EL SUEÑO DE LA CAMA PARTE I
Era tarde y recuerdo que tenía mucho sueño. Mi casa es de esas de madera, estilo americano, de dos plantas con un balcón en la parte alta. Mirándola de frente, quitando la chimenea, se vería una simetría perfecta. Y en ese instante la estaba mirando exactamente en dicha posición. Estaba lloviendo y soplaba mucho viento. No recuerdo exactamente como había sido pero me había quedado fuera, sin llave, y encima sin zapatos. Supongo que todo sucedió por culpa del viento que habrá cerrado la puerta, o tal vez no, pero lo importante no era eso, sino como volver a entrar.
En ese momento descubrí que una de las ventanas de arriba tenía un postigo abierto y la ventana entreabierta. Ese sería mi camino de entrada. Trepé por la columna, apoyadme en un arbusto para subir. Por fin llegue hasta el techo que cubría el frente, caminé con cuidado para no resbalar hasta la pared y desde allí, caminando de costado, me fui aproximando a mi objetivo.
Recuerdo que estaba apenas a unos pasos, que hasta podía ver mi cama, seca cálida y esperándome, cuando una ráfaga de viento salió de la nada y destrabó el postigo, cerrándolo con fuerza, tanta como para dejarlo trabajo e imposible de abrir desde afuera. Maldije la viento y a mi situación, y entonces descubrí que, en el techo superior, había un tragaluz abierto. Tuve que trepar por el desagüe pero logre alcanzar llegar arriba. Pero cuando caminaba haciendo equilibrio por la parte alta el viento volvió a jugarme una mala pasada, y el tragaluz se cerró. Nunca entraría en esa maldita casa, pero más allá de rendirme, comencé a plantearme la situación como un desafío. Tenía los pies descalzos y húmedos, pero ello significaba una razón más para querer entrar, entonces recordé que hay una pequeña ventana por la que se accede al sótano, que siempre dejo abierta. Comencé un peligroso descenso hasta tocar felizmente tierra. Entonces rodee la casa buscando la dichosa ventana. No era mi día, creo que fue la primera vez en la historia de la casa que la vi cerrada. Me encogí de hombros, como pensando lo tedioso que resultaba mi situación, y volví a paso lento al frente. Para mi sorpresa, una nueva ráfaga de viento había abierto nuevamente el postigo de la ventana de arriba. Pensé que al final mi suerte estaba cambiando. Volví a la columna y comencé nuevamente el ascenso pisando al pobre arbusto. Una vez en el tejado caminé, esta vez sin precaución, sobre el húmedo desnivel, y a mitad de camino mi pie patinó y, perdiendo el equilibrio, caí hacia un lado y mi cuerpo resbaló por la pendiente hasta que se acabó el techo. La caída era inminente y, quizás por eso, me desesperé.
En ese momento descubrí que una de las ventanas de arriba tenía un postigo abierto y la ventana entreabierta. Ese sería mi camino de entrada. Trepé por la columna, apoyadme en un arbusto para subir. Por fin llegue hasta el techo que cubría el frente, caminé con cuidado para no resbalar hasta la pared y desde allí, caminando de costado, me fui aproximando a mi objetivo.
Recuerdo que estaba apenas a unos pasos, que hasta podía ver mi cama, seca cálida y esperándome, cuando una ráfaga de viento salió de la nada y destrabó el postigo, cerrándolo con fuerza, tanta como para dejarlo trabajo e imposible de abrir desde afuera. Maldije la viento y a mi situación, y entonces descubrí que, en el techo superior, había un tragaluz abierto. Tuve que trepar por el desagüe pero logre alcanzar llegar arriba. Pero cuando caminaba haciendo equilibrio por la parte alta el viento volvió a jugarme una mala pasada, y el tragaluz se cerró. Nunca entraría en esa maldita casa, pero más allá de rendirme, comencé a plantearme la situación como un desafío. Tenía los pies descalzos y húmedos, pero ello significaba una razón más para querer entrar, entonces recordé que hay una pequeña ventana por la que se accede al sótano, que siempre dejo abierta. Comencé un peligroso descenso hasta tocar felizmente tierra. Entonces rodee la casa buscando la dichosa ventana. No era mi día, creo que fue la primera vez en la historia de la casa que la vi cerrada. Me encogí de hombros, como pensando lo tedioso que resultaba mi situación, y volví a paso lento al frente. Para mi sorpresa, una nueva ráfaga de viento había abierto nuevamente el postigo de la ventana de arriba. Pensé que al final mi suerte estaba cambiando. Volví a la columna y comencé nuevamente el ascenso pisando al pobre arbusto. Una vez en el tejado caminé, esta vez sin precaución, sobre el húmedo desnivel, y a mitad de camino mi pie patinó y, perdiendo el equilibrio, caí hacia un lado y mi cuerpo resbaló por la pendiente hasta que se acabó el techo. La caída era inminente y, quizás por eso, me desesperé.
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