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Kosh

LA LEYENDA DEL FARAON

Dio media vuelta y pudo ver la luz del sol atravesando, como una enorme lágrima, el horizonte montañoso. Era como si un ojo lo observara, sentado sobre todas las cosas, desde cada objeto, promulgando sobre su espalda un profundo saber, que intentaba infiltrarse por los sentidos de aquél sombrío espectador.
Identificó, por primera vez una obra perfecta, la belleza natural de su imperio, una porción en un pequeña y desconocido marco del universo. Pero para el espectador, que por fin reconocía sus limitaciones e imperfección, aquella distancia era un gigante compuesto de fuerza, una fuerza diferente, y afectada de inmensidad.
Reconocía la oscura verdad, las cosas no eran como le habían enseñado ni como creía, mucho menos como se había mentalizado él mismo. Su mirada era triste, gastada, sin valores.
- Pero Raham siempre tendrá el poder, porque él es el poder -, así había educado al pueblo desde pequeño.
En su imperio, desde un extremo al otro, se practicaban los cultos del Yahvu, una religión cuya estructura partía de la existencia de cientos de dioses mundanos, nacidos de la tierra, mares y estrellas, y que recorrían continuamente el mundo como hombres, animales y árboles, escribiendo la historia de cada civilización. Desde el nacimiento de un insecto hasta el movimiento de las mareas, todo era creado por estos dioses. Pero a los hombres les daban el poder de elegir sus obras y sus destinos.
El reino de lo divino no era precedido por alguno de los dioses en especial, era el conjunto de los cientos de dioses unidos, que gobernaban con el mismo poder por igual. Cualquiera podía crear o deshacer. Las leyes divinas se consensuaban y se redactaban en unos papeles llamados Tirubios, que los emperadores, o demás gobernantes humanos, transmitían, luego a través del clero, a sus pueblos.
Según el Yahvu, los dioses eran observadores del mundo. Cada uno tenía funciones diferentes, distribuidas de manera perfecta. Para cumplir sus tareas podían valerse de cualquier recurso, esto incluía encarnarse en un hombre, ser un bosque o una montaña, formar parte de las aguas del mar, ser tierra, nube o cualquier otro elemento. Ellos podían ser y hacer lo que quisieran, y de alguna manera, inexplicable para la débil mente humana, lo hacían de manera perfecta y sincronizada entre todas las partes. Ninguna entidad humana, jamás, podía compararse al reinado, tan perfecto, de estos dioses. De alguna manera, estaban todos conectados para hacer las cosas perfectas, eran todos uno mismo, pero al mismo tiempo cada uno era uno y solo uno.
Inclusive estas enseñanzas de cómo resultaban los dioses era muy difícil de comprender para los hombres y a los sacerdotes del Yahvu les costaba mucho explicarlo, por lo que debían dedicar gran parte de sus vidas estudiando los métodos de enseñanza de los Tirubios. Allí todo era bien explicado, pero exigía plena concentración al culto.
Los sacerdotes vestían sombreros altos y túnicas bordadas. Eran elegidos por los más ancianos al momento de su nacimiento y se dedicaban, desde pequeños, a estudiar las escrituras de los dioses para recién, casi al llegar a la vejez, poder profetar sus enseñanzas.
Pero algunos Tirubios no eran favorables para los gobernantes, sobre todo aquellos que les restaban poder o les impedían expandir sus tierras y hacer la guerra con el único fin de juntar riquezas y destruir otros pueblos. Por eso era que Raham pocas veces profesaba, como lider de su pueblo, los Tirubios tal cuál eran enviados de los cielos del mas alla.
Los dioses buscaban la paz y la comprensión entre las razas y los pueblos, por ello solo justificaban la guerra en defensa de los pueblos bárbaros de las montañas, los cuáles no profetaban ninguna religión y atacaban sin piedad a las tribus del desierto saqueando, matando a sus hijos y destruyendo sus hogares.
Pero entre los mismos pueblos del Yahvu, la guerra era prohibida. Un Tirubio explicaba claramente que a los emperadores que desatasen combates entre los pueblos de los dioses serían castigados al crepúsculo de sus vidas. El Tirubio describía como, una tormenta de arena nacida desde el corazón del desierto, irían en busca del emperador a la hora de su muerte, y lo arrastraría a las tierras del castigo eterno, donde sufrirían, uno por uno, el dolor de todas sus víctimas.

“ Cada espada clavada, cada lanza areavesada en un cuerpo inocente será devuelta en la agonía del hombre que ordenó esas matanzas”

Decía el Tirubio.

“La furia del desierto emergerá de las arenas y buscará al tirano, al final de su vida”

Raham era uno de los emperadores que no creía, o no le interesaba creer en todos los Tirubios. Por eso prohibió este que hablaba de la paz entre los pueblos, y ordenó al clero de su reino que promuevan a los dioses como guerreros que disfrutaban de las conquistas de sus súbditos. De esta manera, creo un ejercito de alta moral que, creyendo luchar por sus dioses, partió a la conquista de otros pueblos los cuáles, indefensos por respetar las escrituras, caían rendidos a sus pies.
El emperador no creía en la tormenta ni en la furia del desierto, por eso vivió una vida de conquistas y triunfos. Sus riquezas eran incalculables, cada día llegaban mas y mas tesoros de los confines de su imperio, las fronteras se expandían y también su poder. Pero todo tiene un final, y el tiempo no se puede conquistar. Ahora era un anciano y sus días terminaban.
No quería morir, no debía morir. El era un dios según su propia religión, la que había elaborado para su pueblo, rescribiendo los Tirubios sagrados. Y los dioses no mueren. El poseía el poder frente a todas las cosas, el poder de la vida y la muerte, al menos eso les habían ordenado a sus sacerdotes que profesen a sus súbditos. Y tantos años había sido así que hasta él mismo había comenzado a creerlo. La gente rezaba a su nombre, pedían por las cosechas, por las lluvias, tan preciadas en el desierto, y por la vida.
No quería abandonar los placeres de su privilegiada vida y enfrentarse a lo desconocido. Pero peor aún fue cuando, unos días antes, había visto sobre el horizonte la tormenta acercándose. Entonces supo que era verdad, los Tirubios decían la verdad, y ahora las arenas venían a reclamar por su alma.
Debía escapar, encontrar una manera de sobrevivir, de eludir el poder de los dioses. Se reunió durante varios días con sus sacerdotes y planeo una trampa que, con suerte, lo librarían del su castigo.
Miraba el majestuoso azul del cielo, solo interrumpido por unas pocas nubes de indeterminados tonos claros y por el sol; un círculo del fuego mas crudo que un mundo pueda desear para los habitantes de aquellas áridas tierras. La bola dorada era el verdadero señor del desierto. Todos los días, sus rayos desprendían dagas ardientes de asfixiante calor hacia los terrenos arenosos. En la superficie, incontables dunas adornaban el paisaje desértico de un lugar venerado por odio y gloria.
Sus penetrantes ojos permanecían fijos, inmóviles, como una estatua de piedra. El silencioso espacio vacío era solo afectado de momentos por la dulce sinfonía del viento. En cambio, a lo lejos y acercándose como todo en esta vida, otro viento esparcía su vientre elevando gigantescos cuerpos deformes con la arena. Los cuerpos demoníacos nacían y morían bajo el poder del torbellino. Los rayos solares hacían de éstos un virtuoso brillo dorado como el de una pepita de oro. Las figuras se acercaban lentamente. Era extraño, pero al observarlas percibía una sensación catastrófica, de destrucción, su fin, algo inevitable. Era solo un presentimiento pero a veces la vista nos engaña, los objetos esconden el futuro y las creencias son cómplices de la realidad. Esa tormenta tan extraña debía ser su fin.
