CUATRO Y UN GRITO
Eran cuatro durmiendo en el cálido salón de un refugio de montaña. El primer día del viaje había terminado con una fuerte tormenta de viento y nieve a media tarde, y la fiesta de aquella noche suspendida. Nadie sabía que hora era, nadie sabía donde estaban, absortos por ese efecto que nos invado cuando uno se despierta en una cama desconocida, en un ambiente oscuro y con el peso de la noche a las espaldas, tarda en reconocer donde se encuentra, tarda en descubrir en que lugar se recostó al anochecer.
Eso se sumaba al desgarrador grito que los había despertado. No había parecido una voz humana, fue más bien una clase aullido terrorífico, pero provenía del mismo salón. El fuego se había consumido, apenas si un aliento de cenizas perduraba en forma de humo invisible. La oscuridad reinaba, solo interrumpida por los reflejos azulados en la ventana de un lejano rastro de un farol de jardín. Fue clavando la mirada hacia aquel reflejo que lo vieron pasar, fue un segundo apenas y era una figura difusa, corroída por las cortinas. Arrastraba su sombra hacia el extremo opuesto del salón, como quién huye de algo sin saber hacia donde. Cada uno de los huéspedes creyó que era otro el que había pasado, pero a la mañana siguiente, en el desayuno, los cuatro confesaron no haberse levantado de donde estaban recostados después de oír el grito.
Decidieron escalar aquella montaña de todas maneras, incluso sabiendo que uno de ellos moriría aquel día, y no podrían echarle la culpa a las escarpadas laderas, pues la misma montaña se los había advertido.
Eso se sumaba al desgarrador grito que los había despertado. No había parecido una voz humana, fue más bien una clase aullido terrorífico, pero provenía del mismo salón. El fuego se había consumido, apenas si un aliento de cenizas perduraba en forma de humo invisible. La oscuridad reinaba, solo interrumpida por los reflejos azulados en la ventana de un lejano rastro de un farol de jardín. Fue clavando la mirada hacia aquel reflejo que lo vieron pasar, fue un segundo apenas y era una figura difusa, corroída por las cortinas. Arrastraba su sombra hacia el extremo opuesto del salón, como quién huye de algo sin saber hacia donde. Cada uno de los huéspedes creyó que era otro el que había pasado, pero a la mañana siguiente, en el desayuno, los cuatro confesaron no haberse levantado de donde estaban recostados después de oír el grito.
Decidieron escalar aquella montaña de todas maneras, incluso sabiendo que uno de ellos moriría aquel día, y no podrían echarle la culpa a las escarpadas laderas, pues la misma montaña se los había advertido.
0 comentarios