tierra era buena, no había demasiadas plagas. La temporada que se avecinaba era aún mejor que las anteriores. Además, otros campos, mas allá de los montes, habían sufrido granizos que destruyeron gran parte de sus cosechas, por lo que el valor de lo que tenía sería mejor todavía. Realmente Dios lo estaba ayudando como a nadie, le había dado todo para que sea feliz.
Debido a la cantidad de frutos y granos que debían vender, y también por el estado del padre de Carnina, decidieron comprar un galpón en las cercanías del pueblo, donde almacenar la cosecha cercana al mercado. El depósito era una enorme carpa, y una pequeña vivienda a un lado donde cabía espacio para un par de habitaciones y un lugar para cocinar. El hogar era rústico, pero el fin era comerciar los productos de su campo. Por lo general, en la época de cosecha, Carnina permanecía en el pueblo, cercana a su padre y, por otro lado, ayudando en las ventas mientras Simón se ocupaba de cosechar y traer los bienes.
El día era soleado, soplaba una brisa refrescante. Las cosas realmente marchaban bien, y todo eso era lo que estaba pensando Simón cuando llegó su vecino a interrumpir su paz.
El hombre se detuvo se repente, como arrepintiéndose de que haber ido hasta aquel lugar, pero ya era tarde, Simón se despertó con sus fuertes pisadas sobre la tierra y lo miró. Notó su traspiración y dedujo con certeza de que había estado corriendo, cosa que le llamó aún mas la atención, conociéndolo.
- Buenos días - expreso Simón mientras se ponía de pie y se acercaba para estrechar la mano de su inesperado huésped.
- Buenos días - respondió entre bocanadas de aires de respiración aún agitada.
Le pregunto enseguida que era lo que lo perturbaba como para traerlo tan velozmente. Su vecino vacilo unos momentos antes de responder.
- Me cuesta traer las malas noticias - comenzó notando como el rostro de su amigo se tornaba en preocupación.
De inmediato Simón pregunto si algo malo había sucedido.
Enseguida Narciso tranquilizó a su par, diciéndole que no era algo de gravedad, pero si que necesitase saber.
Simón pidió entonces que hable y le diga lo que debiese decir sin vueltas.
Entonces Narciso comenzó: - uno tiene ojos para usarlos, pero a veces el destino nos elige para usarlos él, y nos convierte en portadores, haciéndonos ver lo que preferiríamos haber no visto - introdujo como si ya hubiese estado ensayando el comienzo del diálogo y solo repetía su papel. - Pues lo que yo vi esta mañana preferiría, por mi vida, haber sido ciego para no haberlo visto -. Volvió a tomar una bocanada de aire fresco de campo y hierbas secas mientras se cumplía el espacio de tiempo que, intencionalmente, había buscado.
- ¿Que es lo que pasó?, por favor - insistió Simón apurándolo.
Su vecino agacho un poco la cabeza como en señal de duelo. - Vi a un soldado entrar a tu casa de la mano con tu esposa - concluyó, aún mirando hacia el piso pero sin perder, de reojo, la reacción de Simón.
Simón quedó sorprendido por la noticia, frunció el ceño y su rostro se mostró horrorizado. - No es posible - respondió a su amigo y a la vez a si mismo. - Ella no pudo hacerme esto - agregó.
- Era ella, me aseguré que lo era - contestó enseguida Narciso. - Además entró a tu casa, estoy seguro de ello - afirmó.
Luego agregó, - el hombre era un joven. Caminaban de la mano y riéndose. Ella lo abrazaba y le sonreía -. Sabía que tan duras sonaban sus palabras pero sentía que era su deber contarle la verdad.
Simón entonces se entristeció, sus ojos enrojecieron, al igual que sus pómulos. Agachó la cabeza, como queriendo esconderla entre sus hombros y tragó saliva, como queriendo desatar un gran nudo que se había formado en su garganta y lo estrangulaba. Sintió que se le partía el corazon y que un frío horrible recorría su pecho y aplasta sus costillas
- No es posible - volvió a repetirse afligido y comenzando a sentirse algo furioso.
Narciso lo observaba en silencio. Pensó en sentarse ya que estaba exhausto y su cuerpo se lo solicitaba, pero prefirió permanecer inmóvil. No se sentía nada bien por haber sido el que trajera la noticia, aunque, de todas maneras no se arrepentía en absoluto. Era au amigo y debía decirle lo que había visto, por mas que le doliese, sino no se lo perdonaría nunca.
Simón, sin pensar demasiado, dejó lo que estaba haciendo tal cuál se encontraba, y corrió, celoso y confundido, a la ciudad. Al salir atropelló a uno de sus bueyes, que se encontraba pastando en el borde del camino, y cayó al suelo, pero se repuso de inmediato y continuó su marcha enfurecida hacia el pueblo.
Avanzaba aprisa por el camino a la ciudad. Bajaba la colina y se acercaba al pueblo a paso ligero y con la mirada seria y absorto en sus pensamientos. Por su mente pasaban muchas cosas; incredulidad, ira, desconcierto.
Estaba abatido, enojado. Maldijo a dios.
Llegó al pueblo. Deprisa, encamino por una calle lateral, la cuál luego de unos metros lo derivó a la calle que lo llevaría a su casa.
Pero la senda, sorpresivamente, se encontraba repleta de gente. Era una multitud reunida en torno a una doble fila de soldados. La gente ocupaba toda la extensión de una pequeña plaza, desparramados alrededor del sendero custodiado. No llegaba a ver nada ni nadie que causara el propósito de la multitud, apenas un espacio vacío, aunque tampoco podía ver demasiado desde donde se encontraba.
En realidad poco le interesaba lo que ocurría y solo quería atravesar la calle para poder llegar hasta la puerta de su casa y enfrentar a su mujer. Había muchos mas soldados de los que habitualmente recorren las calles, pero no les presto mucha atención. Avanzó unos metros con dificultad, moviendo a las personas para poder hacerse un lugar y darse paso.
A lo lejos, del otro lado de la plaza, entre algunas cabezas, podía distinguir el marco de la puerta de su hogar. Caminaba en línea hacia recta hacia su casa entre las personas. Entonces, observó como la puerta se abrió, fue un instante, clavó sus ojos, esperando ver salir a su esposa, pero, en cambio, pudo ver como emergía la figura de un hombre. Era un soldado romano, tenía un poco menos de treinta años, vestía el uniforme completo, muy prolijo. Era alto y delgado, de tez bastante morena y por la parte posterior de su casco se veía que el su pelo era oscuro.
Detrás del hombre apareció su hermosa esposa, lo abrazó con delicadeza, y luego lo dejó ir, siguiéndolo con su mirada durante unos segundos, mientras se introducía en la multitud. Después volvió a entrar, cerrando la puerta a sus espaldas.