Todo estaba allí, escrito en las páginas del libro de su religión, aquél libro, el único que era verdadero. Lo que escribió el creador de cada mundo, el autor de cada ser. Las sagradas escrituras de la vida, de su vida, de su ser, del emperador Raham.
Pero el dios que invocaba sería traicionado y caería en la trampa de un mortal. Raham había planeado algo para darle una pequeña esperanza, una salida, una manera de sobrevivir a su prematuro final. Porque en un mundo siniestro toda existencia debía ser siniestra.
Aguardaba el momento, un único momento. ¿El final o el principio?, su pregunta. Al fin y al cabo la que todos los seres de los todos los mundos deben, en algún momento, realizarse.
Transgredir la muerte, raíz de todos los misterios de la vida. El eterno temor de enfrentar involuntariamente lo desconocido. El miedo a descubrir que no había interpretado las enseñanzas como los Tirubios le habían descripto, como los dioses le habían pedido. Por eso lo había desafiado, le había preparado la trampa a uno de sus dioses, deseando que no sea absoluto ni perfecto como los hombres creían. Y la esperanza de sobrevivir lo mantenía en pie, era lo único que lo hacía, pero hallarla, a veces resulta tan difícil, y al ver moverse las agujas y que no avanzaban, lo hacía dudar. Si era un ser precavido descubriría, y hasta consideraría infantil aquella elaborada trampa.
Donde se escribe un cuento se crea un mundo, se crean personajes, se les da espacio, tiempo y lazos que los relacionen. En resumen: se les da vida. Y nuestra vida es un cuento, somos parte de un libro, el libro de la vida. Estamos involucrados en una historia en la que por momentos somos actores principales y por momentos secundarios. Interesante y renombrada visión. ¿Y el autor?. No lo conocemos. ¿Y si de alguna forma lográsemos relacionarlo con su obra, contactarnos con él?. Nuestras vidas cambiarían. Eso era exactamente lo que pensaba.
Los dioses de Yahvu, que gobernaban el universo, eran de diverso carácter, los había estrictos y exigentes y los había flexibles y curiosos. Su víctima, sería su propio creador. Junto a los sabios del clero, invocaron, un conjuro para atraer el alma de un Dios a su cuerpo. Querían reemplazarlo para siempre, así el Dios moría en su cuerpo y en su lugar y el viviría eternamente como ese mismo dios. Pero para ello debían confundirlo, hacerle olvidar quien era.
Buscó a su creador, el dios de las arenas, tenía solo ciento cinco mil años como dios por lo que era joven e inexperto aún. Su nombre era Odeklis, había formaba parte del mundo del desierto y controlaba las arenas, él había creado al pueblo de Raham, también había creado la vida del emperador, y debía guiarla, pero su alma se había perdido para el lado del mal, y por eso la había abandonado en manos de la tormenta.
Los dioses escribían las historias de los hombres como cuentos. Odeklis había dado vida a aquel hombre dentro de un cuento sobre un pueblo en las arenas. Daba vida a cada gobernante y brindaba las lluvias y las tormentas, pero en lo referente al resto, lo dejaba libre para que los hombres aporten a la historia y creen su propio futuro. Distribuyó las leyes en los Tirubios y dejaba que cada ser fuese libre de cumplir o no con los mandamientos divinos.
Las escrituras plasmaban datos que los hombres debían conocer para guiarse en el tiempo de estas historias, escritas por los dioses, pero siempre les daban la libertad para que los humanos tomasen los caminos que ellos mismo prefiriesen, sin ninguna restricción mas que la que la suerte les desaparece.
Como Odeklis había sido el que escribió la historia del pueblo de Raham fue el que dio los Tirubios del desierto a los pueblos de las dunas, y por su inexperiencia como ser divino, sería una fácil presa.
Solía hacerse hombre para recorrer el desierto, un hombre mas, común y corriente. La trampa lo conduciría al cuerpo que el mismo había creado y que ahora era su enemigo. Creería que todo era un sueño, y a la vez, sería un sueño. Los sueños de los dioses son siempre dentro del mundo humano, ellos perciben la realidad como un sueño. La vida de un hombre, vista desde su interior es un sueño, y cuando despiertan volvían a ser dioses.
Había otros dioses que habían formado parte de la creación de los mundos de las arenas, Otrion, Oderkiles, Ofrein, pero estos no se dejarían engañar, ni solían recorrer el mundo haciéndose hombres.
La religión era clara y decía que el hombre debía vivir en libertad. El gobernante debía asegurar la protección y el bienestar se su pueblo, pero los hombres siempre cambian las religiones, porque son hombres, para su conveniencia y por eso Raham gobernaba con tiranía y crueldad hacia su pueblo y desoyendo de las profecías.
- Majestad, los oráculos indican que hoy llegará la tormenta - dijo con calma el mas alto de los tres hombres que se encontraban juntos y alineados a un metro de su espalda, observándolo. El ambiente poseía animación real, era un mundo vivo, de alguna forma diseñado para ello. A pesar de ser parte aún de aquel anciano y gastado cuerpo, casi pudo percibir como elevaba los brazos con las palmas de las manos abiertas al cielo, como si su objetivo fuese unificar las escasas nubes. Los mantuvo allí, era la señal de los magos, su última esperanza lanzada sobre el celeste infinito, sobre la nada que lo rodeaba.
Buscaba al ser supremo. El mismo que cuando le dio la vida le otorgaba esos poderes sobrenaturales que, según el Tirubio del rey, solo un emperador podía utilizar.
A lo lejos, el claro movimiento tormentoso perturbaba el pacífico desierto mientras iba acercándose y hacía temblar a los mortales.
Luego de una breve pausa en la cuál repasó cuidadosamente sus palabras, el hombre alto volvió a hablar. - Sería conveniente... -, pero el segundo de los hombres, a su derecha, lo interrumpió levantando una mano para que callara y, sin perder de vista en ningún momento a su señor.
- Debemos dejarlo, necesita estar solo para comunicarse con el mas allá y hacer el cambio -, ordenó en voz baja. Se miraron entre ellos y luego los otros dos hombres asintieron.
Los tres vestían largas túnicas blancas bordadas con coloridas imágenes de feroces tigres de bengala. Eran un símbolo de una posición jerárquica, símbolo del poder del imperio. Cubrían sus cabezas con pequeños sombreros de un rojo penetrante que los categorizaba como una especie de sacerdotes o algo similar relacionado con la religión y con altos puestos políticos.
Con el brazo izquierdo, en vano, efectuaron una señal de saludo al hombre que, en silencio, observaba el espacio desértico dándoles la espalda. Luego dieron media vuelta y a paso lento descendieron el pequeño monte de arena en el que se encontraban. Al caminar dejaban profundas huellas que la arena volvía inmediatamente a tapar.
Ahora la soledad era lo único que lo rodeaba.
- Sabios son los hombres. Sabio es mi pueblo, los esclavos, los amos, los profetas y los pobres, pero más sabio es el viento, más sabia es la tormenta. Y las arenas del desierto, la fuente de los conocimientos. Dios falso y verdadero, existente y diseminado. Pero puedo verlo, puedo sentirlo, en la oscuridad, indefenso, confundido y solo. Va a caer en la trampa, si no quiere venir en mi rescate, él será mi rescate -.
- Dios humilde y desprotegido, confuso e indeterminado, ven a mí, y ya no seré el esclavo de la muerte, seré el nuevo hijo de la vida -.
Su mirada buscó refugio en las montañas que interrumpían la línea del horizonte. En lejanas y altas cumbres nevadas.
¿Cómo pueden coexistir el calor y el desierto con las cumbres nevadas del horizonte en una sola mirada?. Porque el autor del mundo lo puede todo, y dispuso que así fuese. Pero su mente estaba vacía, aguardando el instante exacto, como un tigre oculto en la maleza, para clavarle sus garras.
