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Kosh

PROMESA

Cinco y diez decía mi reloj digital. Había caminado dos cuadras desde la escuela y aún me faltaban dos mas para llegar a casa cuando me detuve bajo un viejo portal para protegerme de la tormenta que inesperadamente había surgido y ahora azotaba la ciudad. El cielo se había cubierto con espesas nubes que apagaban el día ocultando la luz de un sol olvidado y perdido. La torrencial lluvia caía en todas direcciones, golpeando el asfalto, los autos, y todo lo que osaba interponerse entre el cielo y la tierra, con furiosas gotas que se unían en enormes charcos hasta el cordón de la vereda. Desde allí corrían formando el cause de un pequeño río que desembocaba en una rejilla, la cuál no daba abasto y hacía un lago en su entorno. El viento de otoño derramaba su poder sobre los frágiles árboles, desnudándolos en un movimiento amenazador. Los rayos atravesaban el cielo con descargas luminosas acompañados de estruendos que parecían patear a las nubes para que lloren cada vez mas.
Miraba el esplendor de aquél espectáculo natural con el unánime deseo de llegar a casa pronto y tomar la leche. El portal que me cubría estaba despintado y mostraba uniones agrietadas y ladrillos gastados. Pensé que debía pertenecer a una casa abandonada, pero estaba en un error. Para mi sorpresa la puerta, de vieja madera, se abrió a mis espaldas acompañando a un chillido de metal oxidado. Di media vuelta y casi por reflejo introduje mis ojos en el interior. El cuerpo de una anciana reposaba placidamente sobre un antiguo sillón de terciopelo bordó.
-Pasa, no tengas miedo- me indicó con ternura.
No era correcto que lo hiciera, era una extraña y mil veces me habían repetido que no debía hablar con extraños, pero al fin y al cabo, que mal podía hacerme una viejita de aspecto inofensivo. Entré y cerré la puerta sin dar la espalda.
-¿Queres sentarte?- preguntó indicándome otro sillón similar al que ocupaba.
-Gracias- respondí mientras lo hacía.
Sobre una mesita de vidrio que nos separaba había un vaso con leche y un plato repleto de bizcochitos y galletas. -Pruébalos, están deliciosos- me dijo amistosamente señalándolos.
Volví a agradecer mientras seguía su consejo.
La sala era amplia y olía a museo. Las pinturas que adornaban las blancas paredes eran antiguas al igual que los muebles, los bizcochitos, en cambio, eran tan recientes que aún estaban calientes.
-Te esperaba- me dijo poniéndose seria.
-¿A mí?- contesté aún con la boca llena. Tomé un sorbo de leche para poder tragar.
-Si, necesito que hagas algo por mí- confesó.
-¿De que se trata?- pregunté con la certeza de que se refería a alguna tarea doméstica que requería mas fuerza que la que una señora mayor puede hacer. Seguramente mover algún baúl, alfombra, colchón o mueble pesado.
-Es difícil de explicar, pero tenés que prometerme que lo vas a hacer- aclaró como si supiese lo que estaba pensando.
-Claro- respondí sonriendo. -Haré lo que pueda-.
-Tenés que ir a la esquina. Va a pasar un anciano, viste un suéter verde, un sombrero gris y lleva un bastón bajo el brazo. Tenés que impedirle que llegue al borde de la vereda. Es muy importante que lo impidas, por favor- concluyó casi suplicando las últimas palabras.
-Yo...-, no sabía que responder, no era difícil, solo que no le encontraba sentido.
-Por favor- volvió a suplicar.
-Esta bien, no hay problema- aseguré en tono tranquilizador.
-Gracias, sabía que ibas a aceptar- dijo como si siempre lo hubiese sabido.
Me puse de pie y observé el plato, estaba tan vacío como el vaso de leche. Caminé hasta la puerta y antes de salir le agradecí por la comida. La anciana respondió con una sonrisa y me recordó la promesa que había hecho.
Ya no llovía, aunque el viento continuaba soplando casi con odio. Caminé hasta la esquina y miré alrededor. No había nadie cerca. No tenía sentido quedarme parado allí, nadie vendría. Seguramente la edad le hacía alucinar. Tal vez su mente debía estar algo enferma, desequilibrada. Lo que me pedía era ridículo. El viento soplaba cada vez mas fuerte y hacía frío.
Decidí partir hacia mi casa, no valía la pena esperar mas. Caminé unos metros ya pensando en los deberes que tenía que hacer al llegar a casa cuando levanté la vista y un anciano vestido con un suéter verde, sombrero y ayudado por un bastón, pasó caminando frente a mis narices. Tardé unos segundos en reaccionar, finalmente mis piernas respondieron y corrieron hasta él. Estaba llegando a la esquina cuando lo alcancé y estirando el brazo lo detuve bruscamente.
-¿Que estás haciendo jovencito?- me reprochó indignado.
En ese instante una pesada rama se desprendió de un árbol y cayó duramente tan solo unos centímetros delante nuestro. Los dos dirigimos la mirada hacia ella y luego la intercambiamos. Todavía no le soltaba el brazo y tardé un par de segundos mas en hacerlo. Finalmente, levantando la vista al cielo, dijo con suma tranquilidad: - Juró que aunque muera nunca dejaría de cuidarme y siempre cumple su palabra-. Luego, simplemente, siguió su lenta y cansada marcha.
A la mañana siguiente, cuando caminaba a la escuela, paré frente al portón de al casa de la anciana. No se oían ruidos en el interior. La curiosidad fue mas que yo. Estiré mi brazo y con timidez intenté abrir la puerta. Esta cedió lentamente y oponiendo algo de resistencia. Introduje medio cuerpo y estaba a punto de pedir permiso cuando me di cuenta de que sería inútil hacerlo. No había mas muebles, ni pinturas ni sillones de terciopelo. Ni siquiera había techo. Era solo un terreno baldío. Un terreno baldío con los restos de lo que mucho tiempo atrás había sido un hogar, un dulce hogar.

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