Al ver lo sucedido, su furia desbordó. Sintiendo que ya no necesitaba mas pruebas sobre la veracidad del relato de su amigo, desenvainó su daga y clavó sus ojos en la espalda del hombre que, a lo lejos, caminaba tranquilo entre la multitud.
No le importaba intentar formularse extrañas hipótesis, todo estaba dicho. Había decidido que primero arreglaría cuentas con soldado, después volvería por su esposa.
La daga era un regalo de su padre. Siempre la llevaba consigo y la mantenía bien afilada. Sería suficiente con una apuñalada por la espalda para acabar con la vida de una persona, y eso era lo que haría.
Se apresuró para no perderlo de vista. Corría a la gente a su paso con brutalidad para estar mas cerca. Le costaba pero de a poco lo estaba alcanzando. Mientras tanto el soldado caminaba tranquilamente, demostrando que estaba lejos de imaginarse que lo seguían.
Se había acercado lo suficiente y se colocó detrás de él con silenciosa violencia. Ya estaba tan solo a metros de su víctima y dispuesto a clavarle el puñal por la espalda.
Pero, de pronto, unos soldados que surgieron de una calle lateral, abrieron una nueva vía entre la exaltada multitud. Su víctima había pasado al otro lado justo antes de la maniobra de estos soldados, por lo que la zanja abierta entre la gente se interponía entre Simón y su objetivo. Si permanecía de aquel lado el hombre se alejaría. Por ello, dispuesto a alcanzar a aquel soldado como sea, intentó cruzar el espacio abierto por los legionarios.
Se escabulló entre la fila de uniformados hasta estar en una especie de pasillo abierto intencionalmente, como un río entre la muchedumbre. Lo atravesó hasta el sector opuesto y se dispuso a pedir paso para salir entre los hombres que se habían colocado de espaldas a la gente, esforzándose por mantener el espacio.
Pero cuando creyó lograrlo, uno de los centuriones lo tomó del hombro, deteniéndolo de inmediato. Guardó enseguida la daga, que todavía con su puño apretaba con odio.
Dio media vuelta para ver el rostro alargado y serio del corpulento centurión que lo había parado.
A su lado había un hombre caído. Estaba dolorido y lastimado. Se veía pálido y la sangre y el sudor le caían como pequeños ríos por la frente desviándose entre las cejas y la sien. Tenía heridas en la cabeza y eran profundas, aunque su expresión insinuaba que su verdadero dolor no partía de su estado físico sino de su alma.
Era un individuo delgado, de pelo largo, lacio. Su rostro era angosto y tenía bastante barba. Su cuerpo estaba golpeado, se encontraba casi sin fuerzas. Sus piernas temblaban débiles al tiempo que intentaba recuperarse y ponerse de pie. Casi había logrado pararse con dificultad, pero enseguida volvió a derrumbarse.
El centurión lo había tomado a Simón del hombro mientras de reojo observaba al hombre tendido en la calle. Simón lo miró solo por un segundo, aunque pareció un momento eterno, el tiempo se detuvo por ese instante.
Fue suficiente.
Entonces, su mente percibió una voz. Era una voz pura, distinta, extraordinariamente tranquila y llena de paz. El hombre, desde el piso, ensangrentado, aún mirándolo a los ojos y sin mover los labios, le estaba hablando. El gentío ni siquiera lo notaba, como tampoco nadie habían notado la furia de Simón. Solo él oía esa extraña voz. Eran esos ojos, que se clavaban en su mente, en su alma, y la atravesaba como una flecha.
- La ira es parte del mal de los hombres. El pecado no esta en ella sino en sus consecuencias - esos ojos le decían. Quedó inmóvil, sin llegar a comprender que era lo que ocurría - no dejes que te conduzcan, es necesario apartarla de tu sendero, quien no se aleje de su camino conocerá la desgracia - continuaba oyendo. Las palabras sonaban clara y profundamente en su interior. Eran suaves y repletas de pureza.
Simón quedó perplejo. El hombre, había logrado ponerse de pie, luego escucho que, al mirarlo a los ojos, la voz que hablaba dentro de su mente le proponía - Ven, acompáñame en mi camino -. Todo había ocurrido demasiado rápido, apenas en unos segundos, los cuáles parecieron una eternidad. Apenas terminadas las palabras y antes de que Simón pudiese decir o pensar algo el centurión que lo había detenido, el cuál aún lo mantenía agarrado del hombre, le ordenó con desprecio que tomara la madera, la cargase y los siguiera con ella. Simón debió resignarse y obedecer.
Se trataba de un largo y pesado poste, medía varios metros y era ancho. Era de madera vieja y bastante húmeda. Tomó el madero, debió rodearlo con ambos brazos para levantarlo y colocarlo sobre uno de sus hombros. Luego comenzó a arrastrarlo con dificultad, frente a la mirada de un público cruel que se burlaba, riendo y gesticulando, de su castigo.
Al seguirlos descubrió que esa multitud se reunía allí por ese extraño hombre que le estaba hablado sin mover los labios. Era un prisionero condenado a muerte, ellos estaban allí para verlo padecer, sufrir y morir. Se preguntó que pudo haber hecho una persona tan tranquila, que daba la impresión de ser tan pacífica, tan llena de pureza. No tenía aspecto de asesino, ni ladrón, ni nada que se le parezca, no había agresión en sus gestos ni en sus movimientos. Su andar era suave, moderado. Y su mirada, su mirada era algo increíble. Simón sitió que la gente estaba cometiendo un gran error. No sabía quién era pero sabía que ese ser, maltratado, de piel quebrada por el sol y los golpes, era especial, tenía algo distinto, era diferente al resto de los hombres, no era un reo común.
- No intervengas - aconsejaron los ojos del prisionero - no digas nada. Ellos van a hacer lo que deban - explicó clavándole la mirada, - de todas formas nadie va a creerte, de hecho, no me creen a mí. Además, no es necesario que te arriesgues por mí, todavía queda mucha vida en tu alma, queda en tus manos una esposa que proteger y dos hijos que educar. Hay muchos años delante de tu camino, en cambio mi camino se acaba alla en la cima - dijo mirando hacia arriba, donde se veía, a lo lejos, un monte bajo, sin árboles. Probablemente el destino de ese hombre. Simón, abismado, lo escuchaba en silencio mientras avanzaba a su lado.