Las figuras que el devastado viento construía se acercaban cada vez mas a él, como un ejercito, el ejercito de las tinieblas, de la nada. Los tigres eran la gloria y la tormenta la derrota.
Era el momento. De lo más profundo de la nada, sobre la claridad del cielo, una especie de luz blanca, diferente a todo lo existente, vino del infinito, de otro universo en otra dimensión.
Descendió sobre él a la velocidad del viento. Brillaba como una estrella, iluminando el cielo y el día. Al golpear la tierra se oyó un fuerte estruendo y, por un segundo, el piso tembló como en un terremoto. Pero el cuerpo del anciano permaneció en su sitio exacto, completamente inmóvil, como una estaca.
La luz sobre la arena producía un efecto de reflexión impactante, aparecían cientos, miles de rayos acompañando al resplandor principal en su recorrido por el espacio azul del cielo hasta la tierra, terminando todas las luces unidas sobre un cuerpo luminoso, el anciano cuerpo de aquel hombre.
Ahora toda la luz se centraba allí. Se formó una estela que lo rodeaba. Se tornó casi transparente y se iluminó aún mas desde su interior, como una lámpara de color indefinido.
El resplandor fue uniéndose. Toda la luz se concentraba en el cuerpo, cada vez más potente. Era un segundo sol en la faz del desierto, más luminoso aún que el verdadero, pero que no irradiaba calor ni energía, solo iluminaba una transformación cinética, un cambio incoherente, el acceso al extremo de un tendón incontinuo. El incandesente brillo se divisaba de kilómetros, sin embargo, nadie parecía verlo.
Finalmente la luz fue despedida. Despegó de la superficie de la tierra, como un fuego artificial. Pero un nuevo cuerpo apareció de pie en el lugar del brillo, e inconsciente se desplomó sobre la arena.
Al alejarse, aquel resplandor no solo poseía una inmensa luz, sino que además se llevaba del mundo un factor indefinido, inexplicable, pero esencial para la definición de ese universo. Era como si algo hubiese perdído la esencia de la realidad. Algo inentendíble pero que formaba parte del espacio. Ya no existía lo verdadero, solo una extraña fantasía, similar a la que llevan los sueños.
El destello luminoso atravesó el cielo como una estrella fugaz hasta perderse entre las montañas del vasto horizonte que ya no era como antes. El ente luminoso había cambiado muchas cosas, entre ellas esa pequeña pero necesaria diferencia en el horizonte, en el cielo, en la tierra y en todo lo demás.
Estaba tendido en la arena, ahora era otro cuerpo, diferente al de la persona que ocupaba el espacio hacía un instante. No daba señales de vida. Un lazo de creador y creación los había unido aunque él no lo sabía. Permaneció allí, tendido como un soldado muerto en el campo de batalla. El sol, que había vuelto a ser el único cuerpo que emitía luz, se reflejaba en su rostro. Le daba la espalda al cielo y no respiraba. Era como si hubiese perdido el alma.
Cayó en la trampa y ahora era un hombre, reemplazando el cuerpo del anciano sin saber porque. Pero el porque estaba en el hechizo creado por los magos y sacerdotes del Faraon, lo había cegado, haciéndole creer que en realidad era un hombre.
A pesar de todo, lentamente comenzó a efectuar leves movimientos en las articulaciónes de los brazos y el torso. Era como si siempre hubiese estado allí, como si fuese él mismo, aunque en nada se parecía a un emperador.
El aire se había transformado en una sustancia espesa y siniestra, como agua estancada. Podía respirarse con normalidad, pero que carecía de cierto irreconocible compuesto, sin el cuál, adquiría la peculiar rareza.
Movía solo la espalda y el cuello, como un enfermo que padece construcciones graves. Sin embargo, ni los tres hombres, que ya se encontraban a mas de trescientos metros, ni los otros miles que había mas abajo, interrumpieron lo que hacían.
Los de abajo continuaron trabajando y los sacerdotes alejándose, sin percatarse de lo ocurrido en la cima de la duna mas alta del lugar, quizá de todo el desierto. Nadie había visto la luz que iluminó por completo el cielo, nadie había oído el estruendo que produjo al despegarse de la tierra, solo percibieron un leve movimiento de tierra al que no se le dio ninguna importancia. El cuerpo yacía sobre la arena y sobre el mundo. Ahora pertenecía a una indescriptible irrealidad, a un vínculo distante de la verdad. Aunque, de alguna forma edificado sobre una base cierta.
Recién unos minutos después logro abrir sus rojizos ojos. Aún sin comprender, fue acostumbrándose a la claridad del día. Su mente sufría una especie de trastorno casi incontrolable. Se sentía mareado, un mareo inédito, un desorden de ubicación. Estaba desorientado en espacio tiempo y necesitaba con desesperación saber que sucedía. No había coherencia dentro de su mente, ahora humana.
Mientras tanto, el sol seguía, como un clavo dorado en una pared celeste, enviando toda su energía sobre el árido territorio y dando brillo a una tormenta que cada vez se aproximaba más.
Todavía, y sin energías, le era imposible reincorporarse. Un crudo abismo se interponía en su mirada. Las cosas giraban a su alrededor mezclándose en un confuso círculo de colores, como un disco.
Debió esperar a que cesara el mareo para ponerse de pie, cuando adquirió las fuerzas necesarias para hacerlo. Se arrodilló, respiró profundamente, y con un gran esfuerzo por fin se paró.
Su visibilidad era borrosa, solo distinguía deformes manchas de variados tonos, pero no lograba enfocar sus contornos.
-¿Donde estoy?- se preguntaba mientras los colores iban adquiriendo forma. Se encontraba en un montículo de arena. Muy cerca de la más prodigiosa obra de ese mundo, a los pies de lo más sorprendente que hubiese imaginado como hombre. No lo había visto aún.
Dedujo que parecía un desierto, fijando la vista en la arena del frente, mientras el paisaje y todo lo demás adquiría una forma estable y definida para sus ojos. Las piernas le pesaban mas de lo cotidiano, como si la fuerza de gravedad hubiese aumentado.
- Es un desierto - se aseguró observando con mayor claridad la inmensidad. - ¿Que hago en este lugar?. ¿Cómo llegué? - se preguntaba frente la imponente imagen del espacio vacío.
Aún no deseaba girar para ver todo a su alrededor. Le llamó la atención la arena que a lo lejos describía remolinos, producidos por un poderoso viento. A simple vista se deducía claramente que estaba avanzando hacia él y hacia todo lo que estaba detrás.
Recién entonces notó que vestía una túnica blanca, plagada de escudos rojos en las mangas y con uno mayor que cubría todo su pecho. Eran todos iguales, parecían una especie de símbolo, un símbolo de poder o algo semejante. Ni siquiera se preguntó como o porque estaba vestido con esas ropas, entre la columna de preguntas sin lógica ni respuesta, una más no variaría su desconcierto.
Había algo distinto, algo fuera de lo común. Estaba en todas las cosas que miraba, en todo lo que existía allí. Era como si fuese un mundo falso, irreal. Se trataba solo de una sensación, una alerta de su sistema nervioso, como una advertencia.
Parpadeó, como si algo hubiese pasado cerca de sus ojos. Los remolinos continuaban avanzando.
Sabía muy poco aún. No esperaba ver algo así.
En mitad del árido paisaje desierto, había una colosal pirámide. Su primer pensamiento era la de tener alguna relación con todo ese lugar, quizá en algun otro pasado. Fue extraño pero buscó una situación similar que, por su puesto, no se presentó.
El tamaño de la edificación casi atravesaba la barrera de lo imaginable.
Recién entonces escucho sonidos, cientos de voces que se entremezclaban en un pequeño susurro. Provenía de una multitud. Era un zumbido seco, como si al aire le costase transmitirlo. - ¿Que es esto? -, se escucho decir mientras desfilaba por su mente el asombro.
