LA SOMBRA (VI PARTE)
El carro recorría el último tramo de sendero, rodeado de campos de árboles frutales y olivos, hasta subir la pendiente que mostró en el fondo la torre de la iglesia de Santa Maria dels Turers.
Albert Taulet, se asomó por la ventana para observar el distintivo arte gótico catalán. Además de ser un excelente párroco y buen músico, aquel hombre que superaba los sesenta era un gran admirador del arte en general y del gótico en particular. Experto en resolver enigmas, profesor de historia de la diócesis y notable escritor de ciencias teológicas, el obispo, al recibir la carta del Abad, no había dudado en enviar aquel, su mejor hombre para resolver el extraño suceso.
El carro se detuvo y Albert Taulet bajó, cargando su equipaje y agradeciendo al cochero por el viaje. Observó un instante el monasterio, el gris de un cielo que anunciaba tormentas engrandecía el blanco de las paredes. Las puertas se abrieron lo suficiente para que un monje saliera a su encuentro y se presentara. Se saludaron y a continuación le informe que el Abad lo aguardaba en su despacho.
Tan solo una semana atrás el abad había acudido temprano a la iglesia ante los gritos de socorro de uno de los monjes. Recordaría para siempre la escena: el monje de rodillas tendido frente a una especie de piel sin nada en su interior, como un traje. Las ropas que llevaba puestas aún se encontraban allí, colgadas de esa especie de piel vacía. A pesar de ser un hombre propenso a tratar con la muerte, le costó mantener la compostura que un señor de su talla debía siempre mantener.
Esa mañana escribía la carta para el obispado de Barcelona relatando con lujo de detalles el suceso. Luego de enviarla con un emisario especial volvió a la escena del crimen a verificar indicios de lo ocurrido. Los monjes ya habían levantado lo que quedaba de su colega y lo llevaban al cementerio, al fondo del monasterio. No había demasiadas razones para velarlo en la capilla pues estaba de sobra claro que no se trataba de un ataque epiléptico, sin embargo, por tradición, lo dejaron allí el tiempo correspondiente antes de enterrar sus restos.
Al recorrer la iglesia, buscando alguna respuesta, el Abad había encontrado el amuleto. Estaba tirado detrás del pie de un banco de madera. Lo observó atentamente, luego preguntó a un monje si sabía qué era y si alguna vez había visto a Juan Vidal Díaz con él. El monje negó con la cabeza.
Albert Taulet, se asomó por la ventana para observar el distintivo arte gótico catalán. Además de ser un excelente párroco y buen músico, aquel hombre que superaba los sesenta era un gran admirador del arte en general y del gótico en particular. Experto en resolver enigmas, profesor de historia de la diócesis y notable escritor de ciencias teológicas, el obispo, al recibir la carta del Abad, no había dudado en enviar aquel, su mejor hombre para resolver el extraño suceso.
El carro se detuvo y Albert Taulet bajó, cargando su equipaje y agradeciendo al cochero por el viaje. Observó un instante el monasterio, el gris de un cielo que anunciaba tormentas engrandecía el blanco de las paredes. Las puertas se abrieron lo suficiente para que un monje saliera a su encuentro y se presentara. Se saludaron y a continuación le informe que el Abad lo aguardaba en su despacho.
Tan solo una semana atrás el abad había acudido temprano a la iglesia ante los gritos de socorro de uno de los monjes. Recordaría para siempre la escena: el monje de rodillas tendido frente a una especie de piel sin nada en su interior, como un traje. Las ropas que llevaba puestas aún se encontraban allí, colgadas de esa especie de piel vacía. A pesar de ser un hombre propenso a tratar con la muerte, le costó mantener la compostura que un señor de su talla debía siempre mantener.
Esa mañana escribía la carta para el obispado de Barcelona relatando con lujo de detalles el suceso. Luego de enviarla con un emisario especial volvió a la escena del crimen a verificar indicios de lo ocurrido. Los monjes ya habían levantado lo que quedaba de su colega y lo llevaban al cementerio, al fondo del monasterio. No había demasiadas razones para velarlo en la capilla pues estaba de sobra claro que no se trataba de un ataque epiléptico, sin embargo, por tradición, lo dejaron allí el tiempo correspondiente antes de enterrar sus restos.
Al recorrer la iglesia, buscando alguna respuesta, el Abad había encontrado el amuleto. Estaba tirado detrás del pie de un banco de madera. Lo observó atentamente, luego preguntó a un monje si sabía qué era y si alguna vez había visto a Juan Vidal Díaz con él. El monje negó con la cabeza.
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