Subieron juntos la colina. Recorrieron la calle principal hasta su fin, allí comenzaba un camino polvoriento que subía la pendiente entre curvas y desviaciones hasta llegar a la cima. En todo momento la muchedumbre reunida les gritaba a su paso. Algunos intentaban agredir al prisionero, golpeándolo con bastones o arrojándole piedras. La gente, en su mayoría, ni siquiera sabía de quién se trataba, pero era una manera de descargar su ira, o simplemente de sentirse bien haciéndole daño a alguien que, de todas formas, iba a morir.
Durante todo el camino ellos, o mejor dicho, él y los ojos del prisionero, continuaron la conversación. - ¿Porque te van a matar, que fue lo que hiciste? - preguntó Simón.
- Voy a morir porque es mi destino, pues fui condenado por los hombres para salvarlos en el nombre de mi padre- respondió penetrándolo con la mirada. De inmediato cayó al piso una vez más. Era la segunda vez que Simón lo veía en el piso, contando la primera vez que lo había visto. En total fueron tres las caídas. Tenía la garganta seca y la lengua y los labios hinchados por la sed, sin embargo, resistía, como esperando una mano salvadora, una señal.
Simón admiraba como ese ser, que estaba caminando hacia una muerte horrible, podía darse el tiempo y la tranquilidad para hablar con él, para brindarle paz, olvidando por completo a la gente que lo rodeaba, gritándole y golpeándolo. En realidad sabía que también pensaba en la gente, mientras hablaba con él los observaba, uno a uno, a los ojos. Se preguntó si estaría comunicándose con algunas personas mas al mismo tiempo. Cada vez que clavaba la mirada en alguien parecía decirle muchas cosas juntas. Entonces percibió como un hombre alto, de aspecto humilde, que acababa de arrojarle una piedra, recibía sus palabras a través de esos ojos tan sencillamente puros, luego vio que el hombre bajaba los brazos, daba media vuelta y se retiraba caminando lento, como meditando sobre su vida, entre la gente. Lo mismo se repitió en otra ocasión, cuando un anciano de barba, vestido con largas ropas blancas, se acercó para golpearlo con una rama seca de un arbusto, pero, luego de pegarle con fuerza en las costillas, quedó inmóvil, recibiendo una mirada profunda del prisionero, mientras la gente seguía al reo, que continuaba su camino. Simón pudo ver como el anciano quedaba atrás y se echaba a llorar. Su llanto, sin embargo, no era de tristeza, sino de emoción, como si algo, dentro de él, habría cambiado. Y, a pesar de todo ello, el hombre hablaba con Simón como si este fuera la única persona de la tierra, como si estuviesen solos, tranquilos, conversando a la sombra de un árbol.
El grueso de la multitud no percibía nada, solo gritaban eufóricos, burlándose de aquella víctima, festejando cada vez que se derrumbaba, disfrutando la diversión de la sangre que se derramaría.
- ¿Por que ibas a matar a ese hombre? - le preguntó sorpresivamente el condenado.
Simón se sobresaltó por la pregunta y tardó en reaccionar. Luego le respondió, - ese hombre estuvo en mi casa, con mi esposa. Yo lo vi salir de mi puerta. Antes de irse abrazó a mi esposa - le confesó ante la mirada confusa de los pocos que notaron que estaba hablando. Agregó a continuación, - si no hubiera sido por la culpa de ese centurión, es decir, por tu culpa, lo hubiese alcanzado y ya lo hubiese liquidado. Ahora no se como voy a volver a encontrarlo - se quejó - pero juro que lo voy a buscar y encontrar, donde sea, y me voy a vengar - enunció mientras reacomodaba el pesado madero en su hombro.
- Fui enviado y viaje a estas tierras para enseñar un camino diferente, un camino de amor, la venganza, junto a la maldad, son la perdición del hombre, por eso debí detenerte - explicó.
- Yo solo quiero hacer lo que siento - se defendió Simón. En realidad se preguntaba interiormente como fue que aquel hombre supo lo que iba a hacer cuando lo detuvo, también se volvió a preguntar quién era ese extraño sujeto y porque lo matarían. Pero guardo las preguntas en su interior, sabiendo que probablemente su interlocutor ya había leído su mente y ya las conocía.
- No creo que sea lo que realmente solucione tus problemas - respondió el prisionero. Luego, sin mas fuerzas, cayó por tercera vez. Simón admiró como lucho hasta lograr ponerse nuevamente de pie y continuar su martirio.
El hombre, a continuación le dijo, - deja que mi paz entre a tu hogar, déjala entrar a tu corazón y llévala a todos los hogares. Esto es todo lo que puedo darte, lo que puedes saber de mí -.
Elevó la mirada al cielo, como buscando refugio y amparo en el infinito, y luego sentenció: - puedes ir en paz -. Enseguida, un soldado, que notó que Simón ya estaba exhausto, se acercó a él y con voz áspera le dijo que ya podía irse.
Simón recostó la madera, y lo miró por última vez a los ojos. Sintió pena y volvió a oír las palabras que le decían que vaya en paz. Dio media vuelta y bajó la colina, alejándose de la muchedumbre. No tenía intenciones de ver la muerte de aquel hombre.
Se sentía mareado por la conversación. Caminó pensativo volviendo a su hogar, casi había olvidado su furia y la escena del hombre que salía de su puerta. Pensaba en que sería de aquel individuo y en lo extraño y sorprendente del hecho que había vivido.
Criticó a la humanidad, se preguntó como los hombres podían cometer errores tan graves. Se preguntó si existiría algún ser superior, algún dios para corregir esos errores, para enseñarles a los hombres, para guiarlos y que hagan las cosas bien, que no desperdicien la oportunidad de vivir.
Llegó a su casa. Abrió la puerta y, al ver a su mujer acercarse, recordó todo, el hombre que había salido de hogar, la humillación y la tristeza que había sentido al verlos abrazados, la traición de la mujer que amaba, llegó a pensar por un instante en su daga, guardada en su funda, agarrada de su cinto, pero ella no le dio tiempo a decir ni a hacer nada ya que lo interrumpió con sus palabras apenas lo vio entrar.
- ¿Recuerdas a mi hermano? - le gritó alegremente, - ese del que he hablado tanto, el que se había enrolado en la legión romana y lo creía muerto en batalla, pues esta vivo y hoy a regresado al pueblo como escolta de un condenado a muerte. ¡Que feliz me siento!- exclamó exaltada abrazándolo con fuerza.
Mientras tanto, Simón, algo mareado, como perdiendo el equilibrio, se sentaba abatido y aterrado de él mismo, aterrado de su persona, de lo que podía haber hecho, de lo que hubiese sido capaz de hacer, y recordando en todo momento esos tranquilizadores ojos que se lo impidieron, que le dieron la oportunidad de darse cuenta, de darse cuenta y cambiar.

San Marcos, 14- 15. La Crucifixión.