Llegaba hasta el cielo, por lo menos se extendía mil metros hacia arriba. Era prácticamente una montaña artificial. Indiscutiblemente, la construcción más grande que sus ojos jamás habían visto.
Pero fue mas que eso la causa de su asombro, la presencia de algo extraordinario y misterioso, tan difícil hasta de creer, pero real.
Estaba allí, tallado en la piedra, era su rostro.
Estaba lejos de la base, aunque parecía más cercana. Era una construcción perfecta, hecha con miles de pequeños cubos que en realidad eran enormes y pesadas piedras. Una montaña con forma de pirámide regular, perfecta.
Miro su escultura tallada y vociferó algo mientras, como por un impulso involuntario, se frotaba con las palmas de sus manos su rostro.
Había un recuerdo olvidado que circundaba su mente deseando volver a entrar, era de su pasado, tal vez un simple producto de su imaginación. Cualquier opción era válida, el hecho era que sin saber cuando ni donde, estaba seguro de haber estado, o al menos imaginado, aquella situación en el pasado.
Hasta la sensación impactante, producto de ver aquella pirámide y todo su contorno, en cierto modo desconocido, le resultaba parte de él.
Un recuerdo nublado, borroso, sin lugar ni tiempo, sin ninguna referencia exacta, solo el hecho, la imagen, como un cuadro en movimiento. Se expandía en su mente como agua sobre una mesa. Pensaba en una sensación de deja-vu. Era la palabra que buscaba para definir lo que padecía su hostigada conciencia. Un absurdo deja-vu. ¿Pero cuando?. ¿Como?.
Sus ojos seguían prisioneros de la edificación. Su imagen estaba a media altura, entre la cima y la puerta y también en las cuatro caras del tetraedro. Estaba esculpida en la roca, perfectamente delineada, perfectamente reproducida. Tendría una altura de cien metros, quizá mas, y no estaba en el plano, sino que sobresalía de la superficie, como acercándose a los ojos del que la mirase, en tres dimensiones.
Sin embargo, había algo mal. Era la expresión, la expresión con la que lo describía la escultura. No le pertenecía. Se veía distinto, como si escondiese un propósito maligno. La inmensa escultura expresaba una ambición de poder, de aquella que invoca al mal como cómplice. Los vio tallados, estaban llenos de ira y la expandían por todo el desierto, como agua por una regadera.
Solo podía ver la cara frontal de la construcción. Una escalera recorría desde la base hasta una pequeña puerta a la distancia que atravesaba lo que sería el cuello de su rostro, allí grabado.
Ya no sabía quien era. Se resignó mientras bajaba la vista casi con esfuerzo.
Reunió fuerzas para combatir el desconcierto que atacaba su racionalidad. Estableció un punto imaginario en el cuál recostó su mente y canalizó el resto en una vía que derivaba en un cajón de inquietudes postergables. Recién entonces le fue posible levantar su vista atravesando la distancia hasta la pirámide.
Allí estaba. Parecía ser un dios o un emperador, o al menos, era lo que aparentaba en la imagen. Pensó, que podía ser un recuerdo.
Prácticamente una ciudad entera residía a los pies de la edificación. Miles y miles de puntos negros como hormigas devorando un árbol, solo que no eran hormigas sino hombres, no era un árbol sino una inmensa estructura de piedra y en lugar de devorarla la estaban construyendo. Eran esclavos, esclavos que dedicaban integralmente su vida a la construcción, trabajando día a día, semana a semana, año tras año, sin descanso y en pésimas condiciones.
Nacían y morían allí, aunque no solían vivir mucho tiempo. Cientos de carpas de todo tamaño alojaban a estos obreros de por vida formando una ciudad.
Había distintas clases de trabajos para cubrir las diversas tareas. La mayoría se dedicaba a transportar las grandes piedras talladas en forma de cubos. Las trasladaban, hasta la base de la obra, desde un río lejano que bordeaba el contorno de la planicie. Utilizaban antiguos carros empujados por caballos o por los mismos hombres de la manera prehistórica, apoyando cada piedra sobre unas tablas y movilizándolas con troncos pulidos que colocaban debajo de estas. Dos hombres se encargaban de quitar el último tronco y ponerlo nuevamente al frente mientras otros cuatro empujaban. A veces con sogas y otra simplemente con sus brazos. Vestían algo similar a trapos viejos. Solo los capataces usaban túnicas que los cubrían del intenso sol.
Había toda clase de carpas desparramadas sin orden aparente por el lugar. La mayoría las utilizaban los esclavos para protegerse de las frías noches desérticas. En otras dormían los soldados del imperio que controlaban a los obreros, en otras, más grandes, guardaban herramientas y materiales, todos eran muy precarios y sencillos.
Solo un conjunto de viviendas, separadas del resto, parecían sólidas, elegantes y estaban muy bien custodiadas. Alojaban a nobles y algo de agua, única recompensa por un arduo día de trabajo, tesoro de todo desierto. Se guardaba en pequeños barriles custodiados en otro grupo de carpas. Los barriles eran traídos del río y repartían solo lo necesario para mantener a los hombres con vida y algo de energía para soportar el duro trabajo.
Las piedras que desembarcaban de precarias embarcaciones de madera a muchos kilómetros de distancia, luego recorrían un camino de desnivel hasta los cimientos de la construcción donde eran elevadas hasta el lugar que les correspondía. Al llegar a la base de la pirámide, se levantaban hasta donde fuera necesario con estructuras que parecían torres de madera, utilizando un sistema de poleas y fuerza humana.
Los arquitectos, que haciendo uso de una extraordinaria sabiduría matemática, habían diseñado la magnifica obra, supervisaban constantemente, dando indicaciones y controlando los movimientos.
Cientos de barcos iban y venían por el lejano río. Las embarcaciones mas pequeñas, que descendían de las montañas, transportaban parte de los ejércitos del Faraón. Cientos de soldados sedientos de combate eran llevados a través del imperio y hacia las fronteras donde siempre existían batallas para expandir más y más los límites. De algunas barcazas desembarcaban baúles custodiados, posiblemente de recaudación o riquezas obtenidas en las conquistas. Los tesoros se introducían en el interior de la pirámide.
Era un mundo donde no se respiraba aire común, donde los sonidos eran diferentes y donde las imágenes eran increíbles. Por momentos todo se nublaba, como si el mundo fuese falso. No hacía ni frío ni calor, no había humedad ni viento. Era un lugar muy extraño.
Odeklis observaba todo, analizando su alrededor. En cierta forma no le sorprendía como era de esperarse. Algo que sabía y aseguraba, le daba la amarga sensación de poseer viejos y conocidos lazos con el lugar.

“El cielo, el color de la arena, amarillo desteñido como las hojas de un libro viejo”.

Quedaron en su mente esas palabras, no sabía de donde ni como, solo aparecieron dentro de él. Se preguntó a sí mismo el significado. No lograba ubicar un recuerdo en el tiempo y ello le producía una intensa ansiedad. Formaban parte del Tirubio de la creación, él mismo lo había puesto allí.
Era evidente que la pirámide había sido elevada en su honor y ya estaba prácticamente terminada. La respuesta a todos los dilemas se hallaría en ella, en su interior. Un presentimiento sobrenatural se lo había estado diciendo, encontraría lo que buscaba, la razón que de alguna forma lo había traído hasta aquél mundo. El presentimiento crecía en forma de certeza.
La cima de la pirámide era como una pequeña cúpula y había sido bañada con un metal dorado, creando, cómplice del sol, un intenso brillo que cegaba al que lo mirase fijo. Era como una luz en pleno día. Un esfuerzo digno para un todopoderoso rey.