“...y requisaron a un transeúnte, un cierto Simón de Cirene, que venía del campo, el padre de Alejandro y de Rufo, para que tomara la cruz... ”.

San Mateo, 27- 32. La Crucifixión.

“...Al salir encontraron a un hombre de Cirene, de nombre Simón, al cual requirieron para que llevase la cruz...”.

San Lucas, 23- 26. Camino del Gólgota.

“...Cuando lo llevaban, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que venía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevara en pos de Jesús...”.

LA LEYENDA DEL MUERTO

Elar era su nombre, o así lo llamaban. Su apellido no tiene importancia a estos fines. Era, simplemente, un hombre mas, de cualquier tiempo, de cualquier lugar, con algún nombre.
Había nacido en la ciudad de Mahajvir, cerca de las frías aguas del mar de Quralia, en tiempos, también, sin carencia de importancia. Era de una familia numerosa, como lo son las familias Judías. Los rasgos sutiles de su nariz y frente fueron dados por su padre, aunque dichas características no habían sido sino una profesa herencia de muchas generaciones.
Desde sus primeros años de razón aprendió las características y estructuras del Judaísmo, las cuales eran bien enseñadas por sus padres y parientes. Vivió por esas tierras su juventud. El número de Judíos era pequeño, apenas unos colonos unidos en búsqueda de mejor suerte.
Elar bien sabía que era su fin. Solo aguardaba con la mayor calma posible, con algo de molestias y dolores en el pecho y serias dificultades respiratorias. Palpitaba el cansancio de su órgano vital, el corazón latía cada vez con menos entusiasmo, como un río de montaña en tiempos de sequía. Lentamente se apagaba, como un fuego sin mas madera, enfrentado al viento y al frío de la noche.
Curiosamente, no sentía ese temor, que durante toda la vida lo había acompañado, sobre el final de la vida. Siempre, y a pesar de todas sus creencias religiosas, creyó que sería un momento difícil, donde sentiría miedo y abandono. Nadie puede acompañarte, nadie puede sentir lo mismo, nadie puede realmente decir que va a estar a tu lado, es la soledad total, única. Por eso creyó que sufriría mas que el dolor mismo de su cuerpo.
Pero no. Se encontraba tranquilo y seguro de sí mismo, quizá por fin había hallado esa fe profunda y absoluta que durante tantos años había buscado en tantas religiones, quizá ahora conocía esa verdad tan difícil de hallar en un mundo de guerras, maldad y violencia.
Percibía, desde su lecho de reposo, pasar su vida. Recordando los momentos felices que dios le había regalado.
Siempre había sido un buen hombre, agradecido y bondadoso. Había ayudado a mucha gente y disfrutaba haciendo el bien y siendo generoso con sus prójimos. Incluso en tiempos difíciles, de guerra y dolor, siempre había puesto el hombro para ayudar a los necesitados y brindar su afecto a todos. Creía en la fe y en las buenas obras.
Como judío era creyente, pero no se compenetró demasiado con las tradiciones, solo rezaba a Jehová y agradecía, día a día, todas las cosas que este le brindaba. Había seguido, de niño, al pie de la letra las escrituras. Era una persona muy creyente.
Miraba el techo, era de maderas sólidas, había algunas manchas de humedad esparcidas por los rincones, parecían como islas en un mar al crepúsculo, era lo único que tenía para ver mientras aguardaba a los espíritus del mas allá. Estaba algo oscuro, entre la penumbra del atardecer sentía que podía ver imágenes. Entre las sombras de las cortinas que danzaban al compás de la brisa que se filtraba por la ventana de madera entreabierta, creía poder dibujar figuras, cuerpos, personas y objetos. Se preguntó si vería ángeles alados, blancos o fantasmas, quizá una luz y un sendero, o tal vez oiría una dulce voz.
No había nadie cerca, estaba dejando el mundo solo, sin tristeza ni alegría. En realidad se sentía mejor así, sin nadie que llorase por él y lo hiciera sentir mal en sus últimos momentos, como culpable por abandonarlo. No era una decisión suya, pero de todas maneras el que llorase lo haría por él.
Cuando cumplió diecisiete años un trágico accidente causo la muerte de sus padres. Su padre fue aplastado por una viga que se desprendió mientras intentaba apagar un fuego que se había iniciado en el granero de su campo. Su madre intentó rescatarlo pero no lo logró y padeció asfixiada entre las llamas.
Fue un hecho horrible que lo marcó por el resto de su vida. Interiormente, siempre se lamentó por no haber podido intervenir. El estaba en la casa y permaneció allí todo el tiempo. Estaba durmiendo y no oyó los gritos de su madre. Se despertó luego con el tenebroso sonido del fuego ardiendo, quemando la madera y a sus padres, ya era tarde para cualquier rescate, los cuerpos de sus padres yacían calcinados bajo los humeantes escombros.
Después de la muerte de sus padres, sintiendo que aquellas tierras, solo le recordarían por siempre a sus seres queridos y lo torturarían con una sensación de culpa intolerable, decidió vender todo y partir hacia otras regiones. Dejó atrás todo lo que tenía, el campo que sus ancestros habían habitado generación tras generación, y partió al norte, en busca de otros aires.
Vivió muchas aventuras, visitó lugares lejanos y perdidos en el mundo. Conoció otras civilizaciones, aprendió otros idiomas, recorrió grandes desiertos, extensas praderas fértiles y altas montañas nevadas.
Luego de dos años de viajar, finalmente se detuvo, casi por accidente, en un Monasterio Franciscano. En realidad, Elar caminaba por un valle muy abierto y lejos de la civilización. El otoño estaba alejándose de a poco y ya asomaba la nariz el crudo invierno, cuando lo sorprendió una fuerte tormenta de nieve.
Se desespero por buscar refugio pero no había pueblos cercanos. La tormenta lo atrapó a la intemperie y sin demasiado abrigo. Camino hacia la nada. La nieve golpeaba su cuerpo. Con sus brazos intentaba cubrir su rostro. El temporal apenas le permitía avanzar. Los fuertes vientos cambiantes le hacían perder el equilibrio y caer una y otra vez al suelo. Le costaba reponerse. Apenas podía ver hacia donde se dirigía. Después de unas horas estaba exhausto, sus piernas comenzaron a debilitarse, su cuerpo temblaba mucho. Sus dedos se habían congelado, no sentía sus brazos. Ya no podía seguir adelante, y si se detenía moriría en poco tiempo. Descubrió, además, que había perdido el rastro de la huella del camino por el que andaba y en pocas horas caería la noche, no resistiría. Se estaba formando una capa de hielo en su pelo, entre sus cejas y sobre sus hombros. Comenzó a creer que era su fin. Pensó en sus padres, en su vida y en muchas cosas sin demasiada tristeza, mas bien con resignación. Entonces, entre la blancura mortal que lo rodeaba acercándolo a la muerte, vio algo diferente. Estiró el brazo y toco una superficie sólida, firme y rugosa. Al principio dudo de sus sentidos, era imposible. Pero la realidad siempre predomina, estaba frente a una pared. No tardó en encontrar la puerta y golpear con todas sus fuerzas. Esperó ancioso unos minutos y la puerta se abrió. Un hombre de mediana edad, vestido con una larga toga marrón oscura que le cubría desde la cabeza hasta los tobillos, lo miró fijamente. Increíblemente para Elar, el hombre no se mostró sorprendido al verlo, ni siquiera cambió la expresión de su rostro, apenas cerró levemente su entreseño, como preguntándose para sus adentros, quién era el viajero. Luego dio media vuelta para llamar a otros hombres a que lo ayuden. Demolido y helado, se desplomó hacia adentro. El hombre lo detuvo mientras caía con sus brazos.
Elar perdió el conocimiento.
No recordaba cuanto tiempo pasó, pero cuando despertó era una mañana nublada y fría. Estaba recostado en una cama. Se puso de pie y, desorientado, camino por la habitación. Miró a través de la única ventana y pudo comprobar como la nieve aún caía, aunque con menos fuerza.
La habitación era amplia, de paredes blancas y techo alto. No estaba casi adornada. La cama estaba en el centro, sobre la pared opuesta a la ventana. Desde la ventana podía ver un patio rodeado por paredes altas, del mismo color que la habitación. Mas allá, sobre los muros, se veía, con dificultad, el valle cubierto de nieve y las nubes a baja altura tapando a las montañas.
Aún estaba mirando para afuera, preguntándose donde estaba, cuando la puerta se abrió a sus espaldas y un hombre, vestido igual al que le había abierto la puerta de entrada, ingresó con una plato que contenía una taza de sopa humeante. Al verlo de pie, el hombre dejó el recipiente sobre una mesita de madera al pie de la cama y se retiró. Un rato mas tarde ingresaron tres hombres. Uno era anciano y usaba, y diferencia del resto, ropa blanca.
Le explicaron que estaba en un monasterio franciscano y que era verdaderamente un milagro que haya llegado hasta allí en medio del temporal y que haya sobrevivido en el estado en que se encontraba.
Elar había pensado lo mismo, aunque el lo había llamado simplemente suerte. Con el tiempo se convencería de que aquel anciano tenía razón. Para él sería un milagro haberse salvado. Cada mañana que se levantaba y observaba la inmensidad de las montañas y los valles y pensaría de que, por la forma en que caminaba aquel día, casi ciego, sin fuerzas y al borde de la muerte, debía haber sido alguna fuerza divina la que guió sus pasos hasta chocar contra ese monasterio. La fuerza de los ángeles de Dios.
No había pueblos cercanos por lo que debió quedarse al resguardo del monasterio. Había mucha nieve que tapaba todo, no había forma de ir demasiado lejos. Luego llegó el invierno. Los caminos se cerraron y solo pudo permanecer allí. También Elar se lo tomó como una señal. Pensaba que el destino lo había ubicado en aquel sitio con algún propósito, así que allí se estableció.
El monasterio era una antigua edificación de amplios salones que rodeaban un patio principal. Vivían unos treinta monjes, en su mayoría sacerdotes. Eran grandes hombres, con una conciencia transparente y una increíble percepción de la realidad. Vivían inmersos en una tranquilidad absoluta, logrando elevados niveles de meditación. Podían estar sin dormir ni comer durante mucho tiempo mientras meditaban.
Con el tiempo se fue integrando a la vida de los hombres y a sus creencias. El lugar contaba con una antigua biblioteca que de a poco fue leyendo. Así conoció las enseñanzas católicas. Leyó y estudió durante muchos años La Biblia y le llamó mucho la atención. Se vio reflejado en las escrituras y así fue como conoció las creencias y fue integrándose a ellas, y ellas a su ser. Para cuando había cumplido los veintinueve años, se ordeno como monje franciscano.
Vivió un par de años mas allí, en la soledad y el silencio de los valles. Finalmente partió hacia otros rumbos, impulsado por la fe misionara y el instinto aventurero. Se sumó a un grupo de expedicionarios que recorrían esas tierras y los acompaño durante miles de kilómetros, hasta llegar a otras ciudades y otras culturas.
Se estableció unos meses en una pequeña aldea a las orillas del desierto. Desde allí partían las caravanas de camellos que se internaban en las arenosas tierras, para atravesarlo.
Un día, un grupo de una de las caravana que partía le pidió si podía acompañarlos debido a que uno de los hombres había enfermado un día antes del viaje. Elar, dudo en tomar la decisión pero, finalmente, decidió aceptar y tomó el lugar de aquel hombre. Partió a la mañana siguiente, cabalgando un camello cargado de alimentos situados en dos alforjas y varios toneles pequeños de agua.
La caravana avanzaba día a día sumergiéndose en la nada. A veces pasaban jornadas enteras sin ver mas que arena, cielo y el inmenso sol castigando continuamente su cuerpo. Luego venía la noche, fría y silenciosa, para recordarle que aún estaba vivo.
Superaron tormentas de arena y viento que apenas les permitían seguir un camino. Durante el día se guiaban por el sol, durante la noche por las estrellas y la luna. No podían darse el lujo de equivocar su rumbo, de girar en círculos, de estar perdidos sin dirección, ya que el agua escaseaba y estaba calculada justo para la supervivencia exacta de los días avanzados en línea recta al destino.
Por fin, después de mucho andar, la caravana llegó a su destino. Un pueblo pequeño, cercano a un oasis, la única fuente de vida para esas tierras. Habían crecido algunos arbustos y palmeras cerca del pozo de agua, y ahí se estableció el hombre. Las casas eran bajas, de techos rasos y paredes anchas. Las ventanas no tenían nada que las cubriesen y no existían las puertas. El lugar estaba aislado del mundo, separado por el desierto.
Se estableció allí y vivió algún tiempo. No le gustaba el lugar, se sentía atrapado, quería salir, volver a las tierras fértiles, pero transcurrían los meses y no pasaban caravanas. Luego de un tiempo, deprimido y sufriendo la frustración de sentirse aislado, decidió partir solo, provisto de un camello, algunos toneles de agua y comida. Salió una mañana temprano, y para la tarde ya había perdido todo rastro del pueblo que había dejado atrás, quedando a merced del sol y rodeado de las arenas del desierto.