Y se repetía continuamente que todo eso le había pasado ya en algún lado. No podía eludir la sensación de deja-vu pero tampoco responder por ella. Pensaba en recuerdos, recuerdos inalcanzables, un entorno, un paisaje.
Mientras tanto, un grupo de cuatro hombres se aproximaban a él. Vestían ropas blancas antiguas con extrañas insignias bordadas en negro opaco. Los cuatro eran altos y corpulentos. De sus cinturones plateados colgaban espadas encorvadas.
- Son centuriones de la guardia real - pensó observándolos. Se preguntó, luego, por que estaba tan seguro de ello, como era que lo sabía.
- Señor - dijo el de mas a la izquierda con voz áspera, típica de un hombre que recién se ha despertado de la siesta. Mientras tanto los cuatro inclinaban la cabeza en señal de reverencia. Los imito, como respondiendo al saludo, sin saber porque.
- Debe buscar refugio de inmediato. La tormenta ya esta cerca. Si no se protege lo atrapará - le dijo.
Los hombres aseguraban que el viento era parte de un animal, con cientos de garras. No le preguntaron que hacía, quien era, o como había llegado. Lo trataron como rey.
Quería preguntarles muchas cosas, pero antes de comenzar la primera frase la tierra se estremeció. Una nube de arena cubrió el cielo junto al sol y las nubes. Todo quedó de un color grisáceo apagado.
El viento aullaba con todas sus fuerzas sobre la arena y esta giraba en remolinos como un tornado. Era demasiado violento para soportarlo de pie. No pudo evitar perder el equilibrio, cayó al suelo y rodó unos metros hacia abajo cubriéndose el rostro con las dos manos. Cerró los ojos mientras el peso de la arena golpeaban su cuerpo como un granizo.
El viento lo desplazaba cada vez mas abajo, obligándolo a rodar como una piedra por la pendiente. Llegó hasta la base de la duna. Allí, sin pendiente, intentó ponerse de pie. Entabló un combate con la furia del viento. Estaba mareado y apenas pudo abrir, un corto lapso, el ojo para mirar a su alrededor.
Uno de los hombres de blanco gritó: - ¡Es Kripses!, ¡llegó el final!. El espacio será vaciado...-. No llegó a terminar sus últimas palabras. Una corriente lo absorbió elevándolo varios metros y luego de describir una parábola, fue arrojado con todo la furia de sus dioses hacia la tierra, enterrándolo de cabeza en la arena hasta la mitad de su cuerpo.
Se hundió y no volvió a moverse.
Su mirada no halló a nadie mas en las cercanías. Volvió a caminar sin dirección exacta, pero con la esperanza de topar con algún refugio cercano a él. Fue una larga caminata, un intenso castigo. La arena daba latigazos en su espada con ráfagas interminables de aire que lo volteaban y arrastraban para distintos frentes.
Luego de un tiempo incalculable, por fin, como un milagro después del arduo combate, llegó a palpar una superficie dura. Era mas dura que la tierra y mucho mas que la arena. Dos pasos al frente se topó con un escalón. Subio este y halló otro a la misma distancia que el anterior. Luego otro, otro y casi cien mas hasta que se presentó, frente a él, un portal.
Pensó en el nombre que aquél guardia había pronunciado antes de morir, Kripses. Lo había vencido, había vencido su poder, su furia, pero aún le temía, le temía mucho, porque su presencia en el desierto era maligna. Por algún motivo lo sabía, sabía que era esa tormenta, sabía que solo bajaba de las altas montañas del horizonte para presenciar la muerte de los emperadores y para llevarse a los que fueron tiranos, sabía que los llevaría a las tierras oscuras, al basurero del universo. El castigo de los malvados, el infierno de un mundo que ya lo era.
La velocidad de los hechos no le deban tiempo para detenerse y analizar donde estaba y porque conocía tanto de aquél mundo.
Cruzó la puerta y se introdujo en la construcción solo lo necesario para evitar la tormenta de arena. Miraba hacia afuera esperando que alguien más de toda esa multitud entrase allí para refugiarse, pero nadie lo hizo, ese lugar era prohibido para cualquiera, menos para él.
Apoyó sus manos sobre sus rodillas y se agachó un poco mientras se recuperaba de la lucha. Un rato mas tarde, su respiración se normalizó. Quitó arena de sus orejas y se sacudió el cuerpo con las manos. Dio media vuelta y se encontró frente a un largo corredor.
Las paredes eran de roca macizas y pulidas, adornadas con miles de jeroglíficos. Se trataban de figuras simples en el plano que simbolizaban actos o algo similar, pero no podía comprenderlos. No comprendía nada de lo que estaba allí pintado, sin embargo volvía a percibir algo anormal. Era como si debieran entender aquellos símbolos, como si estuviesen escritos de manera perfecta, solo que no podía relacionar las palabras.
A media altura, sobre las paredes, colgaban antorchas encendidas que iluminaban cada espacio. Estaban separadas unas de otras casi diez metros pero emitían mucha luz. Estuvo por preguntarse cuando y quién las había encendido, pero no lo hizo.
El corredor era definitivamente largo, muy largo. Se internaba, hasta desaparecer en el corazón del lugar y solo se extendía en línea recta. Calculo vagamente que sería de unos cuatro metros de ancho por tres de alto pero daba la sensación de ir perdiendo tamaño por la profundidad. Sabía que se hallaba dentro de la pirámide que había visto desde lo alto de la duna. Nadie mas que él había entrado allí y nadie mas de los que sobreviviesen a la tormenta lo haría. Estaba completamente solo.
Comenzó a recorrer lentamente el pasillo, moviéndose con cautela, como un gato que sale a cazar de noche, esperando lo imprevisto, lo inesperado. El aire era aún mas raro allí, no tenía sabor ni gusto. Era una sensación jamás percibida y difícil de definir, pero distinta. Sus pasos no producían ninguna clase de eco. No existía resonancia, o, al menos, no era transmitido por aquél aire. Solo hacía un sonido ahogado, muerto, que se perdía en la nada.
Mientras avanzaba, cada tanto, miraba hacia atrás, como si alguien lo síguese. Una idea bailaba por el fondo de su mente pero todavía no le podía otorgar forma definida.
El piso era liso, por lo tanto ni se preocupaba en mirar donde apoyaba, solo mantenía sus ojos en el lejano pasillo. No percibía sonidos distintos al lastimoso silbido del viento que llegaba a sus oídos en cortos intervalos. Las inscripciones continuaban todo el recorrido recto pero ya no les prestaba mayor atención.
El pasillo llegaba, por fin, a lo que era el fondo de su recorrido. Giró pero solo, a lo lejos, se veía un punto blanco en lugar de la gran puerta por la que había ingresado.
No era el final del corredor, simplemente, una pared que dividía el túnel en dos pasillos, uno hacia la derecha y otro hacia la izquierda. Ambos eran exactamente iguales. Hasta los símbolos tallados en la roca de las paredes eran los mismos.
Sus ojos realizaron un pantallazo alrededor y luego se detuvieron en el frente. Incrustada en un hueco semicircular que habían hecho en la pared, posaba la estatua de un tigre de bengala prolijamente sentado y mirando de frente a quien recorriese el largo corredor principal. Mantenía las patas delanteras juntas y apoyadas frente a su cuerpo, que descansaba sobre las traseras. La escultura era perfecta. Sus ojos no eran de piedra, eran de una especie de vidrio verde, y brillaban casi con mas intensidad que las mismas llamas de las antorchas que los iluminaban desde las paredes opuestas.
Parecían esmeraldas y eso fue lo que pensó. Antes de acercarse mas a ellos, recorrió nuevamente los dos corredores con la mirada. Se aproximó al rostro de la estatua del animal. No tenía expresión alguna, un rostro tranquilo. Pero, en cambio, los ojos, el brillo de estos, eso era toda una sensación de deseo, un valor, un pensamiento, de alguna forma una sustancia que predicaba temor.