Camino bajo un cielo azul claro sin nubes, soportando el intenso calor del día. Pasaban los días y no veía ningún rastro de civilización. De a poco fue consumiendo sus reservas de agua, su camello cada día estaba mas cansado y débil y avanzaba menos. Sufrió tormentas de arena que apenas le permitían ver hacia donde estaba yendo. Las noches frías no le permitían dormir bien y al día siguiente debía continuar.
Finalmente se le acabó el agua. Prosiguió su camino, perdido entre las interminables dunas, moviéndose sin dirección, hacia la nada. Por segunda vez en su vida creyó que era su fin, que nadie lo podría salvar. Se dejó llevar por sus últimas fuerzas, para saber que había hecho todo lo posible, pero su destino era terminar allí. Entonces, detrás de una alta duna de arena, surgió una hilera de camellos, caminando uno tras otros hacia él. Eran unos cuarenta animales sobre los que cabalgaban jinetes cubiertos por túnicas blancas. Los hombres no tardaron en verlo. Elar estaba recostado sobre el camello, avanzando sin rumbo. Su boca estaba seca y su lengua tan hinchada que apenas le entraba entre sus labios.
Enseguida cabalgaron a él y le dieron agua. Elar había vuelto a nacer.
Los hombres eran de una de esas tribus de beduinos que habitaban del desierto. Al anochecer llegaron al campamento y le brindaron una carpa donde dormir, abrigo y alimento. Elar se esforzó por demostrarse agradecido, sin ellos habría muerto en pocas horas.
El campamento era pequeño, casi un par de docenas de carpas desparramadas en la ladera de una duna. Había mujeres y niños, aunque la mayoría eran hombres. Todos lo saludaron al llegar y lo trataron de manera excelente.
Debió permanecer con ellos, pero esta vez no le importó. Comenzó a disfrutar del desierto y de la vida que llevaban allí.
Aprendió muchas cosas nuevas. Le enseñaron como guiarse con las estrellas y con el sol, para evitar perderse en el desierto. Si lo hubiese sabido antes no habría estado tan cerca de la muerte. La tribu era nómade, viajaban buscando nuevos lugares donde establecerse provistos de pozos de agua. Luego se establecían en el lugar y permanecían allí hasta que el agua escaseaba y nuevamente partían hacia otros rumbos.
Elar se sumo a los que lo rescataron, se encaminó con ellos, acostumbrándose a la forma de vida que llevaban, a sus manera de ser, a sus maneras de sobrevivir y vivir. Le enseñaron, y por cortesía y obligación debió aprender, las costumbres de los musulmanes. Todas las tardes, como buenos musulmanes, la gente del campamento se arrodillaba mirando a la meca y comenzaban a rezar silenciosamente. Él, primero los observaba, luego sintió que debía imitarlos, primero sin entusiasmo pero luego intentándolo con firmeza, hasta que, finalmente, realizaba el ritual como parte de ellos.
Vivió dieciséis años recorriendo las cálidas arenas del desierto, viajando con ellos a través del inmenso desierto. Aprendió, en todo ese tiempo, lo sagrado de sus acciones, las enseñanzas del Coran y de las tradiciones de sus creyentes. Con el correr del tiempo llegó a convertirse al Islam. Conoció algunas mezquitas escondidas entre las ciudades del desierto. En cada una de ellas rezó como un fiel creyente.
Los hombres del campamento eran pacíficos, pero en una ocasión los llamaron con el fin de formar parte de un ejercito para hacer la guerra. Ellos debieron aceptar y dejaron a sus familias y pertenencias para unirse a los combatientes. Elar, que era extranjero, no podía ser admitido, y, por otro lado, a él no le interesaba luchar, por lo que debió alejarse.
Así fue como dejó a la tribu y buscó otros lugares. Recorrió muchas tierras, conociendo gente y lugares. Ya, cuando era mayor, se estableció en un pequeño bosque, lejos de todo rastro de civilización, a orillas de un río alimentado por agua de deshielo proveniente de las montañas que lo rodeaban. En aquel hermoso paraje construyó una confortable cabaña donde vivió hasta el ocaso de su vida como hombre.
Y allí estaba ahora, solo, dentro de la cabaña, anciano, aguardando su último suspiro, esperando, por fin, la muerte. Una muerte tranquila y sin demasiado sufrimiento, mucho menos de lo que esperaba.

...

Pasó un tiempo más, creyó quedarse dormido, apenas mirando lo que quedaba de luz, con los ojos entreabiertos, a través de la ventana. Pero no estaba dormido. Notó como la luz de afuera, de pronto fue, lentamente, aumentando. Por un momento pensó que quizá estaba amaneciendo, pero no era así. La luz crecía dentro y fuera de la habitación, en realidad el brillo comenzó a ser tan fuerte y penetrante, que, de a poco, las paredes fueron disipándose, dejando solo luz. El brillo claro partía desde todas partes, inclusive desde su interior, opacando lo poco que aún podía distinguir del mundo, hasta hacerlo desaparecer por completo.
En verdad no se había alejado el mundo sino que Elar se alejaba de él. Su cuerpo quedó allí, en una cabaña abandonada, recostado, quieto, frío, sin mas vida.
Ahora era una esencia sin cuerpo, sin figura, rodeado de la mas pura y clara de las luces que jamás había visto. Flotando en la nada, en un éter de brillo y calma. Sin aire, sin espacio ni tiempo. Sin nada humano, sin nada explicable en su mundo pasado.

...

Una imagen comenzó a generarse entre la blancura. Era un cuerpo sin forma definida. Las líneas de su figura eran borrosas y se movían como olas en un estanque. Apenas tenía sentido, aunque fue tomando mas consistencia, hasta ser un cuerpo definido. Era una persona envuelta en una especie de tela. No podía verle el rostro, pero se imaginó enseguida como sería si lo veía. Era una mujer, y sabía porque estaba allí. Venía a buscar su alma para llevarla al mas allá. Para guiarlo a través de esa fina línea que separa a los vivos de los muertos.
La muerte dio media vuelta y caminó hacia la zona mas brillante de la claridad. Elar la acompaño.
Pero entonces, la muerte, que venía estudiando los hechos, las acciones, los sentimiento y la forma de pensar durante el transcurso de la vida que había vivido en la tierra el hombre que estaba llevando, se detuvo confusa.
Elar había sido un gran hombre, digno de pasar a los mundos celestiales. ¿Pero a cual?. Había pertenecido a tres religiones. En todas ellas se había comprometido y había creído con firmeza. En todas había llegado a aprender las enseñanzas y las había cumplido.
La muerte dio media vuelta y observándolo le preguntó: - ¿quién es tu dios? -.
Pero Elar respondió: - no lo se. Siempre creí que eso me lo dirían aquí -.
- No. Yo solo guío a los humanos a sus destinos finales - aclaró la muerte. - ¿A que dios respondías en la tierra, durante tu vida? -.
Elar siempre había creído que la muerte sería, si existía como persona, una figura tenebrosa y agresiva, sin embargo, este ser no parecía malvado. Pensó como a veces el hombre va transfigurando, según sus miedos o conveniencias, las cosas que no sabe o no puede palpar.
- En realidad serví a tres dioses, porque, primero... -.
- Si, conozco tu vida - interrumpió, - pero necesito llevarte frente a uno solo - aclaró.
La muerte supo que Elar no podría decidirlo, después de todo era algo demasiado importante para elegirlo casi al azar. Pero tampoco podía dejarlo así, por lo que tomó la decisión de llevarlo a un lugar común y dejarlo en manos de los que estuvieran allí en el momento.
Le pidió que lo acompañe. Elar lo hizo y, aunque parecía que no avanzaba, sino que estaba flotando en el mismo sitio, sintió una especie de cambio de lugar. Algo era diferente.
- Ya hemos llegado - indicó la muerte sin mayor entusiasmo.
En aquel espacio no había aire, era como un vacío, no había atmósfera. En realidad, el lugar carecía de espacio y de tiempo, estaba ya fuera del universo que había conocido. Era otra dimensión, otro estado, donde las cosas, los lugares y todo era uno. Los sonidos no viajaban, sino que se oían como un eco, dentro del alma del que escucha, como una voz interior.
Estaba en presencia de una espacie de sector previo a la vida celestial.
La muerte tenía la esperanza de que se presente solo uno a reclamar el alma de Elar, y para su suerte, había un único ser allí. Era un dios profeta guerrero, envuelto en gloria y poder. Era Mahoma.
- ¿Este hombre pertenece a Alá? - le pregunto a la muerte leyendo en su interior la respuesta. La misma era confusa. Elar, durante el ocaso de su vida había sido Musulmán, pero también había pasado por otras religiones en las que había creído tanto como en la de Alá.
- Bueno, pero como el Islam fue su última creencia creo que Alá debe ser el dueño de su destino - justificó Mahoma.
Entonces surgió una voz del fondo del lugar: - pero al nacer heredó de sus padres el Judaísmo. La primera etapa de su vida debe ser la que cuenta en estos casos -. Era Moisés, el gran profeta, que había hablado.
Elar se sorprendió mucho al verlo, su imagen era imponente. Como la de un rey en el cielo.
- Por eso, su vida pertenece a Jehová - agregó.
Era también un buen punto.
- Pero la mayor parte de su vida respondió a mi Dios - dijo una tercera voz que apareció de la nada. Era la voz de San Pedro, la palabra del cristianismo, que venía también a buscar a Elar. San Pedro, creía firmemente que Elar, por haber sido una digna persona, merecía el cielo.
La muerte se sintió algo frustrada. Comenzó a creer que no había sido una buena idea llevarlo a aquel lugar. Sabía que ahora la discusión se extendería aún mas.
El alma de Elar, en cambio, aguardaba tranquila, sin impacientarse y deseando que llegasen a la mas conveniente solución. Quería lo mejor para si misma, pero, al no conocer cuál era la verdad mas conveniente, prefería que lo decidieran las personas en las cuáles había depositado su fe y confianza durante los días de ser vivo.
Los profetas comenzaron a hacer comparaciones de todo tipo. Discutiendo como decidir cuál de los parámetros era el mas influyente para encontrar una solución. Elar había sido mas años católico que de las otras religiones, pero como Musulmán había rezado una mayor cantidad de oraciones que “padres nuestros” a Dios. Pero, por otro lado, también resultaba importante el hecho de que cuando nació su corazón era del judaísmo. En la religión la herencia familiar tiene un peso muy importante ya que las creencias son fruto de las transmisiones de generación en generación.
Todos tenían muy buenas razones para ser poseedores del alma de Elar. En verdad a ninguno le interesaba luchar por su postura solo por el hecho de representar fielmente a un dios, sino que, sinceramente, querían que la decisión fuese la mas justa para aquel hombre. Con mas razón aún, debían evaluar cuidadosamente cada suceso de su vida.
Le pidieron a la muerte que decidiera ella, o, al menos, que de una opinión. Pero ella respondió que no tenía ningún poder de decisión y que para eso había traído al alma frente a ellos. Argumentó que solo podía hacer la voluntad del alma y llevarla al reino celestial a la que pertenecía.
Entonces le dijeron a Elar que decida, aunque la muerte aclaró que ya le había preguntado antes de traerlo frente a ellos y no había sabido responder.
Elar volvió a repetir lo que antes había dicho, agregando que no estaba dispuesto a tomar esa decisión porque, ahora que su fe se había convertido en sabiduría, no sabría cuál era el mejor de los caminos a tomar.
Los tres profetas debieron comprender y respetar al alma humana. Además, si durante toda una vida no había podido decidir, aún cuando no conocía la verdad de lo que vendría después de la muerte, menos podría decidirse ahora, que tenía tres posibilidades tangibles frente a él.
- Al menos no perteneció a otras religiones, sino el asunto sería aún peor - trató de consolarse sin demasiado éxito La Muerte.
Siguiendo con la discusión, Moises argumento que de no ser por la trágica muerte de sus padres, él habría sido judío toda su existencia. Aunque no era una justificación demasiado sólida, sobre todo teniendo en cuenta que en ese entonces, su dios era Jehová, fue el que decidió que aquel lamentable hacho se consumiera, conociendo las posibles consecuencia en Elar. Inclusive, tampoco puede atribuirsele al destino que Elar casi muera en aquella tormenta de nieve que, por milagro, lo depositó en aquel monasterio donde se convirtió al cristianismo.
Moises dudaba si esa acción no había sido manejada por el dios cristiano para quedarse con el alma en vida de Elar, pero como no quería hacer acusaciones ni llevar la discusión a otros niveles prefirió omitir su pensamiento.
Mahoma les recordó que por el mismo motivo, cuando fue rescatado, perdido en el desierto, fue que optó por acercarse al Islam, hasta ser uno mas del proyecto de Alá.
Y la discusión proseguía. Luego fue llevada a planos metafísicos, de difícil comprensión para el mundo humano por lo que el alma de Elar no podía siquiera entender los términos que utilizaban.
Se analizaban estímulos y pensamientos, elaborados a lo largo de la vida de Elar en su cerebro a través de su mente y almacenados en su alma inmortal. Eran términos especiales, como confirmaciones de su fe, o acciones en momentos claves de creencias. También comparaban en profundidad y persistencia sus ruegos, súplicas y rezos a lo largo de su vida. Pero tampoco llegaron a nada claro como para terminar con el problema.