Sobre la pared, de forma simétrica, se extendían idénticos símbolos hacia ambos lados, pero notó que no eran exactamente los mismos. Dos palabras diferían, dos palabras que en realidad eran dos dibujos. Eran grandes y llamativos, como para que a nadie que estuviese allí se le pasaran por alto. A simple viste no tenían ningún significado que pudiese descifrar, sin embargo, él supo enseguida que simbolizaban.
El de la derecha era un gran circulo con muchas líneas rectas normales a este y que partían de él, como un dibujo infantil de un sol, representando sus rayos. Eso era lo que veía, pero para él tenía otro significado, uno que conocía.
Aquél sol simbolizaba todo lo relacionado con la vida.
A la izquierda del tigre, perfectamente claro, estaba el otro símbolo, era un círculo, pero de este las rectas normales partían hacia su interior. Al revés del sol anterior y como un sol invertido o que implotaba.
El simple hecho de verlo, después de tanto tiempo, lo atemorizó. Representaba exactamente lo contrario que el sol de la derecha, era la muerte y todo lo referido a esta.
Había una estrecha relación entre esos símbolos y aquél mundo, pero aún no descubría porque. Por el momento, lo que atraía su mirada, casi involuntariamente, y colmaba su rostro de profundo asombro, como un niño que observa algo nuevo, eran los ojos del tigre, estaba seguro que ocultaban algún secreto. Acercó su mano izquierda a estos para palpar la textura del material, su esencia. Fue como una fuerza interior que lo atrajo.
Pero sus dedos nunca llegaron a tocarlos. Unos centímetros antes de que la yema de estos alcancen el objetivo, los ojos se cerraron, girando hacia atrás, y en su lugar, quedaba ahora la otra mitad de las dos pequeñas esferas que eran solo piedras.
Casi desapareció la luz cuando el brillo de las esmeraldas se dejo de ver. Ahora se encontraban del otro lado, hacia adentro, o quizá ya no estaban.
Entonces, se oyó un fuerte ruido de roces entre metales y piedras. El lugar de donde partió el sonido fue incierto, se oyó como un mecanismo, como un sistema de máquinas de engranaje que se ponía en marcha.
Luego de un par de segundos escuchó otro sonido. Este último fue un estruendo, como un trueno que anuncia la lluvia. Y se prolongó por largo tiempo. Tampoco pudo asegurar su origen, hasta que dio media vuelta, casi por un presentimiento, quedando de frente al corredor por el cuál había ingresado.
Primero vio temblar las incontables llamas de las antorchas que formaban dos prolongadas hileras hasta morir en un punto blanco de luz, la luz del día. En realidad lo que temblaba específicamente eran las paredes.
Cayó polvo del techo en variados puntos y, por fin, después de aquella ceremonia, toneladas de rocas se precipitaron a lo lejos, sobre los primeros metros del túnel. Quedó quieto, inmóvil, ante la escena, de todas maneras nada podía hacer. Su rostro era de inesperada desesperación, la frente seca, la boca abierta.
Nada podía hacer.
Las piedras continuaron acomodándose unas sobre otras en forma irregular y levantando una nube grisácea de polvo que oscureció y sofocó a las antorchas mas cercanas.
Finalmente, el lugar por el cuál había ingresado, tan solo algunos minutos antes, ahora era una pila de escombros imposible de atravesar. Quizá la única salida, se había transformado en una muralla impenetrable.
- Estoy encerrado. Ahora estoy encerrado - se oía decir con temerosa frustración mientras su pálido rostro enfrentaba el callejón sin salida.
No estaba vencido, quedaban muchas cosas por hacer. Miró el espacio vacío, iluminado ahora solo por antorchas. - Debe haber otra forma de salir - aseguró sin demasiada convicción.
El interior del pasillo se encontraba en una pesimista calma. El claustrofóbico silencio era invadido por pequeños ruidos y aislados golpes de piedras contra el piso. El color del fuego de las antorchas se tornaba mas rojizo, un rojo extraño, amenazador, como parte del infierno, pintando las paredes y el espacio.
Los desplazamientos de piedras comenzaron una vez mas, esta vez se oían mas lejanos e inconstantes. Aumentaban y disminuían irregularmente plasmando una impresión de acercamiento y alejamiento discreto. Aparecieron las columnas de polvo que descendían de distintos sectores del techo.
Debía apurarse en encontrar una puerta si quería salir vivo.
Se volvió hacia la escultura del tigre, observó su rostro. Un hilo de polvo caía sobre su oreja izquierda y se desviaba hasta formar una pequeña pila de tierra a sus pies. Los ojos del tigre estaban cerrados como si hubiese cumplido su misión y ahora descansaba satisfecho.
Progresivamente, el maligno lugar se derrumbaba en una reacción en cadena. Las paredes volvieron a temblar. Tenía que escoger un pasillo: izquierda o derecha.
El símbolo que había tallado a la izquierda del tigre era un sol que representaba la vida. Un aluvión de recuerdos corrieron al encuentro con su mente, pero aún no la alcanzaban a entender quién era y que hacía en aquel lugar.
- La vida - susurró a su mente mientras avanzaba por el pasillo izquierdo. El misterioso aire lo rodeaba e impregnaba todo aquel lugar lleno de irrealidad.
Las antorchas iluminaban el camino, las paredes y todas las incomprensibles inscripciones escritas sobre estas. Eran figuras y dibujos sin sentido; animales, soldados, pirámides, el cielo, el desierto. Todas en un plano, sin líneas de profundidad, como si fuesen falsas, como si las hubiesen mezclado para ocultar su significado, tal vez un mensaje, algo que debía descubrir.
Llegó hasta una angosta escalera que ascendía de manera recta. Subió mucho.
Imágenes y recuerdos sin sentidos lograban hacerse de formas lógicas. Se trataba de lo que estaba viviendo, un deja-vu que crecía. Lo había vivido, pero ¿cuando?. ¿Cómo se había sumergido en aquél mundo de fantasía?, en el cuál el paisaje parecía una ilusión y los lugares eran como de mentira. No podía recordar quién era, había como una barrera, como un velo que no le permitía ver para su pasado mas allá del momento en el que estaba recostado en la arena.
El desnivel de la escalera era muy pronunciado y avanzaba con suma cautela, no solo por el peligro de caer, sino por cualquier hecho inesperado que podría sucederle. De eso, de lo inesperado, se trataba aquél mundo. Clavaba sus ojos en la superficie visible del ángulo que observaba al avanzar. Subió mucho hasta que llegó al final. Había un pequeño umbral mejor iluminado que la escalera.
Las paredes se movían cada vez mas, dando siempre la impresión de estar a punto de caer. Era cuestión de tiempo para que todo se desmoronase. Mientras tanto, el techo, a duras penas, resistía. Subió los últimos peldaños y atravesó el umbral.
Se trataba de un salón, un gran salón circular. Miró hacia arriba, el techo era una gran cúpula que alguna vez había imaginado. Miró las numerosas estatuas de gatos, panteras, leones y demás felinos que, apoyadas contra las paredes, intercalaban un toque de misterio y poder al lugar. Sobre estas colgaban recuadros de un gris amarronado en las cuáles habían inscriptas frases. Los bordes eran de capas finas de oro y con piedras brillantes. Del resto de las paredes colgaban adornos plateados y esbozados en simetría perfecta de triángulos, cuadrados y rectángulos entrelazados. En el centro de la sala, bastante ancho, se exhibía un ataúd apoyado sobre una decorada mesa, del mismo estilo que las paredes. Era negro y relucía como su lo hubieran lustrado con cera por una década. Lo envolvían encajes brillantes y brotes de oro puro como adornos. Dedujo que debían valer una fortuna, mientras los rodeaba con la mirada.