La Muerte se puso algo impaciente. Es que ella, a diferencia de los demás, si debía tener en cuenta el factor tiempo, ya que, de alguna manera, estaba interconectada con los hechos del mundo humano en el universo real. No podía permitirse el lujo de permanecer allí esperando, mientras en la tierra, fruto de las guerras, la violencia y las enfermedades, cientos de almas la aguardaban. Era consciente de que, sino se apresuraba, luego debía estar buscando a los espíritus dispersos por las casas antiguas y cementerios, que, cansados e impacientes, dejaban sus cuerpos sin esperar a La Muerte y vagabundeaban solos, encima tratando de dar señales al mundo de los vivos y, por supuesto, complicándole aún mas las cosas a su ya difícil labor.
Por si fuese esto poco, se había comunicado con ella La Naturaleza para avisarle que había desatado un fuerte temblor en una isla habitada de la tierra. La Muerte, que ya estaba agotada, sabía que aquel terremoto le daría muchísimo trabajo nuevo, por lo que volvió a pedirles a los presentes que tomasen una pronta decisión.
- No hay forma de tomar una decisión - respondió Mahoma algo desanimado, en respuesta por los tres profetas al pedido de la muerte.
Sin embargo, Moisés, de pronto planteó una interesante sugerencia: - se me ocurre algo que podría terminar con esta disputa - dijo, - ¿por que no convocar al creador de todo esta discusión?. Me refiero al creador de la historia - especificó.
Los presentes asintieron. Salvo Elar que no sentía que tenía el derecho para opinar sobre la posibilidad.
Entonces llamaron al dueño de la historia, ahí es donde yo entro en el cuento. Enseguida todos los reunidos me exigieron que, como autor, decida donde y como debía terminar la historia. Pero yo, que jamás esperaba ni estaba preparado para dicha convocatoria, no sabía que responder. Nunca había imaginado algo así. Pense, luego, unos instantes, hasta que dije lo que creía mas prudente:
- Yo solo escribo y me dejo llevar por la idea que me inspiró, esto lo tienen que decidir ustedes. Mis personajes son libres, no les digo que deben hacer o como pensar, les permito actuar como les parece y yo, simplemente, escribo lo que sucede o lo que hacen. Es tan cierto como que en el mundo real los hombres son libres de hacer y actuar, porque los dioses les dan esa libertad para que elijan su destino. Elar vivió su vida como el lo deseó y yo no puedo decidir su final arbitrariamente, es la tarea de ustedes -.
Con todo eso logré sacarme un gran peso de encima. La verdad era que no se me ocurría hacia donde debía ir el personaje principal y era una tarea que no me correspondía. Pero por otro lado, tampoco quería que los profetas se enojasen conmigo, pues algún día, probablemente, estaría en el lugar de Elar, o, al menos frente a alguno de ellos, y no quería que tenga un mal recuerdo de mí.
Me hicieron una última pregunta: - ¿pero entonces como es posible que escribas todo esto? -.
- Yo solo escribo lo que me dice la idea. Ella nace dentro mío sin mi consentimiento o voluntad, y yo, como escritor, la escribo - respondí defendiéndome.
Por suerte comprendieron que no podía tomar la decisión que esperaban y tampoco se enfadaron conmigo. Pero el problema aún persistía y las soluciones se agotaban.
La Muerte seguía preocupada por el tiempo y, cada tanto hacia algún comentario sobre ponerle un punto final al problema. Por otra parte, yo estaba cansado de escribir y no quería seguir relatando la discusión por siempre (también tenía otros cuentos que terminar y demás cosas en mi universo).
- Podríamos llamar a los dioses - propuso Moisés, pero los demás argumentaron que solo sería aumentar la cantidad de opiniones y que no arreglaría nada sino que complicaría mas las cosas. Además no era algo tan importante como para molestarlos.
- La culpa de todo la tiene esta complicada idea, es decir, la idea - reflexionó La Muerte, - ella debe decidir -.
- No - dijo la idea ni bien fue convocada. - Yo solo soy la idea, es decir, la causa del problema, pero no la solución -.
De todas maneras los presentes la acusaron de ser compleja y haber complicado todas las cosas. Ella se defendió diciendo que deberían haber considerado, en el cielo, casos como este, ya que eran perfectos. Dijo, a su vez, que la solución la deben encontrar los que participan del conflicto y que no había nada que pudiera hacer ella.
La Muerte volvió a hablar con una buena proposición: - podría volver a llevarlo al mundo - dijo. La propuesta fue bien recibido por los presentes, los cuáles se sorprendieron por lo sencillo y lógico que sonaba. Se lamentaron de que no se les había ocurrido antes Igualmente quedaban algunos puntos que arreglar primero.
- Por supuesto, esto sería una excepción. Así, devolviéndole la vida, podría elegir en la tierra a donde pertenece su alma -.
Todos estaban contentos, salvo Elar que solo se preguntaba como sería volver a la vida nuevamente, aunque tampoco se negó a la decisión, sería negarse a la vida.
Los profetas debían utilizar su poder para blanquear su mente y devolverlo al mundo, ya que La Muerte no contaba con el poder para revivir a un muerto.
Discutieron también el espacio y tiempo donde volvería y como tratarlo con el entorno y con la naturaleza. Era algo delicado, pero podían hacerlo. Había que situarlo en un lugar y arreglar todos los detalles para que el ambiente a su alrededor no notase que ese hombre nuevo había venido de la muerte. Pensaron en hacerlo renacer, pero resultaba imposible porque a los nacidos se les debe dar un alma nueva, no se puede colocar una ya usada por otro cuerpo.
La gente debía conocerlo, por lo que había que crearle una historia de vida e integrarla a las mentes de los seres que participaban de ella en las etapas correspondientes. También había que crearle pensamientos y sentimientos, pero dejando sus opiniones libres para que pueda optar con pleno libre albedrío. No debían olvidarse de afectar a la naturaleza con cada momento de su pasado. Debían abrir un espacio nuevo en el universo para colocar su cuerpo y sincronizarlo con el tiempo para que todos sus órganos vitales se adecuen a la vida.
Fue una dura tarea, pero, tenían el poder suficiente como para realizarla.
La Muerte, contenta de que ya el tema estaba resuelto, los dejó y fue a cumplir sus tareas que habían quedado pospuestas hasta entonces. Antes de irse saludo a Elar, recordándole que se volverían a ver. El individuo y futuro hombre no se alegró para nada con el comentario.
Los profetas concluyeron la obra y, finalmente, transportaron a Elar al universo. El hombre olvidaría todo lo sucedido.
Y en el mundo, mientras tanto, apareció un nuevo hombre, un hombre que volvió de la muerte.