Una columna de polvo nació de una fisura que, lentamente, se dibujaba en el techo, cayendo cerca de la estatua de un león sentado sobre sus patas traseras. El piso era de rectángulos blancos y negros de mármol. La luz de una vela, en el centro de la sala, se propagaba en todas direcciones y se reflejaba en los valiosos metales.
El ataúd estaba abierto en la mitad superior, mostrando un confortable interior blanco.
Había un cáliz, también de oro, sobre el ataúd. Contenía en su interior un líquido que, a pesar de no poder ver con claridad, sabía que era rojo.
Leyó un nombre inscripto, Raham. No sabía nada ese nombre, no sabía quien era, pero intuyó que, por algún motivo, se trataba de él. En su mente podía percibir algo, sabía que Raham a lo largo de su vida había ejercido de acuerdo a sus propios intereses, sin importarle nada de las escrituras. Su pueblo, que solo conocía de la religión lo que él les había transmitido, lo consideraba el único dios supremo y se entregaban a él. Pero de todas maneras le temía a la muerte, un factor inesperado que, sin embargo y a pesar de su infinito poder, no podría eludir. Llegaba su fin, el fin de su reino, sería despojado de todo lo que poseía, perdería su trono e iría al mundo de los muertos. Y la tormenta venía a cobrar por todo lo malo que había hecho en esa vida. Había sido cruel y tirano, había expandido su imperio venciendo y destruyendo a sus enemigos, aplastando ejércitos y asesinando pueblos enteros, pero ahora era el fin. Había llegado su hora y debía enfrentarse a su peor enemigo, uno distinto, el destino de todo mortal, la muerte.
Era su pirámide, idéntica a la que había descripto. El faraón perecía allí luego de una noche de tormenta pronunciando unas últimas rimas en las que reconoce su derrota.
Todo este, el hombre que ahora estaba en él, lo sabía, aunque no entendía que tenía que ver él.
Odeklis se acercó al ataúd, se inclinó y observó su superficie. Sobre la oscura madera a los pies del lugar donde reposaría el cadáver, estaban talladas en la madera las rimas:

“ De que sirve el poder y la gloria,
si cuando llega el fin de los tiempos
ricos y pobres mueren por igual “.

Entonces, de repente, supo quién era.
El cáliz contenía una espesa sustancia, semejante al vino pero más oscura. Exactamente la que veía.
Echó un vistazo a las estatuas, los animales parecían estar furiosos, mostrando sus ardientes ojos y filosas garras. Pero él ya lo sabía, lo sabía todo, porque había sido el que había creado todo ese mundo, y lo había hecho con palabras. Al igual que las paredes, el salón, la pirámide, todo era su creación. El era el dios de esas tierras, el verdadero ser supremo. Y ahora estaba extrañamente involucrado en su mundo. El faraón ya no estaba, él sí, y por alguna razón el templo se desmoronaba y estaba atrapado en su mundo, en el cuerpo de un hombre y en esa pirámide.
Tomó con ambas manos la copa dorada y la elevó hasta la altura de su garganta. Ni siquiera estaba seguro del porque lo hacía. Miró el líquido y lo acercó a sus labios. Entonces se detuvo. Volvió a observar, pero esta vez no miró nada en especial, solo el ambiente. Un ambiente estancado, sin vida, ni frío ni cálido, detenido, sin movimiento vivo, sin pasado, sin presente, sin futuro. No existía el tiempo, solo un mero y enredado espacio.
Demasiado estable, demasiado irreal. La copa se resbaló intencionalmente de las manos. Cayó lentamente hasta golpear el suelo con un sonido seco y apagado. El líquido se derramó en todas direcciones formando caminos rodeados de pequeñas gotas rojas. Desembocaban en el cáliz que al rebotar se había alejado de sus pies.
Estaba en un lugar creado por su mente, relatado por su alma sobrenatural, pero lo que sucedía no era su creación, era obra de otro ser, parte de otra historia, una historia que, en ese tiempo y en ese espacio, él protagonizaba.
Según los Tirubios, el vino rojo servía para vivir y creer, y como estaba por morir debía beberlo para redimirse, pero como él era un dios, si lo bebía quedaría como humano para siempre y la tormenta se lo llevaría. Pero, en cambio, si bebía el vino del otro lado, el de la muerte, como era un dios, volvería al cielo de los dioses y Raham sería el que arrastraría al infierno el viento.
Sabía que por el otro pasillo encontaría la misma escalera y el mismo salón, o uno exactamente igual. Sabía que en él habría también una copa de vino, pero que este era el que se utilizaba en los sacrificios, en realidad sería veneno para un mortal, vida para un dios. Debía tomar el veneno y sacrificarse en nombre del dios, en nombre de él mismo, para volver a ser Odeklis, el dios de las arenes.
La situación empeoraba, las paredes cada vez temblaban mas y comenzaban a desmoronarse pequeños trozos de techo acompañando al polvo que, como una lluvia otoñal, caía cada vez en mayor cantidad.
- Un sueño. No hay tiempos ni espacios reales, no hay vida en los objetos, solo hechos, solo hechos -. Volcó la cabeza hacia la pequeña puerta y la analizó ciegamente. - La tormenta de arena, las nubes, la pirámide, nada es real. Es mi creación, es la esencia de los sueños. El personaje, el ambicioso y temerario faraón, le teme a la muerte, no quiere morir y va a hacer todo lo posible para continuar con vida. Le otorgue sus poderes y los esta utilizando para reemplazarlo en su lecho de muerte. Intenta situarme en su lugar al momento de padecer, de forma tal que muera yo como hombre y el se convierta en dios -.
- La muerte, la muerte no existe para el que sueña -. Deducía todo aquello que se había propuesto el emperador de aquel pueblo y protagonista original del Tirubio que, mucho tiempo atrás, había escrito.
Pequeños trozos de piedra golpearon sus hombros, luego cayó una cantidad suficiente de polvo como para blanquear su pelo.
Tenía las respuestas, no reaccionaba pero podía palpar la libertad si lograba alcanzar el objetivo a tiempo.
El verdadero faraón, pronto estaría en alguna dimensión perdida disfrutando su triunfo sobre la muerte y su nueva vida en el lugar de su creador. Pero aún no lo había logrado, antes debía morir el dios en su lugar, bebiendo el vino de la vida en su cripta o aplastado por la caída del templo.
Mientras tanto, el Odeklis corrió a la pequeña puerta del salón y se introdujo en la escalera recta y profunda por la que había entrado. En cada escalón sentía como todo a sus espaldas se hundía.
El templo se estaba derrumbando, las paredes se rajaban, los techos caían. Era la tormenta, que desde afuera venía por un alma, la que encontrase dentro de aquella pirámide, esa sería la que debía llevarse a las tierras del dolor eterno, esa sería el alma que desobedeció las escrituras, y no importaba quién fuese, solo que fuese un alma.
Corría sin mirar atrás, llegó a la base de la escalera y sin detenerse dobló por el pasillo en dirección opuesta.
A su paso observaba las paredes. Los símbolos pintados sobre esta, ahora tenían sentido, sin haber variado en lo mas mínimo, se habían transformado en frases comprensibles. Eran frases de sus Tirubios, partes aisladas, relatos y descripciones del desierto, del mundo y de toda su creación e historia. Sintió alegría de poder reconocerlas puesto a que era un indicio de que iba por buen camino. En los sueños no se comprenden los números ni las letras, no existen palabras leíbles. Al darse vuelta un instante para mirar las paredes derrumbarse a su paso notó que sobre ellas veía nuevamente los símbolos sin sentido. Cuando volvió la vista al frente las frases claras reaparecieron. Fue otro indicio de que estaba haciendo lo correcto.
Pasó frente a la figura del tigre, ahora reposaba en un turbio descanso. El brillo de las piedras que ocultaban sus ojos parecían atravesar sus párpados. Aquel tigre fue el que desencadenó la secuencia de autodestrucción. Parte esencial del plan para obligar al dios a decidir con rapidez y torpeza el camino equivocado. Pero ya lo había descubierto, porque solo era un sueño, un sueño con una peligrosa porción de realidad. Lo había descubierto antes de lo previsto, solo deseaba que no fuese demasiado tarde.
Vio los dibujos que había reconocido antes, el sol de la vida y el de la muerte. Aquellos habían sido ubicados con el propósito de confundirlo y, de hecho, fueron la razón que consideró al elegir que rumbo debía tomar para hallar la salida. Era una trampa, el camino de la vida era el de la muerte, él lo había preparado así.
La muerte de un sueño es solo despertarse y volver al mundo de la realidad, pero morir como parte de un sueño es simplemente la muerte. Se trataba de un truco inteligente. La trampa perfecta para matar a un dios, a su creador y tomar su lugar en una próspera y larga vida nueva.
Luego de recorrer prácticamente la misma distancia desde el tigre hasta la escalera opuesta se topó con una nueva escalera similar a la anterior. Era larga, recta y se elevaba en forma pronunciada, como la anterior. Al verla se sintió, por alguna razón, mas seguro de sí mismo. Debía frustrar la trampa de Raham. Su fracaso era cuestión de saber que todo era nada mas que un sueño, un extraño y maligno sueño. La manera de escapar de un sueño es despertando y para ello es necesario una situación límite. Enfrentarse a una muerte segura. Eligiendo el camino de la vida se habría dormido, permaneciendo, entonces, en aquél sueño por toda la eternidad, y allí moriría. Sería un dios, un dios vulnerable a la muerte. Exactamente como en su creación.
Ahora subía, subía por la escalera con todas sus fuerzas, porque era el camino correcto y lo sabía.
Vio luz. Entró a un nuevo recinto. Se trataba de un salón similar al que había conocido del lado opuesto, así debía ser. La pequeña e insignificante diferencia resultaba ser que aquél lugar era una verdadera tumba, pensada para el descanso eterno, en lo que se refería a los seres de aquél mundo.
Su creación. Así se pasa a la otra vida, al otro nivel al que todos, sin discriminación de mundos, nos dirigimos.
En lo que se refería a su persona, solo despertaría de una peligrosa pesadilla, de un hechizo que había hecho que olvidase por unas horas que él era Odeklis un dios de las arenas, y lo había puesto en el lugar de un hombre que no era, justo en el momento de su muerte.
Se acercó al ataúd y tomó la copa que también, de viejo metal dorado, reposaba sobre el féretro. Contenía un brebaje blanco. La acercó a su boca y bebió sin detenerse.
Era un veneno poderoso, fue un suicidio dentro de las fronteras que limitaban la realidad de un sueño.
El tigre era de piedra, pero sabía muy bien que hacer. Raham ordena y sus súbditos se arrodillan, porque así se les responde a los dioses. De rodillas a sus pies. Pero solo hasta la hora de su muerte, luego, todo sería un rito y nada más.
- Soy un dios, ¿ porque debo morir?, ¿porque no puedo seguir, seguir viviendo por la eternidad? - se oyó en el templo, aunque la voz provenía de afuera, muy lejos.
Mientras tanto un dios mortal y de carne encontraba la puerta de salida.
El templo se transformó en un borroso recuerdo gris. La copa simplemente se deslizó de entre sus débiles dedos y cayó vacía sobre una superficie inestable. A cada momento recordaba frases de su religión, frases que después de mucho tiempo había vuelto a leer sobre unas paredes, unas paredes que eran parte de su historia. Un mismo pero distinto templo.
Raham vió todo lo que fue su vida: arder civilizaciones. Oír crujir las botas de los soldados cruzando ríos y montañas. Ver el brillo de sus lanzas atravesando los cuerpos del enemigo. Palpar el sudor de los caballos cabalgando sobre senderos de sangre.
En el templo se fundaba una ciudad de mentiras y hechizos, - es que el poder lo puede todo - había pensado el que había sido rey.
Las paredes perdían estabilidad, se tambaleaban y comenzaban a derrumbarse. Los bloques caían y se destrozaban contra el piso.
Afuera. Lejos, muy lejos y en soledad, bajo los misterios que ocultan la luna y las estrellas de un universo producto del imperio de los dioses, un alma derramaba, por primera vez en su existencia, tristes lágrimas, porque sabía que pronto estaría allí, en ese salón, el salón para los emperadores muertos. El ser presentía su inevitable final. Sus ojos se tiñeron de plateado cuando miraba el cielo nocturno y se volvía a preguntar: - ¿Por que debo morir?. Soy un dios, ¿porque no puedo vivir eternamente? -. Pero sus palabras se apagaban con la soledad. No era un dios, porque todos los hombres pueden serlo, pero cuando la vida se termina llega el tiempo en el que solo se es un esclavo, un esclavo mas al poder de la muerte.
Antes de que desapareciera su alma tuvo un momento y miro el ataúd. Los dioses lo crean todo, el mundo, la vida y las reglas, pero los hombres viven sus vidas y eligen los caminos. Así nació Raham y escribió su vida. Así nació todo lo que existía a su alrededor, sus privilegios y poderes, ahora se desmoronaban.
Fue como un relámpago que atravesó la turbulencia de un cielo perturbado por una difusa existencia. Y volvió ese brillo, avanzando entre las nubes hasta un cuerpo que yacía en las ruinas de una pirámide, el cuerpo que había tomado un dios.
El techo se había fragmentado y estaba a punto de caer. La luz era fuerte, mas fuerte que cualquier energía y devoró el tenue poder de las antorchas. Penetró en el templo derritiendo la superficie de las gruesas paredes de piedra a su paso.
El cuerpo dormido se volvió una luz. Un brillo de colores indescriptibles creció desde su interior y fue intensificándose hasta un nivel extraordinario. El rayo golpeó su piel haciéndola temblar. Luego desapareció bajo la luz. El techo y toda la inmensa estructura finalmente cayeron.
Todo se fue destruyendo, pero los escombros que se derrumbaron sobre el luminoso cuerpo se volatilizaron partícula por partícula antes de llegar a este. Mientras tanto, el brillo se acumulaba mas y más, como si estuviese tomando impulso.
Siguió creciendo y ocupando el lugar de piedras y paredes que aún caían, como una nova estallando. Tomó variadas formas hasta quedar con el de otro cuerpo, uno más pequeño y atestado de arrugas sobre una piel despareja, sin color. Y la tormenta tomaría ese cuerpo, esa alma, para llevársela consigo, para llevarla al sufrimiento eterno, a la venganza de todos los muertos por la ambición de poder.
Hubo un estruendo, como el de una estrella explotando en y el brillo despegó en un flujo de corriente luminosa.
Antes de irse, en una de las paredes del salón dejó grabada en la piedra una frase, que quedó escondida detrás del polvo luego del derrumbe de toda la estructura. Mas adelante, quizá, otros hombres que buscasen entre las ruinas de aquel imperio algún indicio del pasado, la leerían.

“Los escritores de todos los tiempos son los dueños de los mundos que crean y los dioses de sus personajes. Los dioses son escritores”.

La luz fue expulsada y un rayo partió zigzagueando hasta un horizonte lejano. El último cambio de rumbo eligió el centro del cielo para desvanecerse hacia la nada, para transportarse a otro universo, otra dimensión, creada por el verdadero dios de esos hombres. Un instante mas tarde ya no quedaba mas que un insignificante haz luminoso en el cielo y fue disipándose hasta desaparecer.
Y eso fue todo